Eso de caminar en la cuerda floja y sin malla de seguridad está muy bien para un circo. Pero no para la política, que es cualquier cosa menos un espectáculo, aunque así lo crean montones de personas y, peor aún, decenas de esos que mientan “asesores”.
Lo que acaba de ocurrir en Perú es de llorar y no parar. Inaudito. Insólito. Patético. Al final, en una de las puntas de la cuerda foja está un pozo lleno de ponzoñosos alacranes. En la otra punta, una manada de lobos hambrientos. Ambos van a por la venganza.
Humala es un milico. Un alzado en armas. Un destructor de la democracia. La Fujimori es hija, beneficiaria y heredera del mayor cáncer antidemocrático que vivió la República del Perú en sus últimos años del siglo XX. Ambos son herejes y apóstatas de la democracia. La han pisoteado, mancillado y escupido.
A Humala le perdonaron legalmente semejante atropello delincuencial. A Keiko le aplaudieron no sólo el ser hija de un sinvergüenza convicto y confeso sino la aprovechadora sin límites de los horrores que hizo su padre.
No sabe el pueblo peruano el problemón en el que se ha metido. No aprendió nada en todos estos años. No sabe el gado de estupidez en el que navega. Pudo tener a Toledo, a Kuczynski, a Castañeda, tres políticos de esos que la historia llamará de “honor y gloria”. Pero los peruanos se lanzaron por el populismo baratón y ramplón, de ese que tiene mala letra y peor ortografía. Que poco importa que el uno presuma de izquierdas y la otra de derechas. Populismo es populismo, no importa de qué marca, color o coordenadas sea. Kuczynski, que se supone es un hombre serio, entra en crisis y mete la pata hasta el fondo. No tuvo mejor idea que, al admitir su derrota en la primera vuelta, manifestar su apoyo a Fujimori. ¿No había alguien por ahí que le diera una buena dosis de Nervocalm a ese señor?
Y lo peor, ya el asunto no tiene remedio. La segunda vuelta será entre un felón y una gordita aprovechada, que hasta el pecado de abandonar a su madre cometió, cuyo primer gesto glorioso va a ser intentar indultar a esa dulce palomita que es su padre. ¡Qué tristeza! ¡Qué desgracia! Quiera Dios que los vientos de allá no soplen para acá. Ay, dulce Santa Rosa de Lima, ¿cómo fue que no protegiste a tus hijos?
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