El hombre con quien tengo legalmente el
dormir comprometido, a saber mi marido, es rubio, de ojos rubios, dientes
rubios, cabellos rubios. Es lo que en criollo llamamos un “catire”. Y, claro
está, no pasa desapercibido nunca. Yo soy más bien “catirrucia” y tengo los
ojos del color de la hojas de tamarindo cuando caen en los lechos de los ríos.
Es decir, soy una “x”, de esas mujeres que los organismos de seguridad de
estado, con la escasa creatividad que les caracteriza, describen para los
documentos de identificación como de ojos pardos, cabellos castaños y sin señas
distintivas.
Cuando hace muchos años hacía radio, la
audiencia me imaginaba como una morenaza alta, suerte de diosa de cuerpo
curvilíneo de esas que paran el tráfico y tumban gobiernos. La confusión
provenía de mi voz grave. Luego, cuando me conocían en vivo y en directo no
podían creer que yo era yo, este pedacito, este bocetico, esta cuota inicial de
mujer. Un compadre a quien quiero mucho me bautizó como una casita Inavi,
chiquita y sin lujos pero con todas las comodidades.
De escasa estatura y siendo la menor de
cinco hermanos, tuve por fuerza que aprender a sobrevivir. En ese proceso de
crecer –crecer en mi caso es un eufemismo- aprendí muchas cosas que para la gente
rayan en lo innecesario. Siempre pensé que si total el conocimiento no pesa,
bueno, mejor era tener de sobra que de falta, aunque sólo fuere para llenar de
conversación esos terribles momentos de incómodos silencios o pesados tedios
que se producen cuando la gente no encuentra qué decir.
Yo siempre estuve como desubicada. Era
“nerd” cuando no estaba de moda. Me fascinaba la historia cuando a la mayor
parte de la gente le aburría. Cantaba boleros de La Lupe cuando estaba de moda
el rock ácido. Era irreverente cuando tocaba ser una damita bien comportada. El
cura que nos daba religión en bachillerato decidió darme licencia de sus clases
(es decir, me expulsó) ante mi insistencia en atormentarlo con preguntas
teológicas.
Entré en la universidad menor de edad.
Otra vez a sobrevivir en lo que era una auténtica jungla de las “buenotas” que
atravesaban el cafetín contoneando las caderas y haciendo que más de uno cayera
en trance. Yo no estaba “buenota” y además sacaba buenas notas. Tenía a mi
favor que siempre he bailado muy bien y siempre he sido pana de mis amigos y su
muy confiable confidente. Yo entiendo a los hombres porque ellos mismos se me
han explicado. De hecho, entiendo mucho mejor a los hombres que a las mujeres.
Si los hombres son de Marte y las mujeres de Venus, yo me encuentro mejor entre
marcianos.
Después de la graduación, llegó el
empezar a ser gente grande (grande en mi caso es un decir). Comencé a trabajar
en una prestigiosa agencia de publicidad y, claro está, a moverme en el mundo
de las divas y las modelos. Todas usaban como 36D mientras yo no lograba rellenar
un 32A. Todas eran amazonas superdotadas con estatura de “misses”, mientras yo
no conseguía ni con plataformas llegar a 1,60.
De allí pasé a trabajar en una
trasnacional que me puso a viajar. En esa empresa había muchos más hombres que
mujeres. La competencia tenía bastante más que ver con el cerebro que con las
caderas. Ahí estaba yo como pez en el agua.
Luego en otra muy reputada agencia de
publicidad me estrené en un cargo de dirección. Allí aprendí no sólo a gerenciar
sino a cómo ser una mujer en la gerencia. Aprendí que si uno tiene un problema
doméstico, no puede llegar jamás a la oficina aduciendo ese problema para
excusar un retardo. No. Hay que decir que se le dañaron los tripoides al carro.
Hasta el día de hoy no sé qué son los tripoides ni para qué sirven (ni quiero
saberlo). Sé sí que para los hombres una avería de los tripoides es un problema
serio, mayúsculo, respetable, que amerita una crisis, no así que la lavadora
haya explotado e inundado la mitad del apartamento y el agua caiga a chorros
por la ventana del vecino de abajo.
Pasé años en empresas de diferentes
sectores, siempre trabajando en Comunicación. Los últimos tiempos los he
dedicado al análisis y diseño estratégico político, a la par de mi oficio de escribidora
que inicié a los diez años de edad y del que no pienso retirarme ni aun después
de haber cruzado el páramo, pues seguro allí en el más allá montaré un
escritorio. Al fin y al cabo, yo escribo, luego existo.
En la política, como en ningún otro
espacio, las mujeres marcan territorio. Son minoría y lo saben. Son extremadamente
competitivas, no están dispuestas a ceder ni un centímetro de espacio ganado y
son implacables. Las mujeres tenemos una memoria de elefante y somos densas. El
asunto de ser multitarea, lo cual nos es natural, echa por tierra el estilo
masculino de hacer política. Pero las mejores mujeres que he visto actuar en
estas lides no son las que parecen machos con botas en celo, no son las
vulgares en el habla y el comportamiento, sino antes bien las que se dejan
colar, las sutiles y ocurrentes, las de planteamientos novedosos y que saben
hilar los conceptos y las acciones. Las escachalandradas, las malandras, las
groseras, las vulgares, esas no tienen vida. Son tan tontas que creen que
comportándose como machos con botas los hombres las respetarán más. No se dan
cuenta que lo que más respeta un hombre en una mujer es que sea precisamente
eso, una mujer.
A mí me tocó enfrentar un machismo
soterrado y fuertemente implantado en el ADN empresarial venezolano. Nunca fui
feminista pero sí acérrimamente anti machista, lo que supone decir ponerle
freno a un montón de mujeres que con su actitud crean y crían machos. Siempre
interesándome en la política, veía cómo en otros países se progresaba en
asuntos de género mientras en mi país, supuestamente el más “progre” de la
región, eran las mismas mujeres las que le montaban barricadas y trampa jaulas
a sus congéneres para impedir su progreso. Eso siempre me pareció tonto y
suicida. Me hice camino entendiendo a los hombres y apoyando a las mujeres.
Haciendo un análisis retrospectivo, me
resulta imposible imaginar no haber hecho carrera profesional y menos haber
estado dispuesta a sacrificar mi condición de mujer. Si constituimos
aproximadamente la mitad de la humanidad, si no podemos vivir sin esa otra
mitad y esa mitad tampoco puede ni quiere vivir sin nosotras, ¿a santo de qué
hablar de renuncias? Con ellos, aunque mal paguen…
Ni mi ínfima estatura ni mi evidente
ausencia de voluptuosidades han sido óbice para el progreso profesional y para tener
una vida interesante, divertida y apasionante. Siempre entendí que no hay mujer
fea sino mal arreglada. Jamás salgo de mi casa sin zarcillos. Y nunca seré
acusada de simple. No hay día en que no me
regale un buen ataque de risa. Lo que he aprendido lo comparto con gente
capaz y prometedora que entiende que el éxito no se logra pisoteando sino
germinando. El catire con quien tengo legalmente el dormir comprometido se divierte
con todos mis disparates, me abre la puerta y me ofrece su brazo para levantarme
cuando me desbarranco al caminar con las plataformas que calzo de pura
pretenciosa que soy.
En mi vida hay un precepto que siempre he
cumplido: Con los bolsas ni a misa porque se arrodillan cuando no toca.
El perfume bueno, amigos, viene en frasco
chiquito. Y el veneno también.