La noticia llegó de sopetón. Nadie se la esperaba. El tipo pasó a mejor vida. No era viejo. Apenas unos 69 años, que no son muchos. Claro, son muchos cuando se contabilizan ejerciendo uno de los mas despreciables oficios, el de dictador. El norcoreano falleció dizque de un infarto. No se sabe bien el cuento, ni se sabrá. Pero en la tele de allá no hicieron sino pasar las imágenes glorificadas del infecto tirano.
Siempre me pregunto, no qué va a suceder, sino qué van a sentir los cubanos el día que ocurra la inevitable muerte de Fidel. No me refiero tan sólo a los cubanos en el exilio. Tambien a los cubanos de la isla. Unos y otros valen igual, pesan igual, pero no sentirán igual.
Los dictadores vienen a ser como los modernos dioses paganos. O al menos así lo creen ellos. Con derecho a todo. Convierten a sus países en tierras donde todo pasa y nada pasa. Es como detener el calendario pero vivir cada dia igual que el anterior, por años, y años y años y años…
Los tiranos huelen a rancio, a baño escaso, a uñas carcomidas que toquetean a una infanta hija de cualquier lambesuelas. Me dan asco. Yo creo que lo único que puede ser vitalicio –y eso con mucha suerte y mucho aguante- es el matrimonio. Pero en política todo lo que perdura más de la cuenta, perjudica. Si Cuba tenía problemas antes de la llegada del barbudo, eran insignificantes comparados con los que padecen hoy los cubanos. Los que están en la isla son prisioneros en su propio país. A los que están en el exilio les robaron todo, hasta la manera de caminar. Pero principalmente intentaron robarles la patria. Y eso, no importa las excusas que den, es una salvajada.
En mi país padecemos a un individuo que incluso enfermo de cáncer cree que la nación entera le pertenece. Lleva ya trece años “apoltronado en el coroto” -como decimos los venezolanos- y pretende quedarse “hasta que el cuerpo aguante”. Es astuto y listo -de ello no cabe la menor duda- y ha tenido la buena suerte de un petróleo en precios exorbitantes. Este cuento sería tan y tan distinto si la revolución no hubiera tenido la renta petrolera financiando este sórdido montaje de complicidades y compras de conciencia.
Los dictadores, no importa de dónde sean, hablan de amor cuando en realidad trabajan desde el odio y el control. Como a títere sin cabeza manejan al Estado a su antojo y placer. Y si eso le cuesta a varias generaciones el progreso posible, sea pues. Reconozco que no soporto a los tiranos. Me parecen insoportablemente egotistas, que viene a ser uno de los defectos mas deleznables que pueda distinguir a un ser humano. Creo que deben ser una fauna que caiga en extinción total y perpetua, para beneficio de la Humanidad.
¿Qué sintieron los norcoreanos del país o exilados de su tierra? Al principio, seguro que una gigantesca incertidumbre (o acaso punzante miedo) que se instaló hasta en el tuétano de sus huesos. ¿Reaccionarán? ¿Se rebelarán? No lo sé. Creo que nadie lo sabe. En Corea del Norte hay como millón y medio de militares, armados hasta los dientes y muchos de ellos desprovistos de alma, a quienes no les temblará el pulso para arremeter contra su propia gente. Y la población les teme, como es de imaginarse. Pero es bien sabido que los militares son leales… hasta que se alzan. Yo espero que pueda más la inteligencia que la domesticación.
Entretanto, uno menos. Mi cristianismo, lo reconozco, tiene un límite. Y con estos malhadados perversos, mi paciencia se fundió hace mucho tiempo. Dios ya encontrará manera de castigarme. Y yo aceptaré mi culpa porque, francamente, si alegrarme por la desaparición física del barbárico norcoreano es un pecado, me costará vuelta y vuelta en el purgatorio. Bueno, tocará.
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