jueves, 18 de febrero de 2010
Mentiras que parecen verdades
Muchas veces caemos en las trampas de las mentiras por la sencilla razón que necesitamos creerlas, acaso porque confrontar las verdades nos resultaría francamente insoportable, intragable y hasta bochornoso. Pero el que la ingenuidad nos tome por su cuenta, nos revuelque una y otra vez, nos queme la piel, no disculpa en modo alguno a los mentirosos, y menos si sus mentiras tienen que ver con nuestra calidad de vida.
No hay mentiras buenas o blancas cuando se trata del ejercicio de gobierno. Engañar a los ciudadanos, embaucarlos, presentar cifras falsas o adornadas, todo eso es estafa política… y de la peor factura.
¿Cuántos venezolanos creyeron en la miles de promesas bonitas repetidas hasta el cansancio en programas de televisión y en cadenas nacionales? ¿Cuántos venezolanos compraron los juramentos y estuvieron dispuestos a esperar y esperar? ¿Cuántos se rindieron ante la magia de un hombre desplegada en caminos mediáticos asfaltados con millones de dólares?
Yo, que jamás creí en el hombre ese y que lo adverso desde que apareció en la escena aquel patético día de febrero de 1992, creo sin embargo que la ingenuidad de millones no puede ser penalizada con el “los pueblos tienen el gobierno que merecen”. No creo que pueda disculparse por esa vía el oportunismo rampante en que se montaron algunos cientos para exprimir a un pueblo cuyo único pecado ha sido creer con fe en las mentiras de abusadores y destructores de la democracia.
La gente está justificadamente decepcionada. Le prometieron villas y castillos, felicidad y progreso, y lo que ve es un país seco, oscuro y agrietado comandado por una sarta de ineptos y de corruptos. A la gente le prometieron igualdad y lo que ve es aumento de la ranchificación. Le prometieron educación de calidad y lo que recibe es pura mediocridad, puro 10 es nota y lo demás es lujo. Le prometieron un sistema de salud que sería la envidia hasta de los canadienses. A cambio, le entregaron un peor es nada, un sálvese quien pueda. Le juraron que habría desarrollo y hoy en Venezuela lo que abunda es la quiebra de empresas y la expropiación ilegal y una economía que debería ser boyante está más bien abollada. A los venezolanos les prometieron seguridad y hoy el mayor lujo del que alguien puede presumir es el de llegar vivo de vuelta a casa.
Y del desastre de la electricidad y el agua, eso no hay cómo describirlo. ¡Es que no son más inútiles porque no entrenan! ¿Será que creen que si no hay luz no veremos sus incompetencias?
Hay que poner las cargas de la responsabilidad sobre los hombros de quien toca. Dejar de echarle la culpa al pueblo.
Por tanto, a la frase “¡que se frieguen!” (que escucho y leo con demasiada frecuencia), sólo cabe una respuesta: “no, que el castigo vaya para el verdadero culpable”. Lo contrario es autogol, o como se dice en los pueblos, escupir para arriba.
Las próximas elecciones son precisamente eso, una oportunidad magnífica para pasar factura, para regañar y castigar. Sacar a una buena parte de los diputados manganzones de esas curules que ellos han tomado por asalto y convertido en cuevas de Alí Babá es la meta. Pero el objetivo es sentar a gente seria, preparada, honesta, y caraj…., decente.
Haga un ejercicio, amigo lector. Sintonice ANTV los martes y los jueves, y vea completica una sesión de cámara. Verá la clase de diputados que hacen la mayoría y que junto con la camarilla de Miraflores llevan este país por el camino de la amargura. Entenderá por qué le digo que a las focas domesticadas hay que sacarles tarjeta roja y darles boleto de partida para no volver.
jueves, 11 de febrero de 2010
El egócrata
“Exprópiese”, grito orgullosamente el egócrata mientras se pasillaneaba muy “forondo” por la plaza aquella soleada mañana de domingo. Miraba para todos lados, y la sonrisa la exhibía sin reparos, como para que no quedara dudas sobre el placer que estaba sintiendo al confirmar que sus deseos serían cumplidos de inmediato, sin rechistar, por el subalterno alcalde capitalino.
