miércoles, 21 de agosto de 2013

Perfume y veneno


El hombre con quien tengo legalmente el dormir comprometido, a saber mi marido, es rubio, de ojos rubios, dientes rubios, cabellos rubios. Es lo que en criollo llamamos un “catire”. Y, claro está, no pasa desapercibido nunca. Yo soy más bien “catirrucia” y tengo los ojos del color de la hojas de tamarindo cuando caen en los lechos de los ríos. Es decir, soy una “x”, de esas mujeres que los organismos de seguridad de estado, con la escasa creatividad que les caracteriza, describen para los documentos de identificación como de ojos pardos, cabellos castaños y sin señas distintivas.

Cuando hace muchos años hacía radio, la audiencia me imaginaba como una morenaza alta, suerte de diosa de cuerpo curvilíneo de esas que paran el tráfico y tumban gobiernos. La confusión provenía de mi voz grave. Luego, cuando me conocían en vivo y en directo no podían creer que yo era yo, este pedacito, este bocetico, esta cuota inicial de mujer. Un compadre a quien quiero mucho me bautizó como una casita Inavi, chiquita y sin lujos pero con todas las comodidades.

De escasa estatura y siendo la menor de cinco hermanos, tuve por fuerza que aprender a sobrevivir. En ese proceso de crecer –crecer en mi caso es un eufemismo- aprendí muchas cosas que para la gente rayan en lo innecesario. Siempre pensé que si total el conocimiento no pesa, bueno, mejor era tener de sobra que de falta, aunque sólo fuere para llenar de conversación esos terribles momentos de incómodos silencios o pesados tedios que se producen cuando la gente no encuentra qué decir.

Yo siempre estuve como desubicada. Era “nerd” cuando no estaba de moda. Me fascinaba la historia cuando a la mayor parte de la gente le aburría. Cantaba boleros de La Lupe cuando estaba de moda el rock ácido. Era irreverente cuando tocaba ser una damita bien comportada. El cura que nos daba religión en bachillerato decidió darme licencia de sus clases (es decir, me expulsó) ante mi insistencia en atormentarlo con preguntas teológicas.

Entré en la universidad menor de edad. Otra vez a sobrevivir en lo que era una auténtica jungla de las “buenotas” que atravesaban el cafetín contoneando las caderas y haciendo que más de uno cayera en trance. Yo no estaba “buenota” y además sacaba buenas notas. Tenía a mi favor que siempre he bailado muy bien y siempre he sido pana de mis amigos y su muy confiable confidente. Yo entiendo a los hombres porque ellos mismos se me han explicado. De hecho, entiendo mucho mejor a los hombres que a las mujeres. Si los hombres son de Marte y las mujeres de Venus, yo me encuentro mejor entre marcianos.

Después de la graduación, llegó el empezar a ser gente grande (grande en mi caso es un decir). Comencé a trabajar en una prestigiosa agencia de publicidad y, claro está, a moverme en el mundo de las divas y las modelos. Todas usaban como 36D mientras yo no lograba rellenar un 32A. Todas eran amazonas superdotadas con estatura de “misses”, mientras yo no conseguía ni con plataformas llegar a 1,60.

De allí pasé a trabajar en una trasnacional que me puso a viajar. En esa empresa había muchos más hombres que mujeres. La competencia tenía bastante más que ver con el cerebro que con las caderas. Ahí estaba yo como pez en el agua.

Luego en otra muy reputada agencia de publicidad me estrené en un cargo de dirección. Allí aprendí no sólo a gerenciar sino a cómo ser una mujer en la gerencia. Aprendí que si uno tiene un problema doméstico, no puede llegar jamás a la oficina aduciendo ese problema para excusar un retardo. No. Hay que decir que se le dañaron los tripoides al carro. Hasta el día de hoy no sé qué son los tripoides ni para qué sirven (ni quiero saberlo). Sé sí que para los hombres una avería de los tripoides es un problema serio, mayúsculo, respetable, que amerita una crisis, no así que la lavadora haya explotado e inundado la mitad del apartamento y el agua caiga a chorros por la ventana del vecino de abajo.

Pasé años en empresas de diferentes sectores, siempre trabajando en Comunicación. Los últimos tiempos los he dedicado al análisis y diseño estratégico político, a la par de mi oficio de escribidora que inicié a los diez años de edad y del que no pienso retirarme ni aun después de haber cruzado el páramo, pues seguro allí en el más allá montaré un escritorio. Al fin y al cabo, yo escribo, luego existo.

En la política, como en ningún otro espacio, las mujeres marcan territorio. Son minoría y lo saben. Son extremadamente competitivas, no están dispuestas a ceder ni un centímetro de espacio ganado y son implacables. Las mujeres tenemos una memoria de elefante y somos densas. El asunto de ser multitarea, lo cual nos es natural, echa por tierra el estilo masculino de hacer política. Pero las mejores mujeres que he visto actuar en estas lides no son las que parecen machos con botas en celo, no son las vulgares en el habla y el comportamiento, sino antes bien las que se dejan colar, las sutiles y ocurrentes, las de planteamientos novedosos y que saben hilar los conceptos y las acciones. Las escachalandradas, las malandras, las groseras, las vulgares, esas no tienen vida. Son tan tontas que creen que comportándose como machos con botas los hombres las respetarán más. No se dan cuenta que lo que más respeta un hombre en una mujer es que sea precisamente eso, una mujer.

A mí me tocó enfrentar un machismo soterrado y fuertemente implantado en el ADN empresarial venezolano. Nunca fui feminista pero sí acérrimamente anti machista, lo que supone decir ponerle freno a un montón de mujeres que con su actitud crean y crían machos. Siempre interesándome en la política, veía cómo en otros países se progresaba en asuntos de género mientras en mi país, supuestamente el más “progre” de la región, eran las mismas mujeres las que le montaban barricadas y trampa jaulas a sus congéneres para impedir su progreso. Eso siempre me pareció tonto y suicida. Me hice camino entendiendo a los hombres y apoyando a las mujeres.

Haciendