jueves, 26 de julio de 2012

Ya veremos en octubre

Ya sea apoyando a "el flaquito" o a "micomandantepresidentecandidato", o para pararse a ver como quien mira llover, la gente está en modo electoral. Los contendores, incluyendo el "no sé" y el "no voto", no tienen que hacer morisquetas para hacerse notar. Han quedado atrás los tiempos de la catatonia. Es una carrera que exige condiciones físicas, mentales y emocionales de atletas olímpicos. Cada acción, cada gesto, cada mirada, cada traspiés, cada palabra y cada silencio son evaluados con aprecio o animadversión. Los detractores de las encuestas afirman que no sirven porque "esto no tiene remedio". Quienes damos crédito a las mediciones bien diseñadas y ejecutadas, sentimos el cambio. El país despierta de un letargo. Va comprendiendo que la cosa política no tiene que ser estática, que no hay un destino inamovible. Que es la gente quien hace que los políticos dejen de ser voces que repiten lo que escuchan y sean creadores de soluciones. Estamos cambiando un círculo vicioso por un círculo virtuoso. Vicio por vitud. Entendimos que no da lo mismo votar o no votar; no da lo mismo elegir a un candidato o al otro. No da lo mismo el país que tenemos y el que podemos tener. Los "mandones" quieren que "micomandantepresidentecandidato" se quede en Miraflores hasta que la rana críe pelos o San Juan agache el dedo, para seguir exprimiendo. Pero la gente no quiere "eso", pues "eso" se ha convertido en un show prosaico en el cual los actores aferrados al coroto y chupando del poder se burlan y escupen a la gente. La gente tuvo mucha paciencia, demasiada, mucha más de la que la prudencia aconsejaba. Se caló la frivolidad y el esnobismo de un gobierno que creyó que Venezuela era su corral y que un gallo podía montar a todas las gallinas y cogerse los huevos de oro. Este despertar pone en aprietos a un régimen que tuvo todo para hacer de Venezuela un país modelo de progreso pero decidió comportarse como un vandálico ejercito de ocupación. Ese cambio que ya es notorio, muestra algo realmente importante: que las tácticas hasta hace poco tan y tan exitosas aplicadas por el ''ilusionista mayor'' ya no le rinden. La gente se hartó de los sermones del ''mandón mayor'', se hartó de los insultos y los gritos, se hartó de la siembra de odio y divisionismo. Se hastió de la inmunda procacidad del obeso Mario Silva, de las vulgaridades de muchos ministros y voceros del oficialismo, de la mentira que repetida millones de veces sin embargo no se convierte en verdad. Ya a esa actitud responde con el látigo de la indiferencia. En pocas palabras, dejó de querer. Y como dice Buesa, "se deja de querer y es como escribir en la arena la fecha de mañana y que el mar se la lleve con el nombre de ayer...". Si somos capaces o no de finalmente quitarnos las lagañas de los ojos, si de una vez por todas nos hacemos responsables o no de nuestro futuro, ya eso se verá el 7 de octubre. Las encuestas apuntan que ya no se cree más en épicas ridículas y cursis discursos que no pagan las cuentas de la gente y que nutren los bolsillos de los "mandones". Cambio de metáforas y de pensamiento. Cambio de narrativa de país. Somos los mismos pero, a la vez, ya no lo somos. Yo digo amén.

