Para mi muy satisfactoria sorpresa, los “precandidatos” que puntean en las encuestas no son eso que llaman “simpáticos y guachamarones”. Henrique Capriles Radonsky, el gobernador de Miranda, con quien me une una solida amistad de ya muchos años, es cualquier cosa menos dado a la lisonja y al coqueteo. Es extremadamente tímido y por cualquier frase o palabra más o menos afectuosa que una le diga se le suben los colores. Pablo Pérez, gobernador de Zulia, a quien conozco menos pero con quien me une ese indestructible lazo de la zulianidad del cuerpo y del alma, no es un dechado de simpatías. Es más bien un individuo que va directo al punto, que no gusta de desperdiciar tiempo en risitas y babosas besuqueaderas. Ambos son guapos y atractivos; nadie lo duda. Cuidan su salud y hacen deporte. Son ambos hombres ya no tan jóvenes: Henrique va para los 39 años y Pablo pisa ya los 42. Casi toda su vida profesional la han dedicado al ejercicio de la gestión pública y al cumplimiento de sus responsabilidades. Ambos saben trabajar en equipo, de lo cual puedo dar fe.
Que la popularidad de los políticos no aparezca ya como condición sine qua non a eso que equivocadamente llaman “carisma” (y que en realidad no es más que ser hipócritamente regalao’) me parece un avance, un salto cuántico casi sin precedentes en nuestra reciente historia política. Pero así como celebro eso, me angustia al punto de la úlcera que, según le leí a Luis Vicente León en artículo reciente, el populismo siga siendo una herramienta valiosa a la hora de ganar elecciones. Es decir, ¿no hemos aprendido nada?
Hay una enorme diferencia entre los políticos populistas y los políticos populares. Los políticos populistas son capaces, sin empacho alguno, de llegar a cualquier nivel de engaño, a cualquier falsa zalamería, a cualquier descarada promesa, con tal de convencer a los electores de ofrecerles su apoyo. Los políticos populares, por el contrario, son los que basan su estrategia y táctica electoral, no en mentir y en prometerle al pueblo lo que el pueblo quiere, sino en convencer al pueblo de desear lo que le conviene para progresar. Hay una enorme diferencia entre unos y otros. Para los políticos populares, que son gente seria y no adictos al poder, hacer promesas falsas es no sólo un delito sino también un pecado. Su ética y su moral no les permiten hacer en el populismo. En cambio, para los políticos populistas, tal como lo es ese señor apoltronado hoy en Miraflores, “el fin justifica los medios”. Y eso, no importa cuánto y cómo pretendan vendérmelo, es inmoral.
Quizás en estas próximas elecciones, y me refiero tanto a las primarias como a las nacionales, aprendamos como pueblo y nos graduemos de ciudadanos, dejando al fin de ser meros habitantes. Los funcionarios públicos no son dueños de este país; tampoco empleados o siervos. Son servidores públicos. Quizás en estos procesos electorales que se avecinan entendamos de una vez por todas que hay que elegir un presidente, un gobernador, un alcalde, un legislador para gobernar, no para ser la estrella de un multimillonario show televisivo. Quizás por fin nos caiga la locha y comprendamos que por elegir mal nos hemos quedado a la saga del progreso y desarrollo planetario y hemisférico. Que hemos pasado de ser un país en vías de desarrollo a una nación cuartomundista. Quizás logremos entender que hay que cambiar el populista “por ahora” por el progresista “hasta cuándo”. Quizás, quizás, quizás…
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