martes, 18 de noviembre de 2008

Dignidad a la política

Es indiscutible que la política está en toda nuestra vida. “Todo es político, aunque lo político no lo sea todo” (Emmanuel Mounier). Para algunos, la política es el “arte de gobernar”. Para otros la política es una simple actividad entre los que tienen el poder o buscan llegar a él. Aristóteles tenía una visión antropológica de la política dado que la ligaba al espacio de la “polis”. La política, creo yo, es el campo de acción de los diversos actores de una sociedad en procura de un fin. La política se realiza a través de la interacción de los ciudadanos e individuos organizados en una institución máxima que es el Estado, en el cual se dan las relaciones de poder entre actores sociales, políticos y económicos, quienes interactúan para su conservación y la del propio Estado. El ideal político, refiriéndonos exclusivamente a la acción de gobernar, consiste en hacerlo bajo un marco legal y legítimo que pueda satisfacer las demandas colectivas y buscar el bien común por medio de una forma de gobierno establecida por todos los integrantes de la sociedad.

Ya sabemos que los problemas sociales no pueden resolverse limitándonos cada cual a la esfera individual. La sociedad ya no es una relación entre gobernantes y gobernados. También sabemos que la política debe cumplir una función en beneficio de la sociedad como un todo. El pluralismo de las ideas políticas supone un progresista debate, una sana confrontación de ideas. Ello es necesario para la gobernabilidad democrática. Ese escenario se estructura para construir país y sociedad, para progresar en derechos y para articular espacios de participación reales. Ello no es lo mismo al enfrentamiento y al lenguaje de la degradación política y personal en que hemos caído en Venezuela, para desgracia y perjuicio de todos.

Es obvio que la confianza en la política, en los partidos, en los políticos, en las organizaciones y en las instituciones democráticas ha disminuido. Esa desconfianza ha producido una crisis de la política, crisis que suele expresarse en la ruptura o distancia que existe entre los problemas que la ciudadanía reclama resolver (pobreza, inequidad, violencia, alto costo de la vida, etc.) y la capacidad que la política tiene para enfrentarlos y solventarlos. La política venezolana ha perdido prestancia, altura, dignidad y elegancia, y por tanto ha perdido hidalguía y grandeza. La culpa, sin embargo, no es tan sólo de los “políticos”, puesto que los agentes de la política ya no son tan sólo los políticos. Miles de personas se convierten en activistas políticos, pero sin estar dispuestos a acatar rangos, jerarquías o instrucciones, o las mínimas regulaciones organizacionales. Miles de individuos hacen desordenado y espontáneo “dibujo libre”, no “atienden línea” y usan las nuevas tecnologías para hacer política, pero son ajenos a la responsabilidad que ello implica. Se escudan tras el traje de “ciudadano libre”, o “apolítico”, o “sin perro que me ladre” para atacar con mentiras y vejaciones a todo aquel que no piense como él o ella. La gran víctima de esta situación es la verdad, a la cual se la pisotea sin reparo alguno y con total y absoluto desparpajo. Los “agentes libres”, como nada tienen que perder, hacen lo que bien les viene en gana, sin riesgo alguno de sanción. Y, dada esta circunstancia, algunos agentes formales de la política, lejos de poner coto o reparo a esta situación, como deberían hacer, se aprovechan de ella, la propician, alientan y hasta patrocinan. En este patético ejercicio de libertinaje, la escena se convierte en un espacio de difamaciones, injurias y vilipendios.

La política es un servicio, una vocación. Si bien implica la búsqueda del poder político, el ejercicio de la política debe existir y desarrollarse en función de una sociedad y no por el poder en sí mismo. Hay una enorme diferencia entre la política y la politiquería, entre poder y autoridad, entre mandar y gobernar, entre manipular y liderar. La fuente de la política es la sociedad, pero la sociedad considerada en su conjunto, no en función de una parte, y menos si esa parte es minoritaria, hegemónica y excluyente. Cuando el poder se usa para potenciar el poder para todos, entonces tenemos un poder que sirve a la sociedad en lugar de servirse de la sociedad.

Algunos políticos creen que todo tiene un precio: el candidato, el diputado, el partido, el voto, el proyecto de ley o la ley, las promesas electorales, el conocimiento, la voluntad. Por este camino hemos llegado al divorcio de la ética de la política y, en consecuencia, a ver la política como un fin, y a los ciudadanos como medios o instrumentos para alcanzar ese fin.

Para los humanistas cristianos (yo me encuentro afiliada a esa corriente) transformar la política en un servicio humanizador. Por ello algunos propiciamos la “Repolitizacion”, a saber, el ejercicio de la política como servicio. Buscamos recobrar entre la ciudadanía el protagonismo en las decisiones que construyen vida social. Creemos en el proceso de atender la realidad política transformándola. Nos vemos a nosotros mismos como agentes de cambio social, como sembradores de esperanzas en cada una de las comunidades que nos toque representar. Para ello debemos saber escuchar, debemos dialogar permanentemente, ser sensibles a las señales que nos da el día a día y, sobre todo, ofrecer garantías de credibilidad a los ciudadanos. Eso sólo se logra con vocación de servicio público, con compromiso con las personas y generando y cumpliendo acuerdos con la ciudadanía. La política, repito, es una actividad de servicio.

Algunos candidatos -sin escrúpulo alguno- caminan de campaña en campaña y de partido en partido “negociando” de la manera más pragmática y anti-ética la “supervivencia política”. Poco o nada importan los postulados filosóficos, políticos y programáticos. La cuestión es no quedarse por fuera de la repartición.

Empero, algo debe quedar muy claro: los partidos, movimientos políticos y candidatos son actores fundamentales en el proceso democrático, son quienes tienen la responsabilidad, moral, ética y jurídica de representar y reflejar la verdadera voluntad de sus electores, bajo unos principios mínimos de transparencia, respeto y responsabilidad en el ejercicio de lo público. Son responsables tanto de lo que hacen, como de lo que permiten que sus afiliados y aliados hagan. Es inmoral el “dejar hacer, dejar pasar”.

Este largo texto tiene un solo propósito: declararme acérrima enemiga de las campañas de “destrucción masiva” como las que hemos visto en este proceso electoral de gobernadores y alcaldes. Cuando un candidato tiene algo bueno que ofrecer, cuando tiene propuestas valiosas y creativas, no necesita caer en la vulgaridad de la mentira.

Una práctica que puede ayudarnos a encontrar el camino de la dignificación de la política es la comunicación de la verdad, la lucha por la justicia, la promoción del bien común y la defensa de los derechos humanos de todos los ciudadanos. Eso se traducirá en darle la altura y la dignidad que tanto necesitamos en la política.

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