Digno para un estudio de Freud, el egócrata está absolutamente persuadido que el país no sólo le pertenece, sino que sus habitantes deben agradecer que les conceda graciosamente la oportunidad de vivir en él y además de disfrutar de su compañía. Suele hablar en primera persona del singular. El es el protagonista. Todo gira en torno a él. El es el pueblo. El pueblo es de él.
El egócrata hace las leyes, y como las hace tiene además el derecho a violarlas cuando y cuanto le parezca y en el modo en que quiera. Vive y se alimenta de golpes de efecto, disfrazados de golpes de afecto. Su lenguaje es rabioso y virulento. Vive de batalla en batalla, de guerra en guerra, de golpe en golpe. Habla de amor con la daga en la mano.
El egócrata se cree superior, pero en realidad padece severo complejo de inferioridad, un sentimiento en el cual de un modo u otro una persona se siente de menor valor que los demás y hace todo lo posible para disimularlo. Al egócrata le gusta llamar la atención hacia sí mismo. Gusta destruir la imagen de otros para resaltar la suya. Muestra y abusa de su autoridad sobre los más indefensos y está obsesionado con el poder. Siente envidia hacia otros, muy en particular hacia quienes estando en posición de autoridad le ignoran.
El tiene que marcar la agenda. Más aún, él es la agenda. Hará cualquier cosa por convertirse en el foco de atención. Nada le produce más desazón que no estar en la primera plana de los periódicos.
El egócrata usa los instrumentos de la democracia para establecer su egocracia. Es perfectamente capaz de torcer el significado de cualquier precepto constitucional, cualquier ley del rango que sea, cualquier decreto, cualquier reglamento para hacerlos calzar con sus caprichos y deseos.
Para el egócrata dormir o descansar es peligroso. Si lo hace, corre el riesgo que alguien pueda intentar quitarle el poder. En su paranoia, ve fantasmas por todas partes, escondidos en los resquicios. Desconfía de todos y de todo.
El egócrata convierte el ejercicio gubernamental democrático en una pantomima, en un sainete de pésima escritura. En su proceso de alucinación constante, no se percata que lleva en su interior la destrucción, y además, la autodestrucción.
Camina el egócrata hacia su propio infierno, ése en el que se consumirán su yo, su ego y superego. Y entonces, sólo entonces, dejará de construir infiernos. Y entonces, sólo entonces, ese país doned el egócrata manda podrá volver a florecer desde las cenizas.
Digno para un estudio de Freud, el egócrata está absolutamente persuadido que el país no sólo le pertenece, sino que sus habitantes deben agradecer que les conceda graciosamente la oportunidad de vivir en él y además de disfrutar de su compañía. Suele hablar en primera persona del singular. El es el protagonista. Todo gira en torno a él. El es el pueblo. El pueblo es de él.
El egócrata hace las leyes, y como las hace tiene además el derecho a violarlas cuando y cuanto le parezca y en el modo en que quiera. Vive y se alimenta de golpes de efecto, disfrazados de golpes de afecto. Su lenguaje es rabioso y virulento. Vive de batalla en batalla, de guerra en guerra, de golpe en golpe. Habla de amor con la daga en la mano.
El egócrata se cree superior, pero en realidad padece severo complejo de inferioridad, un sentimiento en el cual de un modo u otro una persona se siente de menor valor que los demás y hace todo lo posible para disimularlo. Al egócrata le gusta llamar la atención hacia sí mismo. Gusta destruir la imagen de otros para resaltar la suya. Muestra y abusa de su autoridad sobre los más indefensos y está obsesionado con el poder. Siente envidia hacia otros, muy en particular hacia quienes estando en posición de autoridad le ignoran.
El tiene que marcar la agenda. Más aún, él es la agenda. Hará cualquier cosa por convertirse en el foco de atención. Nada le produce más desazón que no estar en la primera plana de los periódicos.
