La llevamos complicada. De eso no cabe la menor duda. No hay cama pa’ tanta gente buena que legítimamente aspira a una diputación en la Asamblea Nacional. Y el asunto es aún más enredado cuando se trata de presentar candidaturas que sean apoyadas por toda la alianza.
Créanme, se está trabajando muy duro. Y es harto enredado armar una “alianza perfecta” cuando lo que nos estamos jugando es tan gordo. No es soplar y hacer botellas ni tampoco tema de desprendimientos que suenan muy románticos pero que, lejos de ser en efecto beneficiosos, pueden resultar contraindicados.
La gente tiene que estar clara. No vamos a arrasar en las elecciones. Eso no es posible. Los números no dan para eso. Pero podemos ganar las suficientes curules como para poner en severos aprietos al gobierno nacional. Lograr romper la hegemonía. Y eso, créanme, es en extremo importante con miras a lo que habrá de suceder en los próximos años.
En Argentina está a punto de estrenarse un nuevo parlamento nacional en el cual el gobierno de Madame Botox no tiene mayoría califiacada. Cristinita comenzará a pasar aceite. En Paraguay el Senado reprobó al Presidente Lugo (el “padre de la patria”) y no le aprobó el presupuesto para el año 2010. Lugo pasa aceite.
Poco a poco y con mucha sensatez se va armando el escenario. La Mesa de Unidad ya ha hecho anuncios en extremo importantes, que han sido producto de largos y densos debates en un ente que, lejos de sumergirse en los pleitos estériles, busca acuerdos y soluciones. Se arma un cronograma, se trabaja día tras día en una propuesta que entusiasme a un país que, gracias a los dolores y pesares causados por el gobierno del Presidente Chávez, ha escuchado los cantos de la desesperanza.
Muy pronto estaremos en 2010. Año de mundial de fútbol. Año electoral. Se puede caminar y mascar chicle. Se puede disfrutar el espectáculo máximo del balón sin descuidar la agenda que nos ocupa. Se puede y se debe ser “multitarea”.
Y como en el fútbol, en esta coyuntura que vivimos tenemos que mostrar lo que los brasileros llaman “jogo de cintura” (juego de cintura).
Dejemos que el gobierno continúe sumergiéndose en su discurso insípido. Dejemos que se mojen las patas en los barriales de la incoherencia. Que griten todo tipo de babosadas, que persistan en la cantaleta del “imperialismo” y la paranoia gafa. Finalmente va quedando claro que ni saben trabajar ni saben gobernar. Con el zaperocón de los bancos queda al descubierto que los boliburgueses no son más que una sarta de fétidos bolichoros, unos maleantes de cinco espuelas que sentaron sus posaderas en las poltronas del gobierno para robar.
No nos angustiemos. Vamos por buen camino, porque la senda de la unidad es la correcta. Desunidos los debilitamos todos; unidos nos convertimos en David. Poco a poco la Mesa de Unidad irá haciendo anuncios. Hay que tener paciencia y no precipitarse. Sin prisa pero sin pausa. Esa es la conseja.
Hoy es 29 de noviembre. Hoy los hondureños tienen elecciones. Zelaya, el patético bigotón, sigue refugiado en la embajada de Brasil, haciendo el papelón de su vida. Muchos creyeron que el gobierno de transición presidido por Micheletti no duraría ni una semana. La realidad está ahí, innegable.
Paciencia y más paciencia. Trabajo y más trabajo. Unidad y más unidad.
domingo, 29 de noviembre de 2009
jueves, 26 de noviembre de 2009
Iglesia y Estado: ¿choque de trenes?
Conversación con los estudiantes del Seminario de Valencia, estado Carabobo
Buenas tardes y muchas gracias por haberme invitado a conversar con ustedes sobre un tema que realmente me apasiona. No soy tan experta como quisiera serlo. Pero, como en casi todo en la vida, cuando uno se siente atraído por un asunto, pues busca, y quien busca, encuentra la manera de enterarse.
En una veintena de lenguas antiguas, delito y pecado son una sola palabra. Eso puede darnos una idea de cuánto para el ser humano la ética y la moral constituyen asuntos del intelecto y del espíritu, aunque algunos pretendan negarlo.
De los textos religiosos, sea la Torá, el Pentateuco, el Nuevo Testamento o el Corán, se han derivado razonamientos que han nutrido las bibliotecas del derecho. La religión, cualquiera que ella sea, existe desde que el ser humano existe. Lo mismo ocurre con la sociedad y con el estado y, por supuesto, con el derecho.
Los estados teocráticos operaron en el planeta buena parte del tiempo que tenemos los seres humanos danzando sobre la Tierra. Los reyes, príncipes, emperadores o, en fin, los monarcas de las civilizaciones antiguas eran, a su vez, dioses, hijos de los dioses o representantes de ellos. Esos monarcas, esos jefes de Estado tenían, además de la responsabilidad de gobernar lo terrenal, el inmenso peso de ser tutores de los asuntos del alma.
Hoy, en este mundo del tercer milenio de la era de Cristo, quedan pocos estados teocráticos, y los que quedan son criticados o cuestionados o están en proceso de auto-revisión. Es el caso de los talibanes que gobernaron Afganistán y que están cometiendo toda clase de crímenes en esa zona del mundo, con intenciones de recuperar el poder perdido. Dios proteja a esas gentes de los comportamientos salvajes. Y también está el caso de Irán, cuyo análisis sería motivo por sí sólo de una charla, y hasta unas jornadas.
El alma. Ah, los ateos dicen que Dios no existe. Que es un invento humano. Pero, curiosamente, no se ponen de acuerdo sobre la existencia o no del alma. Los ateos son y siempre han sido, por cierto, un grupo cuantitativamente minoritario. Importante y en muchas ocasiones mandón y autoritario, pero minoritario. En tiempos pretéritos, antes de la separación de Estado e Iglesia, el ser ateo era un delito porque era un pecado. A partir de la Revolución Francesa, eso cambió, y cambió para bien, y ojalá para siempre.
Pero que ese cambio haya sido para bien no quiere decir en modo alguno que no haya sido aprovechado por algunos para su propio y malsano beneficio.
Paul Cliteur, catedrático de Jurisprudencia de la Universidad de Leiden de los Países Bajos, en su libro Esperanto moral marca cinco modelos en la relación entre el Estado y la religión:
Está el Estado ateo o ateísmo político o totalitario, que es cuando el ateísmo es la doctrina estatal. La Unión Soviética, creada en 1917, fue el primer estado ateo y sus defensores ideológicos fueron Lenin y Stalin.
Está el Estado laico o religiosamente neutral. El Estado admite todas las religiones pero no apoya ni financia a ninguna. Hay varios modelos, entre ellos la laicité francesa, la Wall of Separation de Estados Unidos y el modelo turco.
También está el Estado multireligioso o multicultural. El Estado ayuda y financia a todas las religiones por igual. Mantiene a sus clérigos, sus templos y sus actividades. Este modelo se reivindica, fundamentalmente, por religiones que se encuentran en minoría en distintos países.
Una cuarta categoría es la del Estado que tiene una Iglesia oficial. El Estado e Iglesia colaboran estrechamente en tareas de gobierno y mantenimiento del orden público. Se toleran otras iglesias pero no se financian. Este modelo junto con el siguiente, en distinto grado, se reivindican por las jerarquías y grupos fundamentalistas del catolicismo, islam y el judaísmo.
Y está también la Teocracia, que es el sistema opuesto al ateísmo político. Una sola religión es favorecida, se aplican las leyes que conciernen a esa religión y las otras religiones son suprimidas. Se mantiene en Arabia Saudí y se instauró en el poder en Irán a partir de 1979; Sudán y Afganistán no logran deshacerse de este sistema y en casi todos los países musulmanes se aplica en cierta manera, con la excepción de Turquía, que es el único estado laico del mundo musulmán.
Para Cliteur, y yo concuerdo con él, la teocracia es tan mala como el ateísmo político o totalitario. En realidad, vienen a ser lo mismo.
Ahora bien, el concepto o la determinación de que el Estado sea laico no pueden ni deben ser confundidos con el ateísmo, o con un Estado que promueva la “paganización” de la sociedad. La laicidad es buena y conveniente, y hace que las sociedades encuentren el camino hacia la democracia, sin estrellarse contra los muros de los teócratas y los fundamentalistas que a estas alturas aún siguen creyendo que los infieles deben ser tratados como descastados.
Pero a no enredarnos ni confundirnos en errores. Que el estado sea laico no le otorga competencias para decidir los asuntos espirituales de los seres humanos y las sociedades. Si los estados teocráticos son una especie en extinción y no están presentes en el hemisferio occidental, lo que sí abunda por estas latitudes es la implantación de mentalidades políticas que buscan poner de lado a las iglesias, sofocarlas, acallarlas, sacarlas de las tribunas sociales, no porque quienes ideen esos perversos planes sean ateos – aunque algunos quizás lo sean- sino más bien, o peor, para apropiarse convenientemente de la relación espiritual con los habitantes de sus países.
Me explico. Una sociedad en la que la Iglesia sea maniatada, donde las gentes tengan que profesar su fe en la oscuridad de lo clandestino, donde la espiritualidad formal sea relegada a estado de sitio, pues es una sociedad en la que algunos encontrarán espacio libre para erigirse en suerte de deidades con las que el pueblo pueda relacionarse de manera vertical y no horizontal.
Yo, como ciudadano, como político y como ser humano que profesa la fe cristiana, católica, apostólica y romana, y que respeta la libertad confesional, creo en el Estado laico. Pero creo, y por ello soy muy criticada, que cuando se produjo la separación Iglesia – Estado, la Iglesia perdió la competencia de gobernar o cogobernar, pero adquirió la responsabilidad de vigilar y actuar contra los abusos del Estado. Así, eso de que los curas y clérigos no pueden meterse en asuntos políticos y deben mantener sus bocas cerradas, eso de que la religión es como una fiesta aparte, que me perdonen algunos doctos, me parece una elaborada y supina estupidez. Muy por el contrario, en mi visión de la política, las organizaciones religiosas deben ser los grandes vigías, los incomparables defensores de la sociedad y de los derechos humanos.
Entonces, fijada mi posición, si les parece, pasemos a revisar un poco la historia, pasemos de lo general a lo particular.
La Laicidad implica la separación mutua como esferas excluyentes del campo de lo jurídico-político del Estado y de las religiones. Ello nos sitúa, más allá del ámbito institucional que delimita relaciones entre entes del Derecho Público con personalidad jurídica reconocida por el Derecho Internacional (como es el caso de la Iglesia Católica), frente a la regulación y defensa de un conjunto de prácticas y expresiones públicas que forman parte de un sistema de derechos.
La regulación de este campo supone aspectos de la vida pública de las sociedades así como las más íntimas convicciones de los ciudadanos. Ello exige que su análisis jurídico se realice a partir de varios planos.
En primer lugar, es imprescindible considerar los aspectos jurídico-institucionales expresados en el modelo de relación Iglesia-Estado. A ello hay que sumar la forma como se consagra el derecho a profesar y practicar los cultos, las regulaciones administrativas que le sean aplicables, e incluso las relaciones sociales de regulación de la vida civil cuya forma normativa influya sobre las diversas creencias.
