Eso de caminar en la cuerda floja y sin malla de seguridad está muy bien para un circo. Pero no para la política, que es cualquier cosa menos un espectáculo, aunque así lo crean montones de personas y, peor aún, decenas de esos que mientan “asesores”.
Lo que acaba de ocurrir en Perú es de llorar y no parar. Inaudito. Insólito. Patético. Al final, en una de las puntas de la cuerda foja está un pozo lleno de ponzoñosos alacranes. En la otra punta, una manada de lobos hambrientos. Ambos van a por la venganza.
Humala es un milico. Un alzado en armas. Un destructor de la democracia. La Fujimori es hija, beneficiaria y heredera del mayor cáncer antidemocrático que vivió la República del Perú en sus últimos años del siglo XX. Ambos son herejes y apóstatas de la democracia. La han pisoteado, mancillado y escupido.
A Humala le perdonaron legalmente semejante atropello delincuencial. A Keiko le aplaudieron no sólo el ser hija de un sinvergüenza convicto y confeso sino la aprovechadora sin límites de los horrores que hizo su padre.
No sabe el pueblo peruano el problemón en el que se ha metido. No aprendió nada en todos estos años. No sabe el gado de estupidez en el que navega. Pudo tener a Toledo, a Kuczynski, a Castañeda, tres políticos de esos que la historia llamará de “honor y gloria”. Pero los peruanos se lanzaron por el populismo baratón y ramplón, de ese que tiene mala letra y peor ortografía. Que poco importa que el uno presuma de izquierdas y la otra de derechas. Populismo es populismo, no importa de qué marca, color o coordenadas sea. Kuczynski, que se supone es un hombre serio, entra en crisis y mete la pata hasta el fondo. No tuvo mejor idea que, al admitir su derrota en la primera vuelta, manifestar su apoyo a Fujimori. ¿No había alguien por ahí que le diera una buena dosis de Nervocalm a ese señor?
Y lo peor, ya el asunto no tiene remedio. La segunda vuelta será entre un felón y una gordita aprovechada, que hasta el pecado de abandonar a su madre cometió, cuyo primer gesto glorioso va a ser intentar indultar a esa dulce palomita que es su padre. ¡Qué tristeza! ¡Qué desgracia! Quiera Dios que los vientos de allá no soplen para acá. Ay, dulce Santa Rosa de Lima, ¿cómo fue que no protegiste a tus hijos?
martes, 12 de abril de 2011
sábado, 9 de abril de 2011
Los irrenunciables
La Constitución Nacional es la carta magna que rige a la república. No es roja rojita, ni azul azulita, ni amarilla amarillita. Es tricolor, como la bandera. La actual Constitución fue hecha en el peor momento, por constituyentes elegidos por el más nefasto sistema y parida a las carreras. De ella hay varias versiones y está plagada de errores de idioma. Pero está vigente y fue ratificada en aquel referéndum de 2008. Que no se nos olvide y que no se le olvide al gobierno que ese referéndum lo perdió.
La Constitución no es un jarrón chino. Pero a pesar de ser el documento más importante, a tal papel ornamental ha sido relegada. Día a día es magreada, sobre todo por quienes del tema constitucional saben y mucho, como es el caso del diputado Escarrá, que es el más claro exponente de la frase de Bolívar: “El talento sin probidad es un azote”.
Por estos días, la oposición argentina produjo un documento que me parece importante compartir con mis lectores. Es una declaración de principios de quienes creen en la institucionalidad democrática republicana. No es una hoja escrita porque ese día no tenían los opositores nada relevante que aportar al portafolio histórico de su patria. Es un breve y nutritivo elemento para la discusión. Un punto de partida sobre los mínimos a los que los demócratas no debemos renunciar jamás Al leerlo, una siente que el documento nos calza como anillo al dedo. Este es el texto:
267 palabras bastaron para fijar una posición nítida.
La Constitución no es un jarrón chino. Pero a pesar de ser el documento más importante, a tal papel ornamental ha sido relegada. Día a día es magreada, sobre todo por quienes del tema constitucional saben y mucho, como es el caso del diputado Escarrá, que es el más claro exponente de la frase de Bolívar: “El talento sin probidad es un azote”.