El egócrata usa los instrumentos de la democracia para establecer su egocracia. Es perfectamente capaz de torcer el significado de cualquier precepto constitucional, cualquier ley del rango que sea, cualquier decreto, cualquier reglamento para hacerlos calzar con sus caprichos y deseos.
Para el egócrata dormir o descansar es peligroso. Si lo hace, corre el riesgo que alguien pueda intentar quitarle el poder. En su paranoia, ve fantasmas por todas partes, escondidos en los resquicios. Desconfía de todos y de todo.
El egócrata convierte el ejercicio gubernamental democrático en una pantomima, en un sainete de pésima escritura. En su proceso de alucinación constante, no se percata que lleva en su interior la destrucción, y además, la autodestrucción.
Camina el egócrata hacia su propio infierno, ése en el que se consumirán su yo, su ego y superego. Y entonces, sólo entonces, dejará de construir infiernos. Y entonces, sólo entonces, ese país doned el egócrata manda podrá volver a florecer desde las cenizas.
viernes, 5 de febrero de 2010
¡Bienvenido seas, Germán!
Durante los casi 365 días que estuviste secuestrado, hice lo púnico que podía hacer: rezar. Al San Antonio le pedía por ti, para que te diera la fortaleza y la fe que te era imprescindible para aguantar. Le pedía por tu familia, tu mamá, tus hermanos, tus hijos y tu larga y tan unida parentela, para que no perdieran jamás la esperanza. Le pedía por nosotros, tus amigos, para que no cayéramos en el horror de acostumbrarnos a tu ausencia y te extrañáramos sin cesar. Todos los días encendía una vela. Quería pensar que Dios y San Antonio escuchaban mis plegarias. Recurrí también a nuestro gran poeta, el dulce Andrés Eloy. Buscaba en sus versos la frase, la palabra, el verbo que pudiera describir con precisión la angustia que se me había estacionado en el alma.
Hoy estás de vuelta. Y mis lágrimas, antes de dolor, son ahora de alegría. Son de fe y alegría. Y otro poeta acude en mi auxilio. Tú sabes que yo siempre ando leyendo versos. No ahora, que cada mes me tengo que pintar las canas, sino desde esa época en la que tú y yo éramos adolescentes. Me permito la licencia de tomar unos versos de Benedetti, y adaptarlos. Los leo y pienso en ti.
Se me ocurre que vas a llegar distinto
no exactamente más lindo
ni más fuerte
ni más dócil
ni más cauto
tan solo que vas a llegar distinto
tu rostro es la vanguardia
tal vez llega primero
no olvides que tu rostro
mira como pueblo
sonríe y rabia y canta
como pueblo
y eso te da una lumbre
inapagable
ahora no tengo dudas
vas a llegar distinto y con señales
con nuevas
con hondura
con franqueza
Bienvenido, querido amigo. Bienvenido.
miércoles, 3 de febrero de 2010
Ciego, sordo y testarudo
Si Chávez hubiera hecho caso durante todos estos años a nuestros muchos consejos, hoy tendría un mejor gobierno y estaría sólido, al punto que hoy podría, como Uribe, darse el lujo de escoger si reelegirse o no. Y ya habría pasado a ocupar el sitial que reserva la historia a los triunfadores. Gozaría del respeto nacional e internacional. Pero no. Pudo más su tozudez, sus caprichos, sus manías, su desmesurada egolatría, su inagotable y rutilante egocentrismo.
Nada de lo que está ocurriendo sorprende. Todo le fue advertido, a viva voz y por escrito. Se le dijo, en todos los tonos y modos, que tanto en la abundancia como en la escasez la eficiencia del gobierno en la gestión pública marcaría la diferencia entre el éxito y el fracaso. Que su revolución fallaría si no producía algo más que un espejismo revanchista. Se le advirtió que convertirse en una suerte de Robin Hood de la tropicalidad sólo le conduciría al más contundente y estrepitoso fallo, aunque el brillo de los aplausos confundiera. No entendió que, como dijo Balzac, “la fama es el sol de los muertos”. Se le dijo que destruir el aparato productivo nacional y estatizar hasta las arepas sólo llevaría al país, y a su gobierno, a una situación de quiebra técnica. Se le aconsejó mirar hacia adentro y dejar de regalar los dineros públicos a otras naciones mientras en el país hubiese tanta penuria. Se le ofrecieron cientos de planes para elevar la calidad de vida de los venezolanos, miles de programas para combatir la inseguridad, docenas de documentos contentivos de análisis situacionales, toneladas de proyectos inteligentes para combatir la corrupción, montañas de planes para convertir el sistema de justicia en uno que cumpliera su cometido. Tantos y tantos fueron los intentos de aportar soluciones por parte de la oposición que no pocas veces fuimos acusados de “colaboracionistas”. Nuestras denuncias siempre estuvieron preñadas de propuestas. Me consta. Yo misma he formado parte de esa oposición “proposicionista”.