Hagamos entonces un breve análisis a partir de los documentos constitucionales de la historia republicana (1811 a 1999) en Venezuela, así como de otras normativas que aplican a la materia.
Comencemos por una definición básica
El jurista Henry Capitant propone en 1936 una de las quizás más afortunadas definiciones que la Laicidad ha recibido desde el punto de vista de la doctrina jurídica. Para él, “la laicidad es una concepción política que implica la sociedad civil y la sociedad religiosa, no ejerciendo el Estado ningún poder religioso y las Iglesias ningún poder civil.
Vamos a detenernos un minuto en esta definición. Comencemos por destacar en ella el carácter de concepción político-constitucional del carácter laico de un determinado sistema político, coincidiendo esa concepción con los desarrollos que se generan a partir de la Constitución de los Estados Unidos de América y de la Revolución Francesa. Además, esa definición pone en relieve el carácter relacional del concepto, dado que éste no es una cosa o un lugar, sino más bien una ausencia de relación. No menos importante, dado su carácter político es ante todo la delimitación de dos géneros de poder de naturaleza esencialmente diferente y llamados a expresarse en diferentes esferas de lo social, el poder político y el poder religioso.
Algunos especialistas como Maurice Barbier, aceptando los méritos expositivos de esa definición, la critican. Barbier señala que el planteamiento de Capitant lleva a suponer una cierta oposición entre sociedad civil y sociedad religiosa, cuando lo correcto sería hablar de una separación entre el Estado y la sociedad civil, en el seno de la cual han de expresarse las religiones. Punto de vista interesante, pero que descontextualiza la definición de Capitant, dado que éste se refiere a la separación entre dos géneros de poder, ambos políticos en el sentido amplio, uno que se presenta como de origen divino y otro de origen terrenal, cuyo máximo conflicto se vivió en Europa a partir del siglo XI, con la llamada Revolución Papal y que legó a la posterior evolución de la “sociedad civil” uno de sus momentos clave de diferenciación. La segunda crítica que Barbier hace a Capitant se refiere a la insistencia en la separación de funciones específicas que opera entre las Iglesias y el Estado, cuando conviene más bien hablar de las religiones y el Estado.
Yo tiendo a coincidir con que la separación se establece no tan sólo con las Iglesias, sino con la Religión, puesto que no todas las expresiones religiosas constituyen iglesias. Además no es asunto de despachar el tema con una visión meramente de lucha entre el poder político y el poder religioso. Valga resaltar que históricamente los conflictos de poder se han articulado en torno a las instituciones eclesiales y no alrededor de universos de creencias.
La adopción de un punto de vista laico dentro de un orden jurídico-político trae consecuencias respecto del marco de actuación del Estado, el cual debe adoptar un portafolio de medidas que garanticen la igualdad de los cultos, el libre desenvolvimiento de las iglesias y movimientos religiosos y la garantía absoluta de la práctica religiosa por parte de los ciudadanos, con las limitaciones taxativamente establecidas por las Leyes.
Para Jean Rivero, la laicidad comporta para el sistema jurídico aspectos tanto positivos como negativos:
Por una parte, considera el hecho religioso como exterior al Estado, como ajeno al Estado. Esto coloca al Estado fuera de toda obediencia religiosa, obediencias que son a su vez integradas en el sector privado. Extrañas al régimen de regulación del Derecho Público, pasan a regularse entonces como son reguladas las personas del Derecho Privado.
Por otra parte, el Estado asume la obligación de asegurar y proteger la libertad de conciencia, la libertad religiosa y la libertad de culto, y se convierte en el garante de que estas libertades y de aquellas que se asocian a su ejercicio puedan ser vividas en las condiciones más plenas y como desarrollo de los derechos humanos, tanto individual como colectivamente. Y allí entramos entonces en el mundo de los derechos colectivos y difusos.
Pero hablemos del Estado según sus relaciones con la religión
La relación particular dentro de una sociedad entre el poder político y las prácticas religiosas ha sido siempre un elemento clave para el entendimiento socio-político de la sociedad. Para el análisis de la manera como se organizan las relaciones entre el Estado y las religiones, Barbier propone la siguiente diferenciación.
Cuando existe un vínculo estrecho entre el Estado y una religión particular, se describen dos subtipos:
1. La religión domina y dirige al Estado; esto es la Teocracia.
2. El Estado sostiene y controla la religión: es lo que ha dado en llamarse Estado Confesional.
Ahora bien, cuando la religión y el Estado están estrictamente separados surgen otras dos categorías:
• Cuando el Estado no interviene en materia religiosa y las confesiones no gobiernan los asuntos públicos, estamos frente al Estado laico.
• Cuando el Estado se proclama ateo y combate cualquier forma de religión, eso no es Estado Laico, puesto que hay una posición contra la religión. Esto totalitarismo antireligioso.
Toquemos ahora varios puntos relativos a las especificidades jurídicas del hecho religioso
En conjunción con la relación política, existe una serie de características propias del hecho religioso vivido socialmente, las cuales marcarán huella en las formas particulares que el derecho está obligado a considerar a la hora de regular, constituyendo la especificidad del hecho religioso, que según Rivero se expresa en los siguientes rasgos:
1. En la base de la pertenencia a una religión hay necesariamente un acto de adhesión al sistema que ella propone. Implica una escogencia libre, y en tal sentido forma parte del sistema de derecho que está articulado en torno a la libertad de opinión y a la libertad de conciencia.
Al respecto, caben algunas consideraciones. En primer lugar, la fuerza del entorno sociocultural y la adhesión a una determinada religión hace que en muchos casos la libertad de escoger libremente una creencia pueda estar sometida en los hechos a presiones, leves o insoportables, según el país y el medio en el cual se produce esa escogencia. Por otra parte, como el mismo Rivero señala, la opinión religiosa es diferente a otras opiniones tanto en cuanto constituye la creencia en algo considerado por los “fieles” un “objetivo, trascendental y superior a toda otra creencia”, con lo cual en casos extremos se hace más difícil la aceptación y respeto de opiniones distintas.
2. La adhesión a una religión supone también un conjunto de comportamientos a través de los cuales se enlazan las relaciones de los hombres con un Dios, y que se expresan en ritos, prácticas, penitencias, y un largo y complicado etcétera y también la expresión de un determinado comportamiento ético que marca de forma total la vida del creyente, para quien esas prácticas no son apenas una simple manifestación de fe, sino, mucho más trascendente aún, un misterio por medio del cual se busca la unión con Dios.
3. En casi todas las religiones las relaciones del hombre con la divinidad no son sólo individuales. Suele verificarse un carácter colectivo de los ritos de adoración que alumbran conductas y comportamientos con las cuales se presentan o dan testimonio los fieles frente a la sociedad. Así, para el Derecho no es posible tratar sus regulaciones en el campo de la libertad individual, sin examinarlas como expresión de la libertad de grupos actuantes dentro de la sociedad. De nuevo, derechos colectivos y difusos.
4. Algunas religiones se han desarrollado hasta la construcción de una sociedad religiosa altamente estructurada, organizada, regulada, jerarquizada y de toda disciplina y derecho propio que, al desplegarse dentro de un marco nacional, tiende a invadir las fronteras de actuación del Estado, generándose entonces no pocos conflictos.
5. Al afirmarse portadoras de una verdad absoluta, incontrovertible y salvadora, las grandes religiones son por diseño misioneras. La propaganda religiosa es para ellas, no sólo un derecho, sino ciertamente un deber hacía Dios y hacia los hombres. El Derecho entonces, en una sociedad verdaderamente democrática, debe desarrollar mecanismos para que esta actividad pueda ocurrir con toda libertad, pero con respeto a otros sistemas de creencias. El Estado tiene que actuar para garantizar que no haya espacio para el odio y la intolerancia.
6. El carácter integral que suelen manifestar tanto las grandes religiones monoteístas como las sectas que de ellas se derivan, puede producir choques con las leyes establecidas socialmente, a través de los mecanismos de creación del Derecho y aspectos de las creencias que se profesen. Las regulaciones de la libertad religiosa deben tomar en cuenta el deber de preservar las regulaciones públicas y buscar un equilibrio entre su propia expresión y los sistemas de creencias particulares de una persona o un colectivo.
Hablemos del nombre de Dios en la Constitución Nacional
El primer elemento que hay que tomar en consideración cuando se trata de evaluar el lugar de la religión en la vida pública tiene que ver con la presencia del nombre de Dios en la Constitución, o de su ausencia. Para el constitucionalismo moderno, la Constitución es un documento destinado a todos los ciudadanos, cualesquiera que sean sus creencias, o ausencia de ellas.
Un ejemplo por demás claro de esa posición lo hallamos en la Constitución de los Estados Unidos, cuyo llamado inicial es “Nosotros el pueblo de los Estados Unidos, a fin de formar (...) estatuimos y sancionamos esta Constitución”... Esta proclamación neutra, que no neutral ni neutralizada, refleja el pensamiento de Thomas Jefferson, quien insistía en que hay que construir un muro entre el Estado y las religiones para evitar que cualquier ciudadano pueda sufrir opresión o persecución por sus creencias. Similar argumento hallamos en la ausencia de alusiones a la religión en el juramento constitucional para el Presidente en Estados Unidos: “Juro solemnemente que desempeñaré legalmente el cargo de Presidente de los Estados Unidos y defenderé la Constitución”...”. Pero ustedes me dirán, y con razón, que en los billetes de Estados Unidos, se puede leer claramente la frase “In God we trust”, “En Dios confiamos”, lo cual es revelador de cuán capaces somos los seres humanos de vivir en la contradicción.
Muy distinto es el caso de la Declaración de los Derechos del hombre y los ciudadanos de 1789, de la Revolución Francesa, la cual es dictada “en presencia y bajo los auspicios del Ser Supremo”, fórmula que al decir de Baubérot, posee un carácter tanto religioso como consensual, dado que tal texto hizo que pudieran caber tantos católicos como creyentes de otras confesiones. Más tarde, la Constitución de 1791 cambia el enfoque y se deshace de toda religiosidad al posicionar el origen del reino de Francia en un contrato realizado con la Nación Francesa.
En el caso del devenir constitucional venezolano, hay que resaltar que la mayoría de los textos constitucionales contienen en el preámbulo una expresa invocación religiosa, con la excepción de las constituciones de 1881,1891 y 1914. La expresión más repetida es “En el nombre de Dios Todopoderoso”. Valga destacar que esa protección o ayuda es recibida según los casos, o bien por El Pueblo, o por Los Representantes, o por Los Diputados, o por La Asamblea Constituyente. También cabe resaltar que esas invocaciones, cónsonas con la concepción católica de la soberanía popular, incluyen o se acompañan de frases que tiene olor a masonería, como, Supremo Legislador del Universo, las Leyes de la Naturaleza, etc.