Sin que me quede nada por dentro

Es como cuando una pareja sabe que ya lo suyo simplemente no tiene remedio. Y sabe que esa despedida toma su tiempo. No puede ser de sopetón. Ni tiene sentido alguno hurgar para encontrar una manera de socorrer aquello. Siempre es difícil decir adiós. Siempre es difícil "quedar bien" cuando ha habido tanto daño de por medio y la relación se convirtió en un papel ajado. Eso es lo que está pasando en Venezuela entre "el pueblo que alguna vez lo apoyó con pasión loca y desmedida" y este ególatra delirante por el poder, que cacareó como gallina clueca un amor que en realidad es incapaz de sentir. Esa relación, esa juntura, esa simbiosis se fue desintegrando; de a poquito se le fueron haciendo grietas por las que se escaparon las ilusiones que no sobrevivieron en un trágico mar de falsedades. Fueron tantas las mentiras que el amor se rompió por tan mal usarlo. Ahora trata de armar el rompecabezas de las piezas rotas. Pero siempre llega el momento del "es muy tarde ya". El problema no está en cómo disolver en los hechos lo que ya ocurrió en las emociones. Eso es un trámite. Lo difícil viene después. Porque al día siguiente se contabilizan los activos. Y también los pasivos. Están las cuentas por pagar, las deudas y las hipotecas, los millones de papelitos que recibieron como respuesta millones de promesas que fueron a parar a un cuarto oscuro en los sótanos de Miraflores. A menor escala, Henrique ya pasó por un escenario semejante. Recibió la Gobernación de Miranda hecha trizas. Plagada de deudas, hundida en una pestilente riada de negocios truculentos, con servidores públicos a quienes se les había dado la orden de mirar para otro lado cuando vieran los bochornosos robos al erario regional. Pudo Henrique convertirse en una suerte de ridículo paladín. Pero decidió que una gesta no produciría el bienestar que el pueblo necesitaba. Así, cada sinverguenzura hallada en las investigaciones se integró a un pormenorizado expediente, que fue llevado como correspondía a Fiscalía, espacio donde esas denuncias duermen el sueño del abandono institucional que se apoltronó en Venezuela en los últimos años. Pasó Henrique a desarrollar sus tareas como gobernador. Y a ese estado ruinoso le inyectó una sobredosis de vitaminas, de entusiasmo, de esperanza. La recuperación de nuestro país no será asunto de coser y cantar. Pero dejando de cometer las estupideces, teniendo liderazgo trabajador y limpiando de crápulas las posiciones de decisiones, es posible y factible un país decente, progresista, donde la gente deje de penar. Habiendo sudado a Chávez en un sauna de catorce años, somos hoy un país capaz de pararse frente al espejo, diagnosticar sus errores y emprender una nueva vida. Es decir, un país que con la mirada en el futuro -y habiendo dejado ya de supurar vergüenzas- trabaje con denuedo por curar las heridas del pasado y armar un porvenir válido y valioso. Yo creo que sí se puede. Henrique, con esta campaña de su autobús del progreso, está dando testimonio de humildad, de apertura mental, de conciencia social y de comprensión. No habla sandeces, no declama versos cursis. No se esconde tras los faldones de medios de comunicación confiscados y convertidos en bufones de una fraudulenta corte de los milagros. Por eso no me asalta ni un minuto la duda. Lo apoyo. Y lo digo abiertamente. Sin que me quede nada por dentro. smorillobelloso@gmail.com @solmorillob

