Ver a la gente en un afán que no es estéril. Bien saben que cada una de las horas que dediquen a trabajar producirá lo que tanto ansían: prosperidad. Ver que las escuelas públicas nada tienen que envidiar a las mejores escuelas privadas del país. Ver calles lavadas con agua y jabón todos los días y basura recogida con puntualidad cada 48 horas.
Buscar huecos en las calles y autopistas y no hallar ni un solo hoyo. Claro, las autopistas están concesionadas y los peajes no son baratos, pero están en notable estado, hay teléfonos de emergencia a lo largo de toda la vía y los usuarios cuentan con un nivel de seguridad ciudadana que les hace confiar que su tránsito ocurrirá de manera protegida.
Ver tierras áridas, donde la lluvia poco acaricia, convertidas en fuente de empleo y bonanza a partir de trabajar lo que esa tierra, tal como es, puede dar. Otear en el horizonte un jardín de molinos de viento, parques eólicos que producen el 20% de la energía necesaria. Ver un metro limpio, que huele a lavanda, con estaciones provistas de escaleras mecánicas y ascensores que funcionan y donde cualquier retraso o avería supone una petición pública de disculpas a los clientes, so pena de una protesta que no puede ser obviada por las autoridades.
Caminar por doquier sin sentir el miedo atroz al asalto o a perder la vida. Saber que ese policía que se acerca quiere ayudar, no asustar o cobrar vacuna. Notar que el empleo informal es escaso y que muchos de esos que alguna vez fueron buhoneros hallaron la senda de la prosperidad a partir de su conversión en emprendedores formales. Constatar que las quejas de la gente son escuchadas por los funcionarios públicos y respondidas con acciones, no con vanas promesas. Confirmar que los ciudadanos están convencidos que la democracia limpia y honesta es el mejor negocio, que la inclusión es el mejor negocio, que el respeto al estado de derecho es el mejor negocio. Presenciar el quehacer de una sociedad harto más poderosa que el estado y que éste sólo existe para servir a la gente y no servirse de ella.
No hablo de Dinamarca ni de Suiza. Me refiero al país de los vientos, del inmenso y bravío mar y las montañas erguidas, de los huertos convertidos en inmensas extensiones de plantíos, de las minas y los olivares, de la gente de piel tostada por el sol y arrugada por el viento y la risa de cascabeles. El país de Neruda y la Mistral, del Andrés Bello que procuró en esa tierra una segunda patria. El país que pasó de los errores a los horrores y luego recapituló y comprendió que la libertad sólo está en el paisaje de una sociedad próspera, con igualdad de oportunidades, generadora de bienestar social.
Uno de sus grandes logros es la libertad, esa libertad que es un cántico a esos millones de seres humanos que hoy son responsables ciudadanos y no siervos de un sistema estatal feudalista. Lo reconozco. Me dio envidia. Y rabia. Y dolor por mi patria. Y se me agrietó el alma. Y entonces pensé en el 2012. Y vi el futuro que está a la vuelta de la esquina, un futuro que hay que construir porque no ocurrirá por generación espontánea. Y se me pintó en el rostro una sonrisa de esperanza. No hay mal que dure cien años ni cuerpo que lo resista.
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