Otro asunto que vale la pena destacar es el referente a las juras de los funcionarios públicos. No es común en nuestras constituciones hallar fórmulas estrictas para esas juras. La Constitución de la Gran Colombia de 1821 presenta el contenido de dicho juramento, pero al no suministrar un texto estricto (Art. 185), deja abierto el camino para fórmulas con llamados vinculados a la religiosidad. Muy distinto fue el caso del juramento de obediencia a las leyes que se exigió en determinados momentos a los representantes del culto católico. Al fin y al cabo, las leyes son para todos los ciudadanos de una nación.
Preguntémonos cuál es el papel del Estado en materia religiosa y el lugar de la religión en la vida pública
Más que casos aislables, la situación debe ser vista como un devenir, como un proceso, en el cual pueden apreciarse hitos relacionados con la mayor o menor influencia de cada una de esas instituciones sobre el espacio público en momentos dados.
Hay que mirar de cerca cada situación, dado que en la vida real un Estado con las características del Estado confesional se halla bajo el influjo de la institución religiosa, la cual en no pocas ocasiones le disputa importantes espacios de poder político. Siendo el Estado protector de la fe, debe al mismo tiempo recuperar y mantener el poder que constituye su razón de ser. El mencionado “conflicto de los juramentos”, es una expresión cabal de como el Estado, aún muy identificado con un determinado sistema de creencias, actúa tratando de imponer la “razón pública”.
Las formas que puede adoptar la regulación que un Estado ejerce sobre una religión considerada como religión de la República (1811), o de los habitantes de la República, según el caso (Ley de Patronato de 1824), pueden transitar más bien hacia un estado de tolerancia hacia otras confesiones, tanto en cuanto éstas se practiquen privadamente (1864); hasta la libertad religiosa propiamente dicha, manteniendo, sin embargo, un estatus de privilegio respecto a aquélla considerada como principal institución religiosa, bajo la suprema inspección del Estado (1904); para llegar al desarrollo de un control similar sobre las expresiones religiosas en general (1911), y el impulso a la autonomía y desarrollo libre de todas las religiones y cultos.
La vigencia a lo largo de nuestra historia republicana del régimen de Patronato Eclesiástico, ha provisto el marco en el que se mueve la acción del Estado venezolano respecto a las religiones, de tal manera que las actitudes de omisión, vigilancia e intervención que describen las posibles pautas de acción de los Estados con relación a las religiones, no son distinguibles en nuestro caso. La larga vigencia del Patronato permitió apreciables diferencias en la forma en que éste fue asumido a lo largo de su permanencia.
El reconocimiento de la influencia de las Iglesias en la formación de las decisiones públicas, y en nuestro caso particular de la Iglesia Católica, ha sido importante a lo largo de la vida nacional, si bien ha estado sujeta a vaivenes. El poder social y político de la Iglesia ha sido tomado en cuenta (o se ha expresado con vehemencia), al momento de la toma de decisiones que afectan la vida social, generándose discusiones agrias al igual que otros países alrededor de “temas espinosos” de la relación Estado-Iglesia-Sociedad, tales como matrimonio, el divorcio, la contracepción, la planificación familiar, la educación y otros asuntos como la práctica o expresión religiosa en espacios y actos públicos y oficiales. Es notoria la tendencia a consultar a las iglesias en la toma de decisiones políticas e incorporarlas incluso en los procesos legislativos.
Hablemos de las libertades fundamentales y la igualdad de derechos
En este punto hay que detenerse para pensar sobre el establecimiento o la ausencia en la Constitución y las Leyes de la libertad religiosa o libertad de culto, como forma de entender cómo una sociedad practica la tolerancia y respeta la libertad de conciencia. En ese asunto hay que tomar en cuenta lo que se llama las libertades concomitantes, es decir, los derechos que pueden en un momento dado servir para viabilizar e incluso establecer la libertad en materia religiosa, y en el caso que ella se encuentre establecida, contribuir a su buen ocurrir.
El modelo clásico de esa agrupación de derechos se encuentra en la primera enmienda de la Constitución de los Estados Unidos “…el Congreso no hará Ley alguna por la que adopte una religión como oficial del Estado o se prohíba practicarla libremente, o que coarte la libertad de palabra o de imprenta o el derecho del pueblo para reunirse pacíficamente y para pedir al gobierno la reparación de agravios”.
Así, de ese modo, se integran las libertades religiosas con las de expresión del pensamiento, la de libre asociación y reunión, y también el derecho de petición formando un grupo integrado de libertades que se refuerzan unas a otras. De nuevo, derechos colectivos y difusos.
Nuestra historia constitucional comienza con una religión única y la prohibición de todo otro culto, mientras garantiza la libertad de imprenta y la de reclamo. En 1830 se incorpora la libertad de asociación, la cual a partir de 1864 se ve complementada por la libertad de reunión.
La Carta Magna de 1864 reconoce la libertad religiosa pero limita la posibilidad para otros cultos diferentes a la católica. En 1881 se elimina este añadido y a partir de 1904 aparece la potestad del Presidente para examinar los cultos, lo cual en el fondo, es una extensión práctica del derecho del Patronato que la República ejercía sobre a Iglesia Católica, extensión que se sucederá con formalidad en 1911.
En cuanto a los derechos concomitantes, éstos mantienen una línea de continuidad y desarrollo, pero valga destacar que en las Constituciones de 1928, 1931 y 1936 aparece la prohibición expresa de doctrinas y filosofías vinculadas al anarquismo, socialismo y comunismo, prohibición que desaparecerá con posterioridad del mandato constitucional. En el espíritu del constitucionalismo social latinoamericano, se suman cláusulas de derechos sociales que en algunos aspectos rozan los tradicionales temas de conflicto Iglesia-Estado.
Hablemos ahora sobre el régimen de cultos y sus bienes
El régimen de culto fue sometido a lo largo de la historia a un conjunto de regulaciones que para la religión católica, única con derecho pleno desde 1811, toman su base en el Patronato que de algún modo es el marco regulatorio en el cual se desarrolla el ejercicio del culto.
Para las otras confesiones la situación es bastante más complicada, puesto que la declaración del artículo 1 de la Constitución expresaba: “La religión católica, apostólica, romana es también la del Estado y la única exclusiva de los habitantes de Venezuela (...) omissis- “no permitirá jamás en todo el territorio de la confederación, ningún otro culto público o privado, ni doctrina contraria a Jesucristo”.
A la vez en el Art. 169 de ese texto constitucional se establecía que, “Todos los extranjeros de cualquier nación se recibirán en el Estado (...) siempre que respeten la religión católica, única del país (...)”.
Hay un claro enfrentamiento entre esa tradición religiosa heredada de la colonia y reforzada por las medidas de las autoridades coloniales destinadas a impedir la libre circulación de las ideas en la América española, y la necesidad que nacida del propio hecho de la independencia tendrá un proceso social casi determinante en lo que será la vida religiosa en la república de estreno. Así, como vemos, desde muy temprano se abre la polémica respecto a estas libertades, aunque su traducción en términos legales y constitucionales tarda en ser plasmada. Primero lo será en forma restringida y mucho después en plenitud.
El establecimiento de grupos de extranjeros con otras creencias y prácticas religiosas hará imposible la prohibición en la práctica de “otros cultos públicos o privados”, de modo que las constituciones posteriores mantienen durante décadas un notorio silencio a ese respecto, no existiendo plena certeza de cuál era la situación de los creyentes de otros cultos. Pero las necesidades del comercio habían ido creando en diferentes sitios del país núcleos de habitantes con creencias diferentes.
Hay evidencias de que para 1824 ya existía en Coro una comunidad hebrea con organización interna y con lugares privados para el culto. Para 1830 existían grupos de comerciantes en los principales puertos del país provenientes de Inglaterra y de religión protestante. Esta presencia trajo sin duda en una sociedad como la nuestra una serie de inconvenientes prácticos, dado que la organización del registro y la administración de los cementerios estaban en manos de los párrocos católicos, situación que se sorteaba a través de la intervención consular y el mantenimiento permanente como súbditos extranjeros de las familias establecidas en nuestro territorio. La Iglesia anglicana, que se establece en 1834, recoge la historia de los hostigamientos a los no-católicos por parte de la población, como el caso de los motines anti-judíos de 1831 y 1855 en Coro, azuzados por el clero y los comerciantes nativos.
Ante esta confusión, el Congreso de 1854 emite una Ley de aclaratoria según la cual se establecía que la libertad de cultos no estaba prohibida en la república. Esta declaración legislativa tiene más bien el carácter de interpretación constitucional del artículo 218, que declaraba la libertad de los extranjeros de establecerse en el país y los derechos concomitantes consagrados en la Constitución de 1830. Sorprende un texto que en lugar de declarar la existencia de la libertad de cultos establece que dicho derecho humano fundamental no está prohibido entre nosotros.
En cuanto a la situación de los ministros de culto, el marco de su actuación fue regulado en lo fundamental por las disposiciones de la Ley de Patronato. Sin embargo, otras normas constitucionales le han estado dirigidas. Así, en la Constitución de 1811 aparece la norma que prohíbe a los catequistas el sacar provecho personal de las actividades religiosas y educativas que llevaban a cabo en detrimento de los derechos de los indígenas que les eran sometidos. En ese mismo instrumento normativo se suprime el fuero del que disfrutaban los miembros del clero, artículo que desencadenó un apreciable grupo de votos salvados en esa Asamblea Constituyente. De igual manera las primeras constituciones del siglo XIX otorgan a las Diputaciones Provinciales o Municipios competencia para incoar procesos a aquello sacerdotes que no cumplan a cabalidad con los deberes de su ministerio. De igual manera durante el siglo XX en varios textos constitucionales se establece como atribución del Presidente de la República el prohibir la entrada al país de religiosos extranjeros.
Las reglas de las incompatibilidades entre el ejercicio de las funciones públicas y el carácter de ministro ordenado del culto, que es piedra angular de muchas legislaciones extranjeras, es muy limitado entre nosotros, y aparece entre 1909 y 1947 limitadas tan sólo a la exigencia de estado seglar para el Presidente de la República. La Constitución de 1947, incluye esta exigencia para los Ministros de Estado, los Magistrados de la Corte Suprema y el Procurador de la República, manteniéndose ese requisito en la Carta de 1953; en la de 1961 se exige para los Ministros y el Presidente, mientras que la Constitución de 1999 la exige sólo para el caso del Presidente y Vicepresidente de la República.
El régimen de los bienes destinados al culto y del mantenimiento de los ministros y de las actividades de la Iglesia se enmarcan, claro está, dentro del régimen especial previsto en la Ley de Patronato, y posteriormente en el Convenio de 1964. Sin embargo, la manera de percibirlo fue siempre punto de discordia entre un Estado empeñado a veces desesperadamente en establecer y organizar sus finanzas y estabilizar su poder político, y la proliferación de recaudaciones, cuyo cálculo de montos, momento y forma de recaudar permanecían en manos de la Iglesia. De allí que durante el siglo XIX, cada medida que el Estado emprendía con ese fin era motivo de controversias y terribles tensiones entre la Iglesia y el gobierno de turno.