Por estos días, la oposición argentina produjo un documento que me parece importante compartir con mis lectores. Es una declaración de principios de quienes creen en la institucionalidad democrática republicana. No es una hoja escrita porque ese día no tenían los opositores nada relevante que aportar al portafolio histórico de su patria. Es un breve y nutritivo elemento para la discusión. Un punto de partida sobre los mínimos a los que los demócratas no debemos renunciar jamás Al leerlo, una siente que el documento nos calza como anillo al dedo. Este es el texto:
“Los abajo firmantes Representantes de Bloques Parlamentarios y de ambas Cámaras y Candidatos presidenciales de fuerzas políticas diversas nos imponemos como deber cuidar la democracia. La libertad de expresión, la independencia del poder judicial y el efectivo cumplimiento de sus fallos se nos impone por encima de nuestros programas de gobierno, de nuestras coincidencias y de nuestras disidencias. Forma parte de un acuerdo pétreo, inamovible que debe respetarse gobierne quien gobierne la República. No son cuestiones opinables. La constitución, de acuerdo a su propia definición en el artículo 36, mantiene su imperio siempre. No hay fuerza, ni derecho evocado que pueda poner en duda la supremacía constitucional. La democracia debe ser cuidada y protegida de acciones de intolerancia, de persecuciones, de señalamientos, escraches o cualquier intento de discrecionalidad en el uso de los recursos que el mismo Estado posee. Los límites del Estado los define la constitución, no el poder gobernante. Debemos unir fuerzas diversas en un único eje: no aceptar en silencio la persecución, el uso indiscriminado del poder, o la utilización de organismos del Estado utilizados fuera de su finalidad. Los medios de comunicación, las empresas, los trabajadores, o cualquier ciudadano no deben ser penalizado por sus ideas o por el desarrollo de actividades licitas que el gobierno considera inconvenientes para sus intereses. Los abajo firmantes nos comprometemos a convivir en el respeto, la aceptación de la diferencia, la tolerancia democrática, la amistad cívica y el cumplimiento irrestricto de las garantías públicas y privadas que están expresadas en nuestra constitución nacional. Cuidar la democracia es el imperativo de esta hora y lo vamos a hacer.”
267 palabras bastaron para fijar una posición nítida.
Quizás, quizás, quizás…
Para mi muy satisfactoria sorpresa, los “precandidatos” que puntean en las encuestas no son eso que llaman “simpáticos y guachamarones”. Henrique Capriles Radonsky, el gobernador de Miranda, con quien me une una solida amistad de ya muchos años, es cualquier cosa menos dado a la lisonja y al coqueteo. Es extremadamente tímido y por cualquier frase o palabra más o menos afectuosa que una le diga se le suben los colores. Pablo Pérez, gobernador de Zulia, a quien conozco menos pero con quien me une ese indestructible lazo de la zulianidad del cuerpo y del alma, no es un dechado de simpatías. Es más bien un individuo que va directo al punto, que no gusta de desperdiciar tiempo en risitas y babosas besuqueaderas. Ambos son guapos y atractivos; nadie lo duda. Cuidan su salud y hacen deporte. Son ambos hombres ya no tan jóvenes: Henrique va para los 39 años y Pablo pisa ya los 42. Casi toda su vida profesional la han dedicado al ejercicio de la gestión pública y al cumplimiento de sus responsabilidades. Ambos saben trabajar en equipo, de lo cual puedo dar fe.
Que la popularidad de los políticos no aparezca ya como condición sine qua non a eso que equivocadamente llaman “carisma” (y que en realidad no es más que ser hipócritamente regalao’) me parece un avance, un salto cuántico casi sin precedentes en nuestra reciente historia política. Pero así como celebro eso, me angustia al punto de la úlcera que, según le leí a Luis Vicente León en artículo reciente, el populismo siga siendo una herramienta valiosa a la hora de ganar elecciones. Es decir, ¿no hemos aprendido nada?