viernes, 6 de julio de 2012

Fogones y rezos

En la penumbra de las eternas madrugadas de sus vidas en los conventos, las monjitas se ajetrean en la preparación de delicias. Muchas son para vender y así hacerse de un modesto ingreso; otras, para comunicarse con los visitantes con quienes el voto de silencio no les permite cruzar palabra; las más son para apaciguar el hambre en los orfanatos o aliviar el pesar en los hospicios. En el mundo entero, una pléyade de ángeles cocinan. Se refugian en conventos donde viven su existencia de hábitos y rosarios. Sus recetas adornan la historia culinaria, haciéndola una de rezos y letanías que se expresan en sabores que albergan la voz de Dios. Me he dedicado en estos tiempos sombríos que nos han tocado a recopilar el arte de la "cocina de convento". Con ello he procurado un escape acariciante del rigor y la aridez continuos en que se ha convertido mi oficio de periodista de opinión, en el cual me ha tocado elevar gritos de alerta ante los desmanes que ocurren en mi país, y en otros tantos, a los cuales hombres pérfidos han convertido en agrios ejemplos del no deber ser. En mi búsqueda, he confirmado que las monjitas siempre incluyen en sus recetas algún fin definitorio: una plegaria por los enfermos, por los desvalidos, por los huérfanos, por los extraviados, por los carentes de fe. Las monjas, en lo que ocupa a las mesas, rezan y cocinan, rezan y amasan, rezan y cuecen guisos, rezan y baten claras, rezan y hornean. Cocinar es su rezo, su oración más dulce y extasiada. Doquiera que haya un convento cristiano, las monjitas se abocan a alguna tarea culinaria. Mientras cocinan, buscan ofrecer a los fieles una esperanza perdida en los recovecos de un mundo que tristemente cada vez reza menos. Hay monjas que son de clausura, pero que no han hecho voto de silencio y por tanto pueden narrar sus haceres en los fogones. Ello ha permitido a algunos autores verter ese conocimiento en libros en lo cuales la fe se mezcla, a partes iguales, con la mundanidad. Muchas recetas se han pasado de generación en generación. Han logrado que en esos sabores y aromas esté el suave aliento del Hijo de Dios. Es el caso de la historia de un dulce que descubrí cuando me hallaba en pleno quehacer de escribir una novela. En ese entonces, supe apenas la mitad de la historia. Me faltaba lo que conocí aquí en Chile. Aquí les dejo la historia completa, para quien quiera intentar imbuirse el alma del buen espíritu de cocina de monjas. En Caracas, en tiempos de guerra emancipadora, una religiosa preparaba un dulce. Lo había aprendido del aya de una criolla caraqueña, la negra Contemplación. Cuentan que quien lo comía sentía que sus calamidades entraban en reposos y serenidad. Que a pesar de lo cruel de su angustia, encontraría el respiro de la paz. Su secreto no estaba en la receta; estaba más bien en las horas. La monja, como lo hiciera Contemplación, lo preparaba en la madrugada, antes del cantar de los gallos, cuando los cocuyos eran los únicos despiertos por estar dedicados al arte de amar. En el silencio de la noche, en la cocina, a la luz de velas y sin emitir sonido alguno, preparaba el dulce. Su bienmesabe era medicina para el alma. Tomaba tres cocos grandes, los partía y les sacaba la pulpa. Esto lo ponía en un cazo y le añadía dos tazas de agua caliente. Con un mazo iba triturando la carne blanca. Entonces, lo pasaba por un paño, para extraerle la leche al coco. Le agregaba dieciocho amarillos y un puntico de sal. Luego, en una olla, juntaba tres tazas y media de azúcar con una taza de agua y lo llevaba al fuego, fuerte, muy fuerte, sin revolver, hasta lograr un almíbar a punto de hilo. Luego retiraba la olla del fuego, le agregaba la mezcla de carne de coco y huevos y lo batía hasta lograr una crema. Esto lo llevaba de nuevo al fuego y lo iba revolviendo lentamente, muy lentamente, hasta llegar al hervor. Entonces lo retiraba de la candela y lo dejaba enfriar un poco. Tomaba entonces un bizcocho que siempre tenía en la alacena y lo picaba en rebanadas finas. En un cuenco, colocaba las rebanadas y las bañaba con medio vaso de jerez dulce. A seguir, una capa de la crema. Y luego una generosa capa de un merengue preparado con tres claras de huevo, media taza de azúcar y una pizca de canela, batido todo a punto de nieve. Cada madrugada preparaba tres bienmesabes: uno para llevar al otro convento, otro para dejar en la Plaza frente al portón de la Catedral para los mendigos y un tercero para la merienda del convento. El mismo bienmesabe, sin diferencias. Porque todos somos igualmente hijos de Dios. Así lo había hecho Contemplación. Así lo hacía la religiosa. Se habían traspasado de una a otra la receta y la fe. Por esas maravillosas aventuras del destino, Contemplación, habiendo de huir de Venezuela, se embarcó en un navío que arribó a Valparaíso. Allá, el aya, sumida en el dolor de la nostalgia, lo preparaba para suspirar recuerdos, para poner a dormitar su llanto. Una tarde de vientos que hacían volar los sombreros, una dama porteña lo probó y se extasió con el manjar. Lo pidió para llevar a su casa y empezó a servirlo a sus amistades en la "once", que es como se llama la merienda en Chile. Una dama, que en el puerto se hallaba de visita, lo pidió para llevarlo a Santiago. Le dieron varias cuencos cargados con el dulce. Al llegar a Santiago, envió uno de los dulces al convento de las Carmelitas descalzas, con una nota en la que se leía: "esto tiene sabor a salvación". En la nota se leía también la receta. Las religiosas comenzaron a prepararlo y a venderlo para favorecer al hospicio de San Juan de Dios. Una doña santiaguina supo de ello y encargó un cuenco para obsequiarlo en la once en su casa de veraneo en las afueras de la ciudad. A aquella merienda acudió un hombre venido de tierras lejanas a quien le fue ofrecido el sugestivo "manto de ángeles", como lo había rebautizado la doña a quien quizás el nombre "bienmesabe" se le antojo rústico. El hombre lo probó y de sus ojos brotó una lágrima. Ese hombre era Don Andrés Bello, venezolano ilustre que en 1829 emigró a Chile donde sembró ideas y publicó la mejor gramática americana del idioma castellano. No sé si esto es cierto, pero así me lo narró un señor que pasa sus horas de anciano en las plazas del centro de Santiago. Hoy, en Chile y en Venezuela, en las mesas se sirve el dulce suntuoso para que 'bien sepa en la boca'. En ambos países los dulceros se adjudican la paternidad y lo llaman "criollo". De las manos de una negra pasó a los conventos y de allí a las calles, para sumarse a cientos de recetas que ponen en lugar cierto y cálido a la fe. En Chile abundan los conventos. A ellos acudiré a rezar, a pedir por la extraviada paz, a elevar mis plegarias por mi tan amado país y a escuchar a las voces populares para ver qué más cuentos desempolvo. Entretanto, escribo letras livianas y amorosas y, también, las que mi coagulante rabia me impulsa a publicar. Vivo en Chile temporalmente pero no le pierdo la pista a mi Venezuela. No soy turista aquí ni soy emigrante. Habito en dos naciones. Asunto difícil, pero posible. Quizás se deba a encontrar cada tarde la dulce caricia de un bienmesabe.