Hablemos un poco sobre el tema de la Iglesia y los llamados servicios públicos
La importancia de la consideración de este aspecto tiene particular interés en los países de tradición católica, donde una parte importante de los servicios que hoy en día presta el Estado, de una manera indeclinable en ciertos casos, fueron desarrollados y asumidos por la estructura de la Iglesia católica. Baste señalar el menos polémico de ellos, como era el mantenimiento y fomento de hospitales en los principales poblados. Otros tocan fronteras mucho más conflictivas que colocan, a medida que el Estado republicano se desarrolla, a los párrocos y otros hombres de Iglesia como servidores públicos, y por lo tanto, obligados a la obediencia, a jurar ante las autoridades. Ello generara conflictos que empujan hacia la secularización del aparato del Estado.
En el apéndice sobre el Poder Moral de la Constitución de 1819, Bolívar, un entiende la importancia de la estructura administrativa que posee la Iglesia católica a lo largo y ancho del país, cuando sugiere que la supervisión del deber de educación debe estar, entre otros, en manos del párroco, quien al poseer la información completa sobre el niño puede constatar de manera directa si se cumple o no con esa disposición.
De igual manera, el hoy llamado Registro Civil dependía en forma exclusiva de los registros parroquiales, constituyendo un problema cuando nacían en el país hijos de padres extranjeros de fe diferente a la católica, quienes debían permanecer como extranjeros dado que eran registrados consularmente. Estos problemas se irían agravando: a medida que las Leyes que regulan el matrimonio incluyeron la adopción del matrimonio civil y posteriormente el divorcio, imponían la necesidad de un registro del Estado Civil público.
Otra de las funciones de la Iglesia era la de administrar los camposantos que solían estar a la vera de los templos. Aquí se planteaban graves conflictos, incluso con repercusiones diplomáticas, cuando los párrocos se negaban a dejar descansar en tierra consagrada a herejes e infieles, generándose conflictos entre los poderes públicos y la Iglesia, lo cual obligo a la secularización de ese servicio.
Otro de aspecto conflictivo es el relativo a la educación. Desde muy temprano en la vida republicana el Estado reconoce su responsabilidad en materia educativa (con apogeo en el período de Guzmán Blanco), y reconoce de igual forma la libertad de enseñanza dentro de los parámetros establecidos en la Constitución y las Leyes. Y no nos caigamos a muelas, como se dice coloquialmente, los gobernantes vieron en la educación un espacio donde fertilizar sus apetencias de poder, y no tan sólo la oportunidad para cumplir con su deber de desarrollar intelectualmente al país.
Tratemos el tema de las relaciones con El Vaticano
Después de unos comienzos de gran dificultad cuyo origen se encuentra en la Bula Papal que condena la Independencia y pide obediencia a los americanos al imperio español, la Constitución de 1811, pide afincar la relación a través de los prelados nacionales en 1824, y en el momento de la unión gran-colombiana se dicta la Ley de Patronato, que reguló el funcionamiento de la Iglesia católica venezolana a lo largo de más de 153 años. La relación con el Vaticano quiso ser normada por un Concordato en el año 1862, conocido con el nombre de Convenio Guevara-Antonelli, cuyo perfeccionamiento jurídico no se llegó a terminar.
En 1964 se firma el Convenio entre la Santa Sede y la República de Venezuela, para regir las relaciones entre Venezuela y el Vaticano. Este convenio sustituye como instrumento primario de regulación a la Ley de Patronato del 18 de julio de 1824 y está vigente.
¿Y qué está pasando ahora?
Ustedes se preguntarán qué tiene en mente el gobierno actual en torno al tema de la Iglesia. Pues lo que siempre han tratado de hacer los regímenes orientados hacia el poder: desplazar a la Iglesia del ámbito de sociabilización. Lo hace disfrazándose con el ropaje de cierto fanatismo religioso, que confunde a la gente y muy en particular a los sectores populares. Eso es evidente en su discurso y en los gestos. Mucha “persignadera”, mucha biblia, mucho crucifijo. Pero mientras se dan golpes de pecho, pues elaboraron una ley como la de Educación que, según se interprete, puede significar la deportación, la anulación, el destierro de Dios de la educación, sea Dios Padre, Cristo, Jehova o Alá.
Y en tanto eso ocurre, se fertiliza la paganización, convenientemente dándole a las sectas casi la misma jerarquía que a las iglesias. Florece la santería y los “agentes religiosos libres”.
Y hace pocos días vimos con estupor cómo un musiquito de poca monta, armado de un virulento verbo, tomó el Credo, una de las oraciones fundamentales del cristianismo, y lo masacró convirtiéndolo en una pagana oda al presidente de la república. Y ello ocurrió en un acto público, transmitido por el “canal de todos los venezolanos”, con el auspicio, patrocinio y aplauso del mismísimo señor Presidente. A ese punto de degradación e irrespeto hemos llegado.
Este gobierno, que no se comporta como gobierno sino más bien como régimen de ocupación, no practica ni propulsa el Estado laico. Este gobierno es pura y simplemente anticlerical.
Señores, una cosa es la separación entre la Iglesia y el Estado y otra, muy distinta, la pretensión de relegar a la religión a un claustro, más bien “ghetto”, y castrar su práctica y su expresión pública. Como parte de la sociedad democrática y plural, los cristianos, los judíos, los musulmanes, los hinduistas, los budistas (y en general las gentes que todas las confesiones) tenemos derecho en Venezuela a profesar nuestra fe, tenemos derecho a hablar, a practicar nuestra religión públicamente y sin ningún tipo de cortapisas. Pero más aun, y esto lo digo con el mayor respeto, la Iglesia católica y sus entes de autoridad tienen mucho que decir porque al fin y a al cabo la cultura del país es mayoritariamente católica y respetuosa de la diversidad confesional.
Si en las altas esferas del poder creen que nos van a callar porque se nos insulte y los prelados sean objeto de toda suerte de improperios y puñaladas traperas, pues yerran quienes supongan que se puede triturar nuestra fe. SI creen que nos vamos a convertir en violentos, pues no, eso no va a ocurrir. Nuestras convicciones se solidifican en momentos de adversidad.
Ya termino y no los aburro más. Pero cierro con mi parecer, que estoy dispuesta a defender con los argumentos de la razón y de la fe: las sociedades paganizadas por los políticos se convierten en entes serviles de deidades y objeto de todo tipo de manipulaciones. Y eso es intolerable. Las iglesias tienen el deber espiritual, ético y moral de no dejarse pintar en la pared. Y no me refiero tan sólo a las autoridades eclesiásticas; me refiero también a nosotros, a los feligreses, a quienes con demasiada frecuencia y acaso por comodidad se nos olvida que tenemos responsabilidades y deberes, y creemos que las luchas las tienen que dar otros, los que tiene hábito o sotana.
Este librito que ese señor cuyo nombre prefiero no mencionar blande cual Lucifer con su espada, este librito aprobado por referéndum popular en 1999 y refrendado por el pueblo en 2007 cuando mayoritariamente votó No ante la propuesta de unas reformas insensatas, no dice por ninguna parte que el venezolano tiene que tolerar un Estado anticlerical o la paganización de la sociedad. Este librito, al que con suerte en un futuro no muy lejano habremos de hacerle algunos ajustes y reformas para curar sus “defectos de fábrica”, no dice por ninguna parte que el estado venezolano sea teocrático, ni pagano, ni que pueda castrarnos espiritualmente. Dice que somos libres, que tenemos derechos, derechos que son inalienables e irrenunciables.
Concluyo citando a Simón José Antonio de la Santísima Trinidad Bolívar y Palacios, El Libertador, quien en carta al sacerdote Justiniano Gutiérrez fechada en Bogotá en octubre de 1828, escribe: “sin la conciencia de la religión, la moral carece de base”.
Y yo digo Amén.
Buenas tardes y muchas gracias por haberme invitado a conversar con ustedes sobre un tema que realmente me apasiona. No soy tan experta como quisiera serlo. Pero, como en casi todo en la vida, cuando uno se siente atraído por un asunto, pues busca, y quien busca, encuentra la manera de enterarse.
En una veintena de lenguas antiguas, delito y pecado son una sola palabra. Eso puede darnos una idea de cuánto para el ser humano la ética y la moral constituyen asuntos del intelecto y del espíritu, aunque algunos pretendan negarlo.
De los textos religiosos, sea la Torá, el Pentateuco, el Nuevo Testamento o el Corán, se han derivado razonamientos que han nutrido las bibliotecas del derecho. La religión, cualquiera que ella sea, existe desde que el ser humano existe. Lo mismo ocurre con la sociedad y con el estado y, por supuesto, con el derecho.
Los estados teocráticos operaron en el planeta buena parte del tiempo que tenemos los seres humanos danzando sobre la Tierra. Los reyes, príncipes, emperadores o, en fin, los monarcas de las civilizaciones antiguas eran, a su vez, dioses, hijos de los dioses o representantes de ellos. Esos monarcas, esos jefes de Estado tenían, además de la responsabilidad de gobernar lo terrenal, el inmenso peso de ser tutores de los asuntos del alma.
Hoy, en este mundo del tercer milenio de la era de Cristo, quedan pocos estados teocráticos, y los que quedan son criticados o cuestionados o están en proceso de auto-revisión. Es el caso de los talibanes que gobernaron Afganistán y que están cometiendo toda clase de crímenes en esa zona del mundo, con intenciones de recuperar el poder perdido. Dios proteja a esas gentes de los comportamientos salvajes. Y también está el caso de Irán, cuyo análisis sería motivo por sí sólo de una charla, y hasta unas jornadas.
El alma. Ah, los ateos dicen que Dios no existe. Que es un invento humano. Pero, curiosamente, no se ponen de acuerdo sobre la existencia o no del alma. Los ateos son y siempre han sido, por cierto, un grupo cuantitativamente minoritario. Importante y en muchas ocasiones mandón y autoritario, pero minoritario. En tiempos pretéritos, antes de la separación de Estado e Iglesia, el ser ateo era un delito porque era un pecado. A partir de la Revolución Francesa, eso cambió, y cambió para bien, y ojalá para siempre.
Pero que ese cambio haya sido para bien no quiere decir en modo alguno que no haya sido aprovechado por algunos para su propio y malsano beneficio.
Paul Cliteur, catedrático de Jurisprudencia de la Universidad de Leiden de los Países Bajos, en su libro Esperanto moral marca cinco modelos en la relación entre el Estado y la religión:
Está el Estado ateo o ateísmo político o totalitario, que es cuando el ateísmo es la doctrina estatal. La Unión Soviética, creada en 1917, fue el primer estado ateo y sus defensores ideológicos fueron Lenin y Stalin.
Está el Estado laico o religiosamente neutral. El Estado admite todas las religiones pero no apoya ni financia a ninguna. Hay varios modelos, entre ellos la laicité francesa, la Wall of Separation de Estados Unidos y el modelo turco.
También está el Estado multireligioso o multicultural. El Estado ayuda y financia a todas las religiones por igual. Mantiene a sus clérigos, sus templos y sus actividades. Este modelo se reivindica, fundamentalmente, por religiones que se encuentran en minoría en distintos países.
