“Exprópiese”, grito orgullosamente el egócrata mientras se pasillaneaba muy “forondo” por la plaza aquella soleada mañana de domingo. Miraba para todos lados, y la sonrisa la exhibía sin reparos, como para que no quedara dudas sobre el placer que estaba sintiendo al confirmar que sus deseos serían cumplidos de inmediato, sin rechistar, por el subalterno alcalde capitalino.
Digno para un estudio de Freud, el egócrata está absolutamente persuadido que el país no sólo le pertenece, sino que sus habitantes deben agradecer que les conceda graciosamente la oportunidad de vivir en él y además de disfrutar de su compañía. Suele hablar en primera persona del singular. El es el protagonista. Todo gira en torno a él. El es el pueblo. El pueblo es de él.
El egócrata hace las leyes, y como las hace tiene además el derecho a violarlas cuando y cuanto le parezca y en el modo en que quiera. Vive y se alimenta de golpes de efecto, disfrazados de golpes de afecto. Su lenguaje es rabioso y virulento. Vive de batalla en batalla, de guerra en guerra, de golpe en golpe. Habla de amor con la daga en la mano.
El egócrata se cree superior, pero en realidad padece severo complejo de inferioridad, un sentimiento en el cual de un modo u otro una persona se siente de menor valor que los demás y hace todo lo posible para disimularlo. Al egócrata le gusta llamar la atención hacia sí mismo. Gusta destruir la imagen de otros para resaltar la suya. Muestra y abusa de su autoridad sobre los más indefensos y está obsesionado con el poder. Siente envidia hacia otros, muy en particular hacia quienes estando en posición de autoridad le ignoran.
El tiene que marcar la agenda. Más aún, él es la agenda. Hará cualquier cosa por convertirse en el foco de atención. Nada le produce más desazón que no estar en la primera plana de los periódicos.
El egócrata usa los instrumentos de la democracia para establecer su egocracia. Es perfectamente capaz de torcer el significado de cualquier precepto constitucional, cualquier ley del rango que sea, cualquier decreto, cualquier reglamento para hacerlos calzar con sus caprichos y deseos.
Para el egócrata dormir o descansar es peligroso. Si lo hace, corre el riesgo que alguien pueda intentar quitarle el poder. En su paranoia, ve fantasmas por todas partes, escondidos en los resquicios. Desconfía de todos y de todo.
El egócrata convierte el ejercicio gubernamental democrático en una pantomima, en un sainete de pésima escritura. En su proceso de alucinación constante, no se percata que lleva en su interior la destrucción, y además, la autodestrucción.
Camina el egócrata hacia su propio infierno, ése en el que se consumirán su yo, su ego y superego. Y entonces, sólo entonces, dejará de construir infiernos. Y entonces, sólo entonces, ese país doned el egócrata manda podrá volver a florecer desde las cenizas.
1 comentario:
Estupenda descripcion....Sigue escribiendo amiga.
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