Memorias del futuro

"La palabra que nos une a todos es Venezuela y es la que debemos llevar en nuestros corazones". Henrique Capriles Radonski La democracia es el sistema que pone de acuerdo, civilizadamente, a los desacuerdos que existen en la sociedad. Algo así le escuche a Enrique Krauze la noche del 1 de julio, al hacer una análisis de las elecciones en México. Es un concepto interesantísimo. Y me sirvo de él para poner en pagina algunos pensamientos. En Venezuela, desde el palacio de gobierno, inoculando las entrañas de las instituciones del Estado con una suerte de suero de la furia, se ha esparcido una corriente para acendrar los desacuerdos. Con la palabra "batalla" como prefacio de una narrativa inhóspita y feral, unos cuantos despertaron a los dioses del odio y la inquina. Así llegamos a una mezcolanza de improperios y ataques, a un entuerto de enfrentamientos, a un guión tóxico, a costa de la paz, la prosperidad y el progreso. La consecuencia está a la vista: un país carcomido por la desunión que navega en un mar de fracasos y que ve cómo su gente piensa en encontrar una vía para escapar del desastre. Ese más de un millón de compatriotas que emigraron no se fueron del país porque lo desearan; el gobierno les dijo que sobraban, que estaban de más; sintieron con pesar que una a una las puertas se les iban cerrando. Corren ahora el riesgo de caer en peor aún desgracia: el presidente ha determinado que quien no es chavista no es venezolano. De allí a un edicto de destierro hay un paso. Ante semejante declaración del candidato oficialista, "el flaquito", desde el barrio Nazareth en el municipio Mara del estado Zulia ripostó que "no es el presidente el que decide quién es venezolano o no; son los venezolanos quienes deciden quién será el proximo presidente". Alivió así la rabia -y el justificado temor- de los millones que somos venezolanos y queremos seguir siéndolo y que no somos ni queremos ser chavistas. Somos mayoría los que creemos en un país diverso en el que podamos caber y convivir la más amplia gama de tendencias y pensamientos. Somos mayoría quienes afirmamos que el gobierno no debe tener preferencias ni sectarimos en lo que a los ciudadanos se refiere. Ha comenzado formalmente la campaña. El hombre que dirige al Estado exhibe un gritón discurso electoral que, eyectado cual misil desde un camión en el cual se encaramó como Evita Perón en sus últimos días, apela a la ferocidad. Desde ese palco móvil con apariencia de altar pagano, diseñado para esconder sus debilidades y asegurar la lejanía del pueblo, el hombre vomitó su amenaza: "los vamos a pulverizar el 7 de octubre". Augura así una campaña que habrá de teñirse del lenguaje de la agresión. En el léxico de ese señor no parece tener cabida la concordia. La comparación con el otro candidato surge entonces inevitable. Los mensajes de "el flaquito", en evidente contraposición, se condensan en una frase dicha en un mensaje a la Nación difundido la noche del 1 de julio: "mi camino es el del diálogo, el de la unión, para que los venezolanos progresemos". Hace ya muchos años que Chávez -quien se dice devoto practicante cristiano- viene cometiendo el horrendo pecado de la ira. No se le ha visto ni se le ve arrepentimiento ni propósito de enmienda. Desde aquel 4 de febrero cuando amanecimos de golpe hasta hoy contabiliza 20 años de siembra de odio, 14 de los cuales ha utilizado el cargo de primer mandatario para impregnar la piel social con un droga incitadora de violencia. Capriles también lleva 14 años en cargos de elección popular. Fue diputado nacional, dos veces alcalde y, hasta hace poco, gobernador de estado. Y en todo ese tiempo se ha empecinado en construir. De carácter recio, es por encima de todo un buscador de concilios, un hacedor de consensos. Su ánimo reconciliador quedó plasmado recientemente cuando en la población de Soledad, en respuesta a la amenaza del contrincante, este joven y estimulante flaquito dijo: "yo no vengo a pulverizar a nadie sino a trabajar por el país". Hay que tener mucho más coraje para fomentar la paz que para procurar la violencia. El uno vocifera, el otro habla. Barbarie y civilización. El presidente/candidato, en una frase sin duda muy cierta, apuntó que "en estos cien días se van a decidir los próximos cien años venezolanos". Tiene razón. Es un momento trascendental, un punto de quiebre. Menos de 100 días y descontando. Podemos admitir como válidos argumentos políticos como un juramento frente a una matica y la espetactiva de más odio, o podemos decidir que a Venezuela la gobernará democráticamente un apasionado, valiente y sensato cultor de la paz. Son dos rutas muy diferentes. Por la una se llega a una jungla; por la otra hay esperanza de hacer de Venezuela una habitación para la vida. Podemos hacer de Miraflores un castillo para un tirano o un faro que ilumine el camino del progreso. Yo espero que sepamos escuchar la sinceridad de un hombre que cree "que quien no vive para servir, no sirve para vivir". En octubre escribiremos las memorias del futuro. Ojalá lo hagamos con el músculo más inteligente que tenemos -el corazon- y no nos equivoquemos en las letras que pongamos.