Una cuarta categoría es la del Estado que tiene una Iglesia oficial. El Estado e Iglesia colaboran estrechamente en tareas de gobierno y mantenimiento del orden público. Se toleran otras iglesias pero no se financian. Este modelo junto con el siguiente, en distinto grado, se reivindican por las jerarquías y grupos fundamentalistas del catolicismo, islam y el judaísmo.
Y está también la Teocracia, que es el sistema opuesto al ateísmo político. Una sola religión es favorecida, se aplican las leyes que conciernen a esa religión y las otras religiones son suprimidas. Se mantiene en Arabia Saudí y se instauró en el poder en Irán a partir de 1979; Sudán y Afganistán no logran deshacerse de este sistema y en casi todos los países musulmanes se aplica en cierta manera, con la excepción de Turquía, que es el único estado laico del mundo musulmán.
Para Cliteur, y yo concuerdo con él, la teocracia es tan mala como el ateísmo político o totalitario. En realidad, vienen a ser lo mismo.
Ahora bien, el concepto o la determinación de que el Estado sea laico no pueden ni deben ser confundidos con el ateísmo, o con un Estado que promueva la “paganización” de la sociedad. La laicidad es buena y conveniente, y hace que las sociedades encuentren el camino hacia la democracia, sin estrellarse contra los muros de los teócratas y los fundamentalistas que a estas alturas aún siguen creyendo que los infieles deben ser tratados como descastados.
Pero a no enredarnos ni confundirnos en errores. Que el estado sea laico no le otorga competencias para decidir los asuntos espirituales de los seres humanos y las sociedades. Si los estados teocráticos son una especie en extinción y no están presentes en el hemisferio occidental, lo que sí abunda por estas latitudes es la implantación de mentalidades políticas que buscan poner de lado a las iglesias, sofocarlas, acallarlas, sacarlas de las tribunas sociales, no porque quienes ideen esos perversos planes sean ateos – aunque algunos quizás lo sean- sino más bien, o peor, para apropiarse convenientemente de la relación espiritual con los habitantes de sus países.
Me explico. Una sociedad en la que la Iglesia sea maniatada, donde las gentes tengan que profesar su fe en la oscuridad de lo clandestino, donde la espiritualidad formal sea relegada a estado de sitio, pues es una sociedad en la que algunos encontrarán espacio libre para erigirse en suerte de deidades con las que el pueblo pueda relacionarse de manera vertical y no horizontal.
Yo, como ciudadano, como político y como ser humano que profesa la fe cristiana, católica, apostólica y romana, y que respeta la libertad confesional, creo en el Estado laico. Pero creo, y por ello soy muy criticada, que cuando se produjo la separación Iglesia – Estado, la Iglesia perdió la competencia de gobernar o cogobernar, pero adquirió la responsabilidad de vigilar y actuar contra los abusos del Estado. Así, eso de que los curas y clérigos no pueden meterse en asuntos políticos y deben mantener sus bocas cerradas, eso de que la religión es como una fiesta aparte, que me perdonen algunos doctos, me parece una elaborada y supina estupidez. Muy por el contrario, en mi visión de la política, las organizaciones religiosas deben ser los grandes vigías, los incomparables defensores de la sociedad y de los derechos humanos.
Entonces, fijada mi posición, si les parece, pasemos a revisar un poco la historia, pasemos de lo general a lo particular.
La Laicidad implica la separación mutua como esferas excluyentes del campo de lo jurídico-político del Estado y de las religiones. Ello nos sitúa, más allá del ámbito institucional que delimita relaciones entre entes del Derecho Público con personalidad jurídica reconocida por el Derecho Internacional (como es el caso de la Iglesia Católica), frente a la regulación y defensa de un conjunto de prácticas y expresiones públicas que forman parte de un sistema de derechos.
La regulación de este campo supone aspectos de la vida pública de las sociedades así como las más íntimas convicciones de los ciudadanos. Ello exige que su análisis jurídico se realice a partir de varios planos.
En primer lugar, es imprescindible considerar los aspectos jurídico-institucionales expresados en el modelo de relación Iglesia-Estado. A ello hay que sumar la forma como se consagra el derecho a profesar y practicar los cultos, las regulaciones administrativas que le sean aplicables, e incluso las relaciones sociales de regulación de la vida civil cuya forma normativa influya sobre las diversas creencias.
Hagamos entonces un breve análisis a partir de los documentos constitucionales de la historia republicana (1811 a 1999) en Venezuela, así como de otras normativas que aplican a la materia.
Comencemos por una definición básica
El jurista Henry Capitant propone en 1936 una de las quizás más afortunadas definiciones que la Laicidad ha recibido desde el punto de vista de la doctrina jurídica. Para él, “la laicidad es una concepción política que implica la sociedad civil y la sociedad religiosa, no ejerciendo el Estado ningún poder religioso y las Iglesias ningún poder civil.
Vamos a detenernos un minuto en esta definición. Comencemos por destacar en ella el carácter de concepción político-constitucional del carácter laico de un determinado sistema político, coincidiendo esa concepción con los desarrollos que se generan a partir de la Constitución de los Estados Unidos de América y de la Revolución Francesa. Además, esa definición pone en relieve el carácter relacional del concepto, dado que éste no es una cosa o un lugar, sino más bien una ausencia de relación. No menos importante, dado su carácter político es ante todo la delimitación de dos géneros de poder de naturaleza esencialmente diferente y llamados a expresarse en diferentes esferas de lo social, el poder político y el poder religioso.
Algunos especialistas como Maurice Barbier, aceptando los méritos expositivos de esa definición, la critican. Barbier señala que el planteamiento de Capitant lleva a suponer una cierta oposición entre sociedad civil y sociedad religiosa, cuando lo correcto sería hablar de una separación entre el Estado y la sociedad civil, en el seno de la cual han de expresarse las religiones. Punto de vista interesante, pero que descontextualiza la definición de Capitant, dado que éste se refiere a la separación entre dos géneros de poder, ambos políticos en el sentido amplio, uno que se presenta como de origen divino y otro de origen terrenal, cuyo máximo conflicto se vivió en Europa a partir del siglo XI, con la llamada Revolución Papal y que legó a la posterior evolución de la “sociedad civil” uno de sus momentos clave de diferenciación. La segunda crítica que Barbier hace a Capitant se refiere a la insistencia en la separación de funciones específicas que opera entre las Iglesias y el Estado, cuando conviene más bien hablar de las religiones y el Estado.
Yo tiendo a coincidir con que la separación se establece no tan sólo con las Iglesias, sino con la Religión, puesto que no todas las expresiones religiosas constituyen iglesias. Además no es asunto de despachar el tema con una visión meramente de lucha entre el poder político y el poder religioso. Valga resaltar que históricamente los conflictos de poder se han articulado en torno a las instituciones eclesiales y no alrededor de universos de creencias.
La adopción de un punto de vista laico dentro de un orden jurídico-político trae consecuencias respecto del marco de actuación del Estado, el cual debe adoptar un portafolio de medidas que garanticen la igualdad de los cultos, el libre desenvolvimiento de las iglesias y movimientos religiosos y la garantía absoluta de la práctica religiosa por parte de los ciudadanos, con las limitaciones taxativamente establecidas por las Leyes.
Para Jean Rivero, la laicidad comporta para el sistema jurídico aspectos tanto positivos como negativos:
Por una parte, considera el hecho religioso como exterior al Estado, como ajeno al Estado. Esto coloca al Estado fuera de toda obediencia religiosa, obediencias que son a su vez integradas en el sector privado. Extrañas al régimen de regulación del Derecho Público, pasan a regularse entonces como son reguladas las personas del Derecho Privado.
Por otra parte, el Estado asume la obligación de asegurar y proteger la libertad de conciencia, la libertad religiosa y la libertad de culto, y se convierte en el garante de que estas libertades y de aquellas que se asocian a su ejercicio puedan ser vividas en las condiciones más plenas y como desarrollo de los derechos humanos, tanto individual como colectivamente. Y allí entramos entonces en el mundo de los derechos colectivos y difusos.
Pero hablemos del Estado según sus relaciones con la religión
La relación particular dentro de una sociedad entre el poder político y las prácticas religiosas ha sido siempre un elemento clave para el entendimiento socio-político de la sociedad. Para el análisis de la manera como se organizan las relaciones entre el Estado y las religiones, Barbier propone la siguiente diferenciación.
Cuando existe un vínculo estrecho entre el Estado y una religión particular, se describen dos subtipos:
1. La religión domina y dirige al Estado; esto es la Teocracia.
2. El Estado sostiene y controla la religión: es lo que ha dado en llamarse Estado Confesional.
Ahora bien, cuando la religión y el Estado están estrictamente separados surgen otras dos categorías:
• Cuando el Estado no interviene en materia religiosa y las confesiones no gobiernan los asuntos públicos, estamos frente al Estado laico.
• Cuando el Estado se proclama ateo y combate cualquier forma de religión, eso no es Estado Laico, puesto que hay una posición contra la religión. Esto totalitarismo antireligioso.
Toquemos ahora varios puntos relativos a las especificidades jurídicas del hecho religioso
En conjunción con la relación política, existe una serie de características propias del hecho religioso vivido socialmente, las cuales marcarán huella en las formas particulares que el derecho está obligado a considerar a la hora de regular, constituyendo la especificidad del hecho religioso, que según Rivero se expresa en los siguientes rasgos:
1. En la base de la pertenencia a una religión hay necesariamente un acto de adhesión al sistema que ella propone. Implica una escogencia libre, y en tal sentido forma parte del sistema de derecho que está articulado en torno a la libertad de opinión y a la libertad de conciencia.
Al respecto, caben algunas consideraciones. En primer lugar, la fuerza del entorno sociocultural y la adhesión a una determinada religión hace que en muchos casos la libertad de escoger libremente una creencia pueda estar sometida en los hechos a presiones, leves o insoportables, según el país y el medio en el cual se produce esa escogencia. Por otra parte, como el mismo Rivero señala, la opinión religiosa es diferente a otras opiniones tanto en cuanto constituye la creencia en algo considerado por los “fieles” un “objetivo, trascendental y superior a toda otra creencia”, con lo cual en casos extremos se hace más difícil la aceptación y respeto de opiniones distintas.
2. La adhesión a una religión supone también un conjunto de comportamientos a través de los cuales se enlazan las relaciones de los hombres con un Dios, y que se expresan en ritos, prácticas, penitencias, y un largo y complicado etcétera y también la expresión de un determinado comportamiento ético que marca de forma total la vida del creyente, para quien esas prácticas no son apenas una simple manifestación de fe, sino, mucho más trascendente aún, un misterio por medio del cual se busca la unión con Dios.
3. En casi todas las religiones las relaciones del hombre con la divinidad no son sólo individuales. Suele verificarse un carácter colectivo de los ritos de adoración que alumbran conductas y comportamientos con las cuales se presentan o dan testimonio los fieles frente a la sociedad. Así, para el Derecho no es posible tratar sus regulaciones en el campo de la libertad individual, sin examinarlas como expresión de la libertad de grupos actuantes dentro de la sociedad. De nuevo, derechos colectivos y difusos.