Hay una enorme diferencia entre los políticos populistas y los políticos populares. Los políticos populistas son capaces, sin empacho alguno, de llegar a cualquier nivel de engaño, a cualquier falsa zalamería, a cualquier descarada promesa, con tal de convencer a los electores de ofrecerles su apoyo. Los políticos populares, por el contrario, son los que basan su estrategia y táctica electoral, no en mentir y en prometerle al pueblo lo que el pueblo quiere, sino en convencer al pueblo de desear lo que le conviene para progresar. Hay una enorme diferencia entre unos y otros. Para los políticos populares, que son gente seria y no adictos al poder, hacer promesas falsas es no sólo un delito sino también un pecado. Su ética y su moral no les permiten hacer en el populismo. En cambio, para los políticos populistas, tal como lo es ese señor apoltronado hoy en Miraflores, “el fin justifica los medios”. Y eso, no importa cuánto y cómo pretendan vendérmelo, es inmoral.
Quizás en estas próximas elecciones, y me refiero tanto a las primarias como a las nacionales, aprendamos como pueblo y nos graduemos de ciudadanos, dejando al fin de ser meros habitantes. Los funcionarios públicos no son dueños de este país; tampoco empleados o siervos. Son servidores públicos. Quizás en estos procesos electorales que se avecinan entendamos de una vez por todas que hay que elegir un presidente, un gobernador, un alcalde, un legislador para gobernar, no para ser la estrella de un multimillonario show televisivo. Quizás por fin nos caiga la locha y comprendamos que por elegir mal nos hemos quedado a la saga del progreso y desarrollo planetario y hemisférico. Que hemos pasado de ser un país en vías de desarrollo a una nación cuartomundista. Quizás logremos entender que hay que cambiar el populista “por ahora” por el progresista “hasta cuándo”. Quizás, quizás, quizás…
Que la popularidad de los políticos no aparezca ya como condición sine qua non a eso que equivocadamente llaman “carisma” (y que en realidad no es más que ser hipócritamente regalao’) me parece un avance, un salto cuántico casi sin precedentes en nuestra reciente historia política. Pero así como celebro eso, me angustia al punto de la úlcera que, según le leí a Luis Vicente León en artículo reciente, el populismo siga siendo una herramienta valiosa a la hora de ganar elecciones. Es decir, ¿no hemos aprendido nada?
Hay una enorme diferencia entre los políticos populistas y los políticos populares. Los políticos populistas son capaces, sin empacho alguno, de llegar a cualquier nivel de engaño, a cualquier falsa zalamería, a cualquier descarada promesa, con tal de convencer a los electores de ofrecerles su apoyo. Los políticos populares, por el contrario, son los que basan su estrategia y táctica electoral, no en mentir y en prometerle al pueblo lo que el pueblo quiere, sino en convencer al pueblo de desear lo que le conviene para progresar. Hay una enorme diferencia entre unos y otros. Para los políticos populares, que son gente seria y no adictos al poder, hacer promesas falsas es no sólo un delito sino también un pecado. Su ética y su moral no les permiten hacer en el populismo. En cambio, para los políticos populistas, tal como lo es ese señor apoltronado hoy en Miraflores, “el fin justifica los medios”. Y eso, no importa cuánto y cómo pretendan vendérmelo, es inmoral.
Quizás en estas próximas elecciones, y me refiero tanto a las primarias como a las nacionales, aprendamos como pueblo y nos graduemos de ciudadanos, dejando al fin de ser meros habitantes. Los funcionarios públicos no son dueños de este país; tampoco empleados o siervos. Son servidores públicos. Quizás en estos procesos electorales que se avecinan entendamos de una vez por todas que hay que elegir un presidente, un gobernador, un alcalde, un legislador para gobernar, no para ser la estrella de un multimillonario show televisivo. Quizás por fin nos caiga la locha y comprendamos que por elegir mal nos hemos quedado a la saga del progreso y desarrollo planetario y hemisférico. Que hemos pasado de ser un país en vías de desarrollo a una nación cuartomundista. Quizás logremos entender que hay que cambiar el populista “por ahora” por el progresista “hasta cuándo”. Quizás, quizás, quizás…
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