miércoles, 3 de febrero de 2010

Ciego, sordo y testarudo

Si Chávez hubiera hecho caso durante todos estos años a nuestros muchos consejos, hoy tendría un mejor gobierno y estaría sólido, al punto que hoy podría, como Uribe, darse el lujo de escoger si reelegirse o no. Y ya habría pasado a ocupar el sitial que reserva la historia a los triunfadores. Gozaría del respeto nacional e internacional. Pero no. Pudo más su tozudez, sus caprichos, sus manías, su desmesurada egolatría, su inagotable y rutilante egocentrismo.

Nada de lo que está ocurriendo sorprende. Todo le fue advertido, a viva voz y por escrito. Se le dijo, en todos los tonos y modos, que tanto en la abundancia como en la escasez la eficiencia del gobierno en la gestión pública marcaría la diferencia entre el éxito y el fracaso. Que su revolución fallaría si no producía algo más que un espejismo revanchista. Se le advirtió que convertirse en una suerte de Robin Hood de la tropicalidad sólo le conduciría al más contundente y estrepitoso fallo, aunque el brillo de los aplausos confundiera. No entendió que, como dijo Balzac, “la fama es el sol de los muertos”. Se le dijo que destruir el aparato productivo nacional y estatizar hasta las arepas sólo llevaría al país, y a su gobierno, a una situación de quiebra técnica. Se le aconsejó mirar hacia adentro y dejar de regalar los dineros públicos a otras naciones mientras en el país hubiese tanta penuria. Se le ofrecieron cientos de planes para elevar la calidad de vida de los venezolanos, miles de programas para combatir la inseguridad, docenas de documentos contentivos de análisis situacionales, toneladas de proyectos inteligentes para combatir la corrupción, montañas de planes para convertir el sistema de justicia en uno que cumpliera su cometido. Tantos y tantos fueron los intentos de aportar soluciones por parte de la oposición que no pocas veces fuimos acusados de “colaboracionistas”. Nuestras denuncias siempre estuvieron preñadas de propuestas. Me consta. Yo misma he formado parte de esa oposición “proposicionista”.

Chávez se negó a ver. Fue ciego ante lo que la realidad le ponía frente a sus ojos. Se negó a escuchar. Fue sordo ante los muy sonoros llamados de la sociedad a la rectificación. No contento con ello, se empecinó en un pleito inútil y en un torbellino de pasiones insulsas que hoy le pasan costosas facturas. Fue testarudo. Hoy el pueblo siente hartazgo, desilusión. Uno camina por cualquier parte, y escucha sin parar el “yo creía”, conjugación del verbo creer en el más imperfecto de los pretéritos. Pero en lugar de entender la situación, en vez de detenerse a pensar y a meditar, Chávez eleva su ego. Se enfurece y en su paranoia ve fantasmas por doquier. Cree que Miraflores es el Olimpo. En su desgastado “por ahora”, es tal su incapacidad para evaluar la realidad que cree que nada hemos aprendido en estos años de desdicha. Se equivoca.

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