4. Algunas religiones se han desarrollado hasta la construcción de una sociedad religiosa altamente estructurada, organizada, regulada, jerarquizada y de toda disciplina y derecho propio que, al desplegarse dentro de un marco nacional, tiende a invadir las fronteras de actuación del Estado, generándose entonces no pocos conflictos.
5. Al afirmarse portadoras de una verdad absoluta, incontrovertible y salvadora, las grandes religiones son por diseño misioneras. La propaganda religiosa es para ellas, no sólo un derecho, sino ciertamente un deber hacía Dios y hacia los hombres. El Derecho entonces, en una sociedad verdaderamente democrática, debe desarrollar mecanismos para que esta actividad pueda ocurrir con toda libertad, pero con respeto a otros sistemas de creencias. El Estado tiene que actuar para garantizar que no haya espacio para el odio y la intolerancia.
6. El carácter integral que suelen manifestar tanto las grandes religiones monoteístas como las sectas que de ellas se derivan, puede producir choques con las leyes establecidas socialmente, a través de los mecanismos de creación del Derecho y aspectos de las creencias que se profesen. Las regulaciones de la libertad religiosa deben tomar en cuenta el deber de preservar las regulaciones públicas y buscar un equilibrio entre su propia expresión y los sistemas de creencias particulares de una persona o un colectivo.
Hablemos del nombre de Dios en la Constitución Nacional
El primer elemento que hay que tomar en consideración cuando se trata de evaluar el lugar de la religión en la vida pública tiene que ver con la presencia del nombre de Dios en la Constitución, o de su ausencia. Para el constitucionalismo moderno, la Constitución es un documento destinado a todos los ciudadanos, cualesquiera que sean sus creencias, o ausencia de ellas.
Un ejemplo por demás claro de esa posición lo hallamos en la Constitución de los Estados Unidos, cuyo llamado inicial es “Nosotros el pueblo de los Estados Unidos, a fin de formar (...) estatuimos y sancionamos esta Constitución”... Esta proclamación neutra, que no neutral ni neutralizada, refleja el pensamiento de Thomas Jefferson, quien insistía en que hay que construir un muro entre el Estado y las religiones para evitar que cualquier ciudadano pueda sufrir opresión o persecución por sus creencias. Similar argumento hallamos en la ausencia de alusiones a la religión en el juramento constitucional para el Presidente en Estados Unidos: “Juro solemnemente que desempeñaré legalmente el cargo de Presidente de los Estados Unidos y defenderé la Constitución”...”. Pero ustedes me dirán, y con razón, que en los billetes de Estados Unidos, se puede leer claramente la frase “In God we trust”, “En Dios confiamos”, lo cual es revelador de cuán capaces somos los seres humanos de vivir en la contradicción.
Muy distinto es el caso de la Declaración de los Derechos del hombre y los ciudadanos de 1789, de la Revolución Francesa, la cual es dictada “en presencia y bajo los auspicios del Ser Supremo”, fórmula que al decir de Baubérot, posee un carácter tanto religioso como consensual, dado que tal texto hizo que pudieran caber tantos católicos como creyentes de otras confesiones. Más tarde, la Constitución de 1791 cambia el enfoque y se deshace de toda religiosidad al posicionar el origen del reino de Francia en un contrato realizado con la Nación Francesa.
En el caso del devenir constitucional venezolano, hay que resaltar que la mayoría de los textos constitucionales contienen en el preámbulo una expresa invocación religiosa, con la excepción de las constituciones de 1881,1891 y 1914. La expresión más repetida es “En el nombre de Dios Todopoderoso”. Valga destacar que esa protección o ayuda es recibida según los casos, o bien por El Pueblo, o por Los Representantes, o por Los Diputados, o por La Asamblea Constituyente. También cabe resaltar que esas invocaciones, cónsonas con la concepción católica de la soberanía popular, incluyen o se acompañan de frases que tiene olor a masonería, como, Supremo Legislador del Universo, las Leyes de la Naturaleza, etc.
Otro asunto que vale la pena destacar es el referente a las juras de los funcionarios públicos. No es común en nuestras constituciones hallar fórmulas estrictas para esas juras. La Constitución de la Gran Colombia de 1821 presenta el contenido de dicho juramento, pero al no suministrar un texto estricto (Art. 185), deja abierto el camino para fórmulas con llamados vinculados a la religiosidad. Muy distinto fue el caso del juramento de obediencia a las leyes que se exigió en determinados momentos a los representantes del culto católico. Al fin y al cabo, las leyes son para todos los ciudadanos de una nación.
Preguntémonos cuál es el papel del Estado en materia religiosa y el lugar de la religión en la vida pública
Más que casos aislables, la situación debe ser vista como un devenir, como un proceso, en el cual pueden apreciarse hitos relacionados con la mayor o menor influencia de cada una de esas instituciones sobre el espacio público en momentos dados.
Hay que mirar de cerca cada situación, dado que en la vida real un Estado con las características del Estado confesional se halla bajo el influjo de la institución religiosa, la cual en no pocas ocasiones le disputa importantes espacios de poder político. Siendo el Estado protector de la fe, debe al mismo tiempo recuperar y mantener el poder que constituye su razón de ser. El mencionado “conflicto de los juramentos”, es una expresión cabal de como el Estado, aún muy identificado con un determinado sistema de creencias, actúa tratando de imponer la “razón pública”.
Las formas que puede adoptar la regulación que un Estado ejerce sobre una religión considerada como religión de la República (1811), o de los habitantes de la República, según el caso (Ley de Patronato de 1824), pueden transitar más bien hacia un estado de tolerancia hacia otras confesiones, tanto en cuanto éstas se practiquen privadamente (1864); hasta la libertad religiosa propiamente dicha, manteniendo, sin embargo, un estatus de privilegio respecto a aquélla considerada como principal institución religiosa, bajo la suprema inspección del Estado (1904); para llegar al desarrollo de un control similar sobre las expresiones religiosas en general (1911), y el impulso a la autonomía y desarrollo libre de todas las religiones y cultos.
La vigencia a lo largo de nuestra historia republicana del régimen de Patronato Eclesiástico, ha provisto el marco en el que se mueve la acción del Estado venezolano respecto a las religiones, de tal manera que las actitudes de omisión, vigilancia e intervención que describen las posibles pautas de acción de los Estados con relación a las religiones, no son distinguibles en nuestro caso. La larga vigencia del Patronato permitió apreciables diferencias en la forma en que éste fue asumido a lo largo de su permanencia.
El reconocimiento de la influencia de las Iglesias en la formación de las decisiones públicas, y en nuestro caso particular de la Iglesia Católica, ha sido importante a lo largo de la vida nacional, si bien ha estado sujeta a vaivenes. El poder social y político de la Iglesia ha sido tomado en cuenta (o se ha expresado con vehemencia), al momento de la toma de decisiones que afectan la vida social, generándose discusiones agrias al igual que otros países alrededor de “temas espinosos” de la relación Estado-Iglesia-Sociedad, tales como matrimonio, el divorcio, la contracepción, la planificación familiar, la educación y otros asuntos como la práctica o expresión religiosa en espacios y actos públicos y oficiales. Es notoria la tendencia a consultar a las iglesias en la toma de decisiones políticas e incorporarlas incluso en los procesos legislativos.
Hablemos de las libertades fundamentales y la igualdad de derechos
En este punto hay que detenerse para pensar sobre el establecimiento o la ausencia en la Constitución y las Leyes de la libertad religiosa o libertad de culto, como forma de entender cómo una sociedad practica la tolerancia y respeta la libertad de conciencia. En ese asunto hay que tomar en cuenta lo que se llama las libertades concomitantes, es decir, los derechos que pueden en un momento dado servir para viabilizar e incluso establecer la libertad en materia religiosa, y en el caso que ella se encuentre establecida, contribuir a su buen ocurrir.
El modelo clásico de esa agrupación de derechos se encuentra en la primera enmienda de la Constitución de los Estados Unidos “…el Congreso no hará Ley alguna por la que adopte una religión como oficial del Estado o se prohíba practicarla libremente, o que coarte la libertad de palabra o de imprenta o el derecho del pueblo para reunirse pacíficamente y para pedir al gobierno la reparación de agravios”.
Así, de ese modo, se integran las libertades religiosas con las de expresión del pensamiento, la de libre asociación y reunión, y también el derecho de petición formando un grupo integrado de libertades que se refuerzan unas a otras. De nuevo, derechos colectivos y difusos.
Nuestra historia constitucional comienza con una religión única y la prohibición de todo otro culto, mientras garantiza la libertad de imprenta y la de reclamo. En 1830 se incorpora la libertad de asociación, la cual a partir de 1864 se ve complementada por la libertad de reunión.
La Carta Magna de 1864 reconoce la libertad religiosa pero limita la posibilidad para otros cultos diferentes a la católica. En 1881 se elimina este añadido y a partir de 1904 aparece la potestad del Presidente para examinar los cultos, lo cual en el fondo, es una extensión práctica del derecho del Patronato que la República ejercía sobre a Iglesia Católica, extensión que se sucederá con formalidad en 1911.
En cuanto a los derechos concomitantes, éstos mantienen una línea de continuidad y desarrollo, pero valga destacar que en las Constituciones de 1928, 1931 y 1936 aparece la prohibición expresa de doctrinas y filosofías vinculadas al anarquismo, socialismo y comunismo, prohibición que desaparecerá con posterioridad del mandato constitucional. En el espíritu del constitucionalismo social latinoamericano, se suman cláusulas de derechos sociales que en algunos aspectos rozan los tradicionales temas de conflicto Iglesia-Estado.
Hablemos ahora sobre el régimen de cultos y sus bienes
El régimen de culto fue sometido a lo largo de la historia a un conjunto de regulaciones que para la religión católica, única con derecho pleno desde 1811, toman su base en el Patronato que de algún modo es el marco regulatorio en el cual se desarrolla el ejercicio del culto.
Para las otras confesiones la situación es bastante más complicada, puesto que la declaración del artículo 1 de la Constitución expresaba: “La religión católica, apostólica, romana es también la del Estado y la única exclusiva de los habitantes de Venezuela (...) omissis- “no permitirá jamás en todo el territorio de la confederación, ningún otro culto público o privado, ni doctrina contraria a Jesucristo”.
A la vez en el Art. 169 de ese texto constitucional se establecía que, “Todos los extranjeros de cualquier nación se recibirán en el Estado (...) siempre que respeten la religión católica, única del país (...)”.
Hay un claro enfrentamiento entre esa tradición religiosa heredada de la colonia y reforzada por las medidas de las autoridades coloniales destinadas a impedir la libre circulación de las ideas en la América española, y la necesidad que nacida del propio hecho de la independencia tendrá un proceso social casi determinante en lo que será la vida religiosa en la república de estreno. Así, como vemos, desde muy temprano se abre la polémica respecto a estas libertades, aunque su traducción en términos legales y constitucionales tarda en ser plasmada. Primero lo será en forma restringida y mucho después en plenitud.
