martes, 3 de enero de 2012

El pan de piquito

El pan de piquito / Soledad Morillo Belloso

Cualquier venezolano de esa edad que llaman “interesante¨ sabe con exactitud cuál es el pan al que hago referencia en el título de estas líneas que ustedes me hacen la gentileza de leer. Ese alimento, suavecito y apetitoso, por condición intrínseca es imposible que a alguien disguste o caiga mal. Con el pan de piquito se han confeccionado miles de millones de sanguchitos de piñata (debidamente rellenados con diablitos, queso untable, salchichitas coctel, atún y un larguísimo etecétera), de los que los adultos se atapuzan más que los críos, como es harto conocido. En extremo popular, ese panecillo adorna por igual tanto las cenas elegantes como las comilonas carentes de toda pompa y circunstancia. Es de célebre recordación a la hora del desayuno acompañado de deliciosa mantequilla. Es glorioso a la hora de mojarlo en, por ejemplo, la extra calórica y dotada de triglicéridos y colesterol del maluco salsa del pernil. Conozco gente que lo come con dulce de leche. Y luego se chupan los dedos.

Nadie conoce el verdadero origen del pan de piquito, ni siquiera don Armando Scannone, experto gastronómico a quien hay que reconocer el mérito de haber acopiado sistemáticamente las glorias de los fogones venezolanos, en especial los caraqueños. Se dice, sin embargo, que lo de ¨piquito¨ viene a modo descriptivo de la forma dada por el panadero, que no del contenido.

Cuando hay hambre de esa que hace estrujar la panza, un solo pan de piquito es capaz de producir un efecto casi milagroso, cual no es otro que hacer callar los impertinentes ruidos que tanto nos pueden hacer avergonzar en una reunión de trabajo frente a un individuo de esos a quienes caracteriza la abundancia de malas pulgas. De hecho, hasta al peor malhumorado se le pinta una sonrisa en el rostro cuando degusta esa gloria para el paladar que es el incomparable pan de piquito, relleno o solo, cual sea su placer.

Pero como todo en la vida, hay procedimientos que deben ser seguidos con rigor. Si uno abusa del pan de piquito, si no lo comprende, si lo irrespeta, pues pasará la cuenta. Las gorduritas acabarán siendo indisimulables. Y si se comete el pecado o la torpeza de acompañarlo de agua, el indiscutible manjar de los dioses se inflará dentro de la barriga, al punto que nos hará lucir como en estado de buena esperanza, lo cual en los especímenes masculinos humanos francamente no se ve bien, pues da al traste con cualquier sensualidad que haya podido exhibir el semental, para goce y fortuna de las féminas.

El pan de piquito es infecto, por decir lo menos, cuando es recalentado en horno de microondas. Se convierte en una suerte de melcocha de plastilina intragable e indigerible. Y por si fuera poco, además produce acidez. Tal como puede suceder en algunos otros temas, en ocasiones la tecnología puede echar a perder lo que se tiene, aunque luzca a primera vista que genera beneficios.

De premio al sentido del gusto a insulto a la inteligencia se transforma el pan de piquito cuando alguien tiene la infeliz idea de freírlo. No así cuando se le moja con paciencia y delicadeza infinitas en unos fritos que conservan la yema casi líquida y la clara tostadita (lo cual requiere dedicación y destreza culinarias).

A estas alturas, usted, que me está leyendo en las páginas de opinión de este tan serio y relevante medio de comunicación, ya debe andar preguntándose qué le pasó a la escribidora. ¿Perdió la razón? ¿Acaso anda afectada por alguna severa enfermedad mental? ¿O será simplemente que se le secó la inspiración? Nada que ver. Loca estoy prácticamente desde mi llegada a este mundo y así lo afirmaba mi madre. Ninguna novedosa enfermedad bacteriana me aqueja. Y, por fortuna, la musa no me ha abandonado.

Estoy como quien dice "en entrenamiento". Así como los niñitos cuando usan esas pocetas enanas para pasar a dejar de usar pañales. Este texto -publicado por estas fechas que nos invitan a la felicidad y también a la reflexión- es el primero que escribo en esta fase de práctica de la nueva manera de articular opinión, si nos atenemos a la letra de la ilustre sentencia de la Corte Primera en lo Contencioso Administrativo, según la cual opinar en política es asunto que compete sólo a políticos debidamente registrados en las filas militantes de las organizaciones partidistas y está vedado a los simples ciudadanos nacionales de este país (e imagino que más aún a visitantes provenientes de parajes ignotos). Sus señorías los magistrados de la mencionada corte, doctos y facultos en la materia de las libertades y los derechos, han encendido las luces de la sabiduría y han ¡por fin! guiado nuestros pasos en este sombrío túnel de ignorancia en el que hemos vivido hasta ahora. Que cuando Aristóteles (el de la antigüedad, que no era adeco a pesar de la batica blanca) esgrimió la tesis según la cual el hombre es un “animal politico”, pues andaba errado de medio a medio y hablando más pistoladas que ministro estrenando cargo. Políticos son los políticos, nadie más. A la política, pues los políticos.Y como eso ha quedado claro a según ha tenido a bien instruirnos el tribunal, pues los ciudadanos de a pie y de pluma hemos sido liberados de esa pesada carga que supone la responsabilidad –y en mi caso también el deber profesional- de expresar parecer sobre la cosa pública. ¡Uf, qué alivio! Me han quitado un peso de encima.

Pero en este ejercicio de meditación transcendental, se me ocurre un par de comparaciones. El pan de piquito es como la Constitución Nacional. Sí, la aprobada en 1999 y ratificada en 2007. La carta magna que rige nuestro presente y nuestros destinos puede ser maravillosa, estupenda, hasta sublime. Como el pan de piquito. Pero depende de quién la use y a qué fin. El resultado, si mal utilizada, si mal entendida, si puesta de lado para luego pretender recuperarla cuando la situación apremia, tal cual el pan de piquito, la Constitucion será con suerte un despojo. O peor aún, viene a ser como recoger un chicle de debajo del pupitre, colocado allí por algún estudiante sin modales y creer que nos quitará el mal aliento. El pan de piquito, sin espacio a dubitación una maravillosa creación humana, acaba siendo -como la democracia mal manoseada- un elemento que en los músculos inadecuados se convierte en un bodrio.

Pienso también que el pan de piquito se asemeja a la democracia. A la de verdad. No a la inventada en alguna trastienda una noche de desvelo y teniendo como inspiración una matica. ¿En que se parecen uno y otra? Nunca sobran. Nunca abundan. Nunca desentonan. No son estacionales. Antes bien, sirven para cualquier época del año y pegan con cualquier público. Bien hechos, conservan por largo tiempo su textura y sabor. Se pueden guardar en el congelador y usarlos tiempo después, bastando apenas algo de calentamiento. Entonces vuelven al punto original, como si hubiesen sido elaborados apenas unos pocos minutos atrás.

Se nos avecinan tiempos para aupar y degustar el pan de piquito. Por de pronto, ahí mismito en 2012, apunten en sus agendas el 12 de febrero y el 7 de octubre.

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