miércoles, 3 de junio de 2009

Sueños de libertad

Aquello parecía una peregrinación, pero era gente que en la búsqueda de vida sólo hallaba desolación. Parecían espantos. Huían de las huestes que los perseguían. Se cruzaban con la muerte en cada rizo del camino. Morían de hambre. Desde hacía más de una semana las raciones habían sido reducidas a una comida diaria. De las almendras de cacao quedaban unas pocas fanegas. La lluvia carcomía los huesos de los ancianos. Los arroyos estaban contaminados por los restos de los animales desollados. La parca viajaba sobre las espaldas de los fugitivos. Los sobrevivientes se convertían en sepultureros.

A Mariana Alcalde y Ribas la disentería le robaba las pocas fuerzas, pero por mucho que le flaqueara el ánimo no se desprendía de su hija. Cuando las mulas que tiraban de la carreta habían caído por agotamiento, Victorino Izarralde, su marido, había cedido su cabalgadura a las dos mujeres y a la niña. Le molestaba la herida del episodio en San Mateo. No se quejaba cuando la negra le limpiaba la herida y le cambiaba la cataplasma de hierbas, pero el dolor estaba allí, como un recordatorio de la grotesca guerra que se libraba contra un imperio que no conseguía entender que su tiempo de gloria fenecía.

Fueron los Izarralde de los pocos en lograr llegar a Cumaná. Cuando entraron a la ciudad parecían despojos. Mariana ardía en fiebre. Las fuerzas le alcanzaron para llegar a la iglesia. En la nave central, cayó, con un rosario apretado en la mano izquierda, y la manita de Carlota en la derecha. El cura y unas mujeres que rezaban a Santa Inés corrieron a socorrerla. La llevaron a la sacristía. Improvisaron un lugar donde ponerla a reposar. La niña se acostó junto a ella. La escena era descorazonadoramente sublime. A Victorino lo recogieron en la plaza. Ni tan siquiera arrastrándose pudo llegar. Junto a él, Concepción y la nana, también desmayados.

Tres meses transcurrieron antes que los Izarralde, Concepción y la nana recobraran el ánimo para embarcarse en la goleta que los llevaría a Cartagena. Hubieron de viajar a escondidas, sin que su presencia abordo constara en el manifiesto de la nave. Buenos dineros costó comprar el silencio de los tripulantes. Cuando hay guerra, casi todo está en venta, casi todo tiene un precio. Victorino había logrado mandarle una razón a Bolívar indicándole las señas de donde se hallaba el entierro del cual su hermana Carlota le había escrito en aquella esquela enviada desde Curazao, en la que ella además le notificaba de su casorio con el chileno Miguel de Edwards, y de su viaje a Valparaíso. De aquello habían pasado tres largos años. Victorino, en un acto que bien decía de su lealtad, se aseguraba que aquella pequeña fortuna sirviese a la causa:
“Mi General Bolívar, disponga de esos dineros y otros valores que se hallen en el lugar que he indicado al portador de ésta. Mi hermana Carlota, de quien seguramente vos habréis sabido por su gallardía, quiere contribuir a nuestra causa de la tan ansiada libertad. Mi familia y yo nos aprestamos a viajar a Cartagena, donde cuento con familiares y gente de aprecio. Allende, luego de asegurar la vida de mi familia y de quienes nos acompañan, me uniré a las fuerzas patriotas. No dudéis en demandarme lo que necesitéis. Estoy a vuestro servicio y al de nuestra Patria”. La nota la firmaba “Victorino Izarralde y Arosemena. Capitán del Ejército Libertador de la Patria”.


El Capitán Izarralde, Doña Mariana, la pequeña Carlota, la negra Caridad y el siempre leal Concepción arribaron a Cartagena en noviembre de 1814. Las nueras de la tía Inés los recibieron con lágrimas en los ojos y los brazos abiertos, y los instalaron en la casona de la Calle de la Factoría. “Los hombres están en los ejércitos, pero vos sois bienvenidos por todo el tiempo que requiráis”. La guerra también abre puertas. Cuatro semanas más tarde, el Capitán Izarralde vistió su uniforme, besó y abrazó a su amada esposa y a su adorada hija, montó su alazán y fue a unirse a las tropas libertadoras. La guerra tragaría más años, más vidas, más dolor. Y Mariana quedó allí, en Cartagena de Indias, rezando y viendo cómo su vientre crecía de nuevo.

En septiembre de 1819, un emisario llegó a Cartagena procurando a Doña Mariana. Llegó agotado, con la tragedia pintada en el rostro. Portaba una nota firmada por el General Francisco de Paula Santander en la que podía leerse:
“Doña Mariana Alcalde y Ribas, señora de Izarralde, Sabed que estas líneas las escribo con el corazón acongojado por la pena que siento y por la que habré de causar a vos y a vuestra familia con la terrible noticia que he de daros. Vuestro esposo, el valiente Coronel Victorino Izarralde, falleció el día de ayer, 6 de agosto del año mil ochocientos diez y nueve, en la batalla que libráramos en tierras de Boyacá. Vuestro esposo murió con el coraje y valor que lo distinguió siempre. Su sangre la ofrendó por esta patria que estamos empecinados en libertar para nuestros hijos. Sus últimas palabras fueron un grito de arrojo; “¡Viva la libertad!” Vuestro esposo fue un soldado leal, entregado en alma a vos y a la emancipación. Recibid las condolencias no sólo mías, sino de la patria entera, que quedará en eterna deuda con vuestro esposo y con vos. Victorino Izarralde recibió cristiana sepultura con honores de General, rango al que fue ascendido en el campo de batalla por acuerdo de quienes constituimos el Consejo Mayor de Guerra de los Ejércitos Libertadores. Fue un hombre insigne, respetado por quienes tuvimos el privilegio de conocerle. Os amaba y cada día de separación de vos, de la pequeña Carlota y del hijo Victorino a quien nunca conoció, fue un sacrificio que sólo fue capaz de llevar adelante por su otro gran amor, Colombia. Elevamos nuestras oraciones por su eterno descanso, y quedamos a vuestros pies. General de División Francisco de Paula Santander.”

El camino a la libertad estuvo signado por el desasosiego, el miedo, el error, el abatimiento, la humillación, la ambición, la traición y la ignominia. Y también por la valentía, la dignidad, el sacrificio y el más inmenso dolor. Nuestra libertad fue escrita con tinta de obituarios. De las guerras salimos libres pero con la nación habitada por difuntos, sepultureros, viudas y huérfanos; con el alma llena de llagas y la necesidad de poner orden en las nuevas repúblicas mientras nos lamíamos las heridas, secábamos los llantos y enterrábamos a los muertos. Somos repúblicas porque nuestros ancestros se negaron a ver su presente como un triste destino. Desenterremos el espejo de la esperanza, para reconocerla como ese horizonte en que otros consiguieron superar los problemas. Salgamos de este pozo de desesperanza y ansiedad. No tenemos derecho a claudicar. No importan nuestros dolores y terrores de ahora, sino el esfuerzo que otros hicieron por superar tragedias mayores y pintarnos sueños de libertad.

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