El establecimiento de grupos de extranjeros con otras creencias y prácticas religiosas hará imposible la prohibición en la práctica de “otros cultos públicos o privados”, de modo que las constituciones posteriores mantienen durante décadas un notorio silencio a ese respecto, no existiendo plena certeza de cuál era la situación de los creyentes de otros cultos. Pero las necesidades del comercio habían ido creando en diferentes sitios del país núcleos de habitantes con creencias diferentes.
Hay evidencias de que para 1824 ya existía en Coro una comunidad hebrea con organización interna y con lugares privados para el culto. Para 1830 existían grupos de comerciantes en los principales puertos del país provenientes de Inglaterra y de religión protestante. Esta presencia trajo sin duda en una sociedad como la nuestra una serie de inconvenientes prácticos, dado que la organización del registro y la administración de los cementerios estaban en manos de los párrocos católicos, situación que se sorteaba a través de la intervención consular y el mantenimiento permanente como súbditos extranjeros de las familias establecidas en nuestro territorio. La Iglesia anglicana, que se establece en 1834, recoge la historia de los hostigamientos a los no-católicos por parte de la población, como el caso de los motines anti-judíos de 1831 y 1855 en Coro, azuzados por el clero y los comerciantes nativos.
Ante esta confusión, el Congreso de 1854 emite una Ley de aclaratoria según la cual se establecía que la libertad de cultos no estaba prohibida en la república. Esta declaración legislativa tiene más bien el carácter de interpretación constitucional del artículo 218, que declaraba la libertad de los extranjeros de establecerse en el país y los derechos concomitantes consagrados en la Constitución de 1830. Sorprende un texto que en lugar de declarar la existencia de la libertad de cultos establece que dicho derecho humano fundamental no está prohibido entre nosotros.
En cuanto a la situación de los ministros de culto, el marco de su actuación fue regulado en lo fundamental por las disposiciones de la Ley de Patronato. Sin embargo, otras normas constitucionales le han estado dirigidas. Así, en la Constitución de 1811 aparece la norma que prohíbe a los catequistas el sacar provecho personal de las actividades religiosas y educativas que llevaban a cabo en detrimento de los derechos de los indígenas que les eran sometidos. En ese mismo instrumento normativo se suprime el fuero del que disfrutaban los miembros del clero, artículo que desencadenó un apreciable grupo de votos salvados en esa Asamblea Constituyente. De igual manera las primeras constituciones del siglo XIX otorgan a las Diputaciones Provinciales o Municipios competencia para incoar procesos a aquello sacerdotes que no cumplan a cabalidad con los deberes de su ministerio. De igual manera durante el siglo XX en varios textos constitucionales se establece como atribución del Presidente de la República el prohibir la entrada al país de religiosos extranjeros.
Las reglas de las incompatibilidades entre el ejercicio de las funciones públicas y el carácter de ministro ordenado del culto, que es piedra angular de muchas legislaciones extranjeras, es muy limitado entre nosotros, y aparece entre 1909 y 1947 limitadas tan sólo a la exigencia de estado seglar para el Presidente de la República. La Constitución de 1947, incluye esta exigencia para los Ministros de Estado, los Magistrados de la Corte Suprema y el Procurador de la República, manteniéndose ese requisito en la Carta de 1953; en la de 1961 se exige para los Ministros y el Presidente, mientras que la Constitución de 1999 la exige sólo para el caso del Presidente y Vicepresidente de la República.
El régimen de los bienes destinados al culto y del mantenimiento de los ministros y de las actividades de la Iglesia se enmarcan, claro está, dentro del régimen especial previsto en la Ley de Patronato, y posteriormente en el Convenio de 1964. Sin embargo, la manera de percibirlo fue siempre punto de discordia entre un Estado empeñado a veces desesperadamente en establecer y organizar sus finanzas y estabilizar su poder político, y la proliferación de recaudaciones, cuyo cálculo de montos, momento y forma de recaudar permanecían en manos de la Iglesia. De allí que durante el siglo XIX, cada medida que el Estado emprendía con ese fin era motivo de controversias y terribles tensiones entre la Iglesia y el gobierno de turno.
Hablemos un poco sobre el tema de la Iglesia y los llamados servicios públicos
La importancia de la consideración de este aspecto tiene particular interés en los países de tradición católica, donde una parte importante de los servicios que hoy en día presta el Estado, de una manera indeclinable en ciertos casos, fueron desarrollados y asumidos por la estructura de la Iglesia católica. Baste señalar el menos polémico de ellos, como era el mantenimiento y fomento de hospitales en los principales poblados. Otros tocan fronteras mucho más conflictivas que colocan, a medida que el Estado republicano se desarrolla, a los párrocos y otros hombres de Iglesia como servidores públicos, y por lo tanto, obligados a la obediencia, a jurar ante las autoridades. Ello generara conflictos que empujan hacia la secularización del aparato del Estado.
En el apéndice sobre el Poder Moral de la Constitución de 1819, Bolívar, un entiende la importancia de la estructura administrativa que posee la Iglesia católica a lo largo y ancho del país, cuando sugiere que la supervisión del deber de educación debe estar, entre otros, en manos del párroco, quien al poseer la información completa sobre el niño puede constatar de manera directa si se cumple o no con esa disposición.
De igual manera, el hoy llamado Registro Civil dependía en forma exclusiva de los registros parroquiales, constituyendo un problema cuando nacían en el país hijos de padres extranjeros de fe diferente a la católica, quienes debían permanecer como extranjeros dado que eran registrados consularmente. Estos problemas se irían agravando: a medida que las Leyes que regulan el matrimonio incluyeron la adopción del matrimonio civil y posteriormente el divorcio, imponían la necesidad de un registro del Estado Civil público.
Otra de las funciones de la Iglesia era la de administrar los camposantos que solían estar a la vera de los templos. Aquí se planteaban graves conflictos, incluso con repercusiones diplomáticas, cuando los párrocos se negaban a dejar descansar en tierra consagrada a herejes e infieles, generándose conflictos entre los poderes públicos y la Iglesia, lo cual obligo a la secularización de ese servicio.
Otro de aspecto conflictivo es el relativo a la educación. Desde muy temprano en la vida republicana el Estado reconoce su responsabilidad en materia educativa (con apogeo en el período de Guzmán Blanco), y reconoce de igual forma la libertad de enseñanza dentro de los parámetros establecidos en la Constitución y las Leyes. Y no nos caigamos a muelas, como se dice coloquialmente, los gobernantes vieron en la educación un espacio donde fertilizar sus apetencias de poder, y no tan sólo la oportunidad para cumplir con su deber de desarrollar intelectualmente al país.
Tratemos el tema de las relaciones con El Vaticano
Después de unos comienzos de gran dificultad cuyo origen se encuentra en la Bula Papal que condena la Independencia y pide obediencia a los americanos al imperio español, la Constitución de 1811, pide afincar la relación a través de los prelados nacionales en 1824, y en el momento de la unión gran-colombiana se dicta la Ley de Patronato, que reguló el funcionamiento de la Iglesia católica venezolana a lo largo de más de 153 años. La relación con el Vaticano quiso ser normada por un Concordato en el año 1862, conocido con el nombre de Convenio Guevara-Antonelli, cuyo perfeccionamiento jurídico no se llegó a terminar.
En 1964 se firma el Convenio entre la Santa Sede y la República de Venezuela, para regir las relaciones entre Venezuela y el Vaticano. Este convenio sustituye como instrumento primario de regulación a la Ley de Patronato del 18 de julio de 1824 y está vigente.
¿Y qué está pasando ahora?
Ustedes se preguntarán qué tiene en mente el gobierno actual en torno al tema de la Iglesia. Pues lo que siempre han tratado de hacer los regímenes orientados hacia el poder: desplazar a la Iglesia del ámbito de sociabilización. Lo hace disfrazándose con el ropaje de cierto fanatismo religioso, que confunde a la gente y muy en particular a los sectores populares. Eso es evidente en su discurso y en los gestos. Mucha “persignadera”, mucha biblia, mucho crucifijo. Pero mientras se dan golpes de pecho, pues elaboraron una ley como la de Educación que, según se interprete, puede significar la deportación, la anulación, el destierro de Dios de la educación, sea Dios Padre, Cristo, Jehova o Alá.
Y en tanto eso ocurre, se fertiliza la paganización, convenientemente dándole a las sectas casi la misma jerarquía que a las iglesias. Florece la santería y los “agentes religiosos libres”.
Y hace pocos días vimos con estupor cómo un musiquito de poca monta, armado de un virulento verbo, tomó el Credo, una de las oraciones fundamentales del cristianismo, y lo masacró convirtiéndolo en una pagana oda al presidente de la república. Y ello ocurrió en un acto público, transmitido por el “canal de todos los venezolanos”, con el auspicio, patrocinio y aplauso del mismísimo señor Presidente. A ese punto de degradación e irrespeto hemos llegado.
Este gobierno, que no se comporta como gobierno sino más bien como régimen de ocupación, no practica ni propulsa el Estado laico. Este gobierno es pura y simplemente anticlerical.
Señores, una cosa es la separación entre la Iglesia y el Estado y otra, muy distinta, la pretensión de relegar a la religión a un claustro, más bien “ghetto”, y castrar su práctica y su expresión pública. Como parte de la sociedad democrática y plural, los cristianos, los judíos, los musulmanes, los hinduistas, los budistas (y en general las gentes que todas las confesiones) tenemos derecho en Venezuela a profesar nuestra fe, tenemos derecho a hablar, a practicar nuestra religión públicamente y sin ningún tipo de cortapisas. Pero más aun, y esto lo digo con el mayor respeto, la Iglesia católica y sus entes de autoridad tienen mucho que decir porque al fin y a al cabo la cultura del país es mayoritariamente católica y respetuosa de la diversidad confesional.
Si en las altas esferas del poder creen que nos van a callar porque se nos insulte y los prelados sean objeto de toda suerte de improperios y puñaladas traperas, pues yerran quienes supongan que se puede triturar nuestra fe. SI creen que nos vamos a convertir en violentos, pues no, eso no va a ocurrir. Nuestras convicciones se solidifican en momentos de adversidad.
Ya termino y no los aburro más. Pero cierro con mi parecer, que estoy dispuesta a defender con los argumentos de la razón y de la fe: las sociedades paganizadas por los políticos se convierten en entes serviles de deidades y objeto de todo tipo de manipulaciones. Y eso es intolerable. Las iglesias tienen el deber espiritual, ético y moral de no dejarse pintar en la pared. Y no me refiero tan sólo a las autoridades eclesiásticas; me refiero también a nosotros, a los feligreses, a quienes con demasiada frecuencia y acaso por comodidad se nos olvida que tenemos responsabilidades y deberes, y creemos que las luchas las tienen que dar otros, los que tiene hábito o sotana.