La Tacirupeca Jaro

Todos conocemos el cuento de La Caperucita Roja. Fue originalmente una historia pasada por juglares de manera oral en Europa. Luego, por allá por el lejano 1697, Perrault la puso en página y años después los hermanos alemanes Wilhelm y Jacob Grimm escribieron una adaptación que fue publicada en 1812, como parte de un libro titulado "Cuentos de niños y del hogar" que se convirtió en el "bestseller" de la época. La versión de los Grimm es la que todos conocemos. Recientemente, el cine y la televisión han vuelto a poner sus ojos en esta historia, para versionarla de nuevo. Pasa a ser lo que seguramente fue al comienzo, una historia intensa de pasiones y lucha de poderes en un duro ambiente medieval, en el cual abundan las brujas, los hechiceros, los héroes, las pasiones y los conlictos. Es, al fin y al cabo, el eterno dilema entre el bien y el mal. Como tiene que ser, triunfa el bien y la conclusión es "y vivieron felices por siempre jamás". La tacirupeca jaro es la adaptacion del cuento a la realidad venezolana. En nuestra versión, el lobo es un bolsa del moño a la zapatilla, la muchacha de la caperuza roja es una zafia alzada, la abuelita es una vieja malhablada que vende favores y el leñador es un cobarde flojo, un tipo ordinario y procaz, a quien lo que ocurra le importa menos que nada. Por supuesto, al final triunfan los malucos, la vieja abuela pasa a mejor vida, el leñador termina borracho en la taberna del pueblo y los buenos acaban pudriéndose en las entrañas de un calabozo infecto. En este momento, hay un juicio en proceso contra unos directivos de la firma venezolana Econoinvest, acusados de no sé cuántos delitos, a cual más estrafalario. Es un cuento de locos, en el cual la justicia brilla por su ausencia, la lógica se fue a paseo y la cordura que debe imperar en eso que mientan ''debido proceso'' está tan escasa como en los supermercados la leche en polvo. Nadie entiende nada. Estos acusados llevan dos años presos y en el camino les ha ocurrido cuanto disparate sea imaginable, sin que se vea luz al final del túnel. Eso me recuerda cuando en reuniones familiares y de amigos me piden que eche el cuento de La Tacirupeca Jaro. "Tri la la... Tri la la... ¡Ñoco, ñoco!... ¡", digo, mientras la gente se esmoña de la risa. "¡El bolo, el bolo...!" Impepinablemente hay alguien nuevo en el grupo que no entiende nada y que termina comentando: "¡Cómo ha cambiao este cuento!". ¿Triunfará el bien sobre el mal en esta patética y tan mal escrita historieta del juicio a los de Econoinvest? No se pierdan los próximos capítulos, en vivo y directo desde la Corte de Apelaciones...