Chávez se negó a ver. Fue ciego ante lo que la realidad le ponía frente a sus ojos. Se negó a escuchar. Fue sordo ante los muy sonoros llamados de la sociedad a la rectificación. No contento con ello, se empecinó en un pleito inútil y en un torbellino de pasiones insulsas que hoy le pasan costosas facturas. Fue testarudo. Hoy el pueblo siente hartazgo, desilusión. Uno camina por cualquier parte, y escucha sin parar el “yo creía”, conjugación del verbo creer en el más imperfecto de los pretéritos. Pero en lugar de entender la situación, en vez de detenerse a pensar y a meditar, Chávez eleva su ego. Se enfurece y en su paranoia ve fantasmas por doquier. Cree que Miraflores es el Olimpo. En su desgastado “por ahora”, es tal su incapacidad para evaluar la realidad que cree que nada hemos aprendido en estos años de desdicha. Se equivoca.
Nada de lo que está ocurriendo sorprende. Todo le fue advertido, a viva voz y por escrito. Se le dijo, en todos los tonos y modos, que tanto en la abundancia como en la escasez la eficiencia del gobierno en la gestión pública marcaría la diferencia entre el éxito y el fracaso. Que su revolución fallaría si no producía algo más que un espejismo revanchista. Se le advirtió que convertirse en una suerte de Robin Hood de la tropicalidad sólo le conduciría al más contundente y estrepitoso fallo, aunque el brillo de los aplausos confundiera. No entendió que, como dijo Balzac, “la fama es el sol de los muertos”. Se le dijo que destruir el aparato productivo nacional y estatizar hasta las arepas sólo llevaría al país, y a su gobierno, a una situación de quiebra técnica. Se le aconsejó mirar hacia adentro y dejar de regalar los dineros públicos a otras naciones mientras en el país hubiese tanta penuria. Se le ofrecieron cientos de planes para elevar la calidad de vida de los venezolanos, miles de programas para combatir la inseguridad, docenas de documentos contentivos de análisis situacionales, toneladas de proyectos inteligentes para combatir la corrupción, montañas de planes para convertir el sistema de justicia en uno que cumpliera su cometido. Tantos y tantos fueron los intentos de aportar soluciones por parte de la oposición que no pocas veces fuimos acusados de “colaboracionistas”. Nuestras denuncias siempre estuvieron preñadas de propuestas. Me consta. Yo misma he formado parte de esa oposición “proposicionista”.
Chávez se negó a ver. Fue ciego ante lo que la realidad le ponía frente a sus ojos. Se negó a escuchar. Fue sordo ante los muy sonoros llamados de la sociedad a la rectificación. No contento con ello, se empecinó en un pleito inútil y en un torbellino de pasiones insulsas que hoy le pasan costosas facturas. Fue testarudo. Hoy el pueblo siente hartazgo, desilusión. Uno camina por cualquier parte, y escucha sin parar el “yo creía”, conjugación del verbo creer en el más imperfecto de los pretéritos. Pero en lugar de entender la situación, en vez de detenerse a pensar y a meditar, Chávez eleva su ego. Se enfurece y en su paranoia ve fantasmas por doquier. Cree que Miraflores es el Olimpo. En su desgastado “por ahora”, es tal su incapacidad para evaluar la realidad que cree que nada hemos aprendido en estos años de desdicha. Se equivoca.
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