Este librito que ese señor cuyo nombre prefiero no mencionar blande cual Lucifer con su espada, este librito aprobado por referéndum popular en 1999 y refrendado por el pueblo en 2007 cuando mayoritariamente votó No ante la propuesta de unas reformas insensatas, no dice por ninguna parte que el venezolano tiene que tolerar un Estado anticlerical o la paganización de la sociedad. Este librito, al que con suerte en un futuro no muy lejano habremos de hacerle algunos ajustes y reformas para curar sus “defectos de fábrica”, no dice por ninguna parte que el estado venezolano sea teocrático, ni pagano, ni que pueda castrarnos espiritualmente. Dice que somos libres, que tenemos derechos, derechos que son inalienables e irrenunciables.
Concluyo citando a Simón José Antonio de la Santísima Trinidad Bolívar y Palacios, El Libertador, quien en carta al sacerdote Justiniano Gutiérrez fechada en Bogotá en octubre de 1828, escribe: “sin la conciencia de la religión, la moral carece de base”.
Y yo digo Amén.
miércoles, 11 de noviembre de 2009
El metejón del señor Presidente
A la larga, encendida y pendenciera perorata del señor Presidente Chávez en el “Aló Presidente”, en la que ordenó a los militares venezolanos “preparar” al pueblo para la guerra, el gobierno de Colombia respondió con un escueto y mesurado comunicado de 105 palabras que bastaron para aclarar que Colombia no ha tenido gesto bélico alguno para con Venezuela, rechazar las amenazas del gendarme de gallera venezolano y anunciar que acudirá a la OEA y al Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas para que en esas instancias se aborde este patético asunto.
Yo imagino que hay una minoría de colombianos que detesta a los venezolanos, y viceversa. Son y siempre han sido minorías que nunca han logrado imponer su voluntad. En este asunto, como en tantos otros, el señor Presidente Chávez no representa a la mayoría de los venezolanos, a quienes no se nos cruza por la mente semejante desatino como el de caer en una guerra fratricida con nuestros vecinos. Tal sería un conflicto con características de guerra civil, dados los lazos y parentescos que abundan entre las gentes de ambas naciones. En ese episodio de sinsabores no queremos caer ni colombianos ni venezolanos.
Yo comprendo que el señor Presidente Chávez esté aburrido de los asuntos típicos de gobernar, a saber, la economía, los servicios públicos, la vivienda, la red vial, la seguridad ciudadana, etc. Esas cosas le hastían. El, al fin y al cabo, vino al mundo para ser un héroe, no un gobernante cualquiera que trabaja de lunes a sábado y los domingos descansa. El vino al mundo con un destino, el de salvar a la América toda. Persuadido está que es la reencarnación de Bolívar.
Pero a pesar de lo cantinflérico que parece todo el metejón, los colombianos, que no se toman en juego a Chávez pues saben que es más peligroso que yerno en casa con iniciativa pa’l gasto, olfatean fiebre alta en las ya muy calientes relaciones con Venezuela. Saben bien que el desencuentro es con el señor Presidente Chávez, no con los venezolanos. Los vecinos nos llevamos bien. De vez en cuando tenemos algún pleito, de menor relevancia. Nada que valga la pena poner en los anales de la historia. Ah, pero el señor Presidente Chávez es cosa distinta. El sí quiere pleito y lo quiere en serio, con tropas, aviones, tanques, ametralladoras, misiles, etc. He allí el problema. Los colombianos saben que ese conflicto lo ganarían en un tris, dada su vasta experiencia luego de tantos años de enfrentar a los irregulares y a su superioridad en materia de tecnología y armamento, pero para les interesa ni conviene una guerra con Venezuela. Aquí viven unos 4 millones de colombianos, nacidos en Colombia o Venezuela, gente buena que para nada tiene la culpa de los desafueros del señor Presidente Chávez y de su envidia hacia Uribe. Saben además los colombianos que se convertirían en los malos malucos de la partida, pues el señor Presidente Chávez haría lo que bien sabe hacer, victimizarse. Con el dinero que guarda bajo el colchón emprendería una campaña multinacional feroz, inventando váyase a saber cuántas patrañas. Al fin y al cabo en su historia de soldado, el señor Presidente Chávez es un perdedor.
Yo por de pronto no me preparo para combatir. No lo haré. Uno puede cometer muchas estupideces en la vida, pero hay que tener mesura. Con los hermanos no hay guerra posible. Mal harán mis compatriotas, rojos rojitos o de cualquier tendencia, en seguirle este juego al señor Presidente Chávez.
Yo imagino que hay una minoría de colombianos que detesta a los venezolanos, y viceversa. Son y siempre han sido minorías que nunca han logrado imponer su voluntad. En este asunto, como en tantos otros, el señor Presidente Chávez no representa a la mayoría de los venezolanos, a quienes no se nos cruza por la mente semejante desatino como el de caer en una guerra fratricida con nuestros vecinos. Tal sería un conflicto con características de guerra civil, dados los lazos y parentescos que abundan entre las gentes de ambas naciones. En ese episodio de sinsabores no queremos caer ni colombianos ni venezolanos.
Yo comprendo que el señor Presidente Chávez esté aburrido de los asuntos típicos de gobernar, a saber, la economía, los servicios públicos, la vivienda, la red vial, la seguridad ciudadana, etc. Esas cosas le hastían. El, al fin y al cabo, vino al mundo para ser un héroe, no un gobernante cualquiera que trabaja de lunes a sábado y los domingos descansa. El vino al mundo con un destino, el de salvar a la América toda. Persuadido está que es la reencarnación de Bolívar.
Pero a pesar de lo cantinflérico que parece todo el metejón, los colombianos, que no se toman en juego a Chávez pues saben que es más peligroso que yerno en casa con iniciativa pa’l gasto, olfatean fiebre alta en las ya muy calientes relaciones con Venezuela. Saben bien que el desencuentro es con el señor Presidente Chávez, no con los venezolanos. Los vecinos nos llevamos bien. De vez en cuando tenemos algún pleito, de menor relevancia. Nada que valga la pena poner en los anales de la historia. Ah, pero el señor Presidente Chávez es cosa distinta. El sí quiere pleito y lo quiere en serio, con tropas, aviones, tanques, ametralladoras, misiles, etc. He allí el problema. Los colombianos saben que ese conflicto lo ganarían en un tris, dada su vasta experiencia luego de tantos años de enfrentar a los irregulares y a su superioridad en materia de tecnología y armamento, pero para les interesa ni conviene una guerra con Venezuela. Aquí viven unos 4 millones de colombianos, nacidos en Colombia o Venezuela, gente buena que para nada tiene la culpa de los desafueros del señor Presidente Chávez y de su envidia hacia Uribe. Saben además los colombianos que se convertirían en los malos malucos de la partida, pues el señor Presidente Chávez haría lo que bien sabe hacer, victimizarse. Con el dinero que guarda bajo el colchón emprendería una campaña multinacional feroz, inventando váyase a saber cuántas patrañas. Al fin y al cabo en su historia de soldado, el señor Presidente Chávez es un perdedor.
Yo por de pronto no me preparo para combatir. No lo haré. Uno puede cometer muchas estupideces en la vida, pero hay que tener mesura. Con los hermanos no hay guerra posible. Mal harán mis compatriotas, rojos rojitos o de cualquier tendencia, en seguirle este juego al señor Presidente Chávez.
lunes, 2 de noviembre de 2009
Deberíamos estar
A punto de cumplirse la primera década de este milenio, deberíamos estar inmersos en discusiones sobre los temas que vinculan a los seres humanos y a las sociedades al desarrollo de la intelectualidad, la ciencia, la creatividad, por sólo mencionar tres asuntos cruciales. Deberíamos estar hablando, como pasa en los países progresistas del planeta, sobre las causas de la crisis financiera, las acciones para salir de ella y las perspectivas en el corto, mediano y largo plazo. Deberíamos estar conversando sobre la relevancia de hombres como Martin Cooper y Raymond Samuel Tomlinson, inventores del teléfono celular el primero y del uso de la arroba como método para el correo electrónico el segundo, quienes han sido recientemente galardonados con el premio Príncipe de Asturias, por su inmensa contribución a la Humanidad. Deberíamos estar debatiendo sobre la próxima implantación de los autos eléctricos, que no contaminan. Deberíamos estar platicando sobre la integración de los países y sus gentes, de cara a un futuro que debemos construir con mirada promisoria, como está ocurriendo en México en la UNAM, que también ha recibido el premio Príncipe de Asturias este año.
Pero en Venezuela, el debate parlamentario y del ejecutivo versa sobre la supervivencia. El año que viene se cumplen 200 años de los hechos del 19 de abril de 1810. Y nosotros arribaremos a esa fecha hablando de bañarse con totuma. Eso es la metáfora de la involución.
Tenemos la fortuna de habitar un territorio que no sufre inviernos atroces. No padecemos los conflictos étnicos que limitan la posibilidad de amalgamas en otras naciones. No hay aquí tribulaciones por sectarismos religiosos. Pero, en lugar de aprovechar nuestras ventajas competitivas y comparativas, nos hemos convertido en una sociedad deprimida y carente de visión y horizonte. En la radio y la televisión se escuchan las quejas justificadamente destempladas de los ciudadanos por cosas tan elementales como el servicio eléctrico y el agua. Y bañarse en totuma es el reflejo de la decadencia.
No es cuestión de esperanza, de palabras que por bonitas no son sino una droga. Se trata de despertar, de revelarnos ante nosotros mismos y ante el mundo como una nación de gentes que son capaces de perforar las murallas de la mediocridad que nos han convertido en un país en estado de sitio. Sí, estamos sitiados por un gobierno y una estirpe política de la peor calaña. Es gente patética, que no sabe pensar, que no sabe hacer, que no sabe construir. Me niego a bañarme con totuma. Me rehúso a aceptar la mediocridad como un sino ineludible. Me rebelo abiertamente contra quienes imponernos su primitivismo cerebral.
Pero en Venezuela, el debate parlamentario y del ejecutivo versa sobre la supervivencia. El año que viene se cumplen 200 años de los hechos del 19 de abril de 1810. Y nosotros arribaremos a esa fecha hablando de bañarse con totuma. Eso es la metáfora de la involución.
Tenemos la fortuna de habitar un territorio que no sufre inviernos atroces. No padecemos los conflictos étnicos que limitan la posibilidad de amalgamas en otras naciones. No hay aquí tribulaciones por sectarismos religiosos. Pero, en lugar de aprovechar nuestras ventajas competitivas y comparativas, nos hemos convertido en una sociedad deprimida y carente de visión y horizonte. En la radio y la televisión se escuchan las quejas justificadamente destempladas de los ciudadanos por cosas tan elementales como el servicio eléctrico y el agua. Y bañarse en totuma es el reflejo de la decadencia.
No es cuestión de esperanza, de palabras que por bonitas no son sino una droga. Se trata de despertar, de revelarnos ante nosotros mismos y ante el mundo como una nación de gentes que son capaces de perforar las murallas de la mediocridad que nos han convertido en un país en estado de sitio. Sí, estamos sitiados por un gobierno y una estirpe política de la peor calaña. Es gente patética, que no sabe pensar, que no sabe hacer, que no sabe construir. Me niego a bañarme con totuma. Me rehúso a aceptar la mediocridad como un sino ineludible. Me rebelo abiertamente contra quienes imponernos su primitivismo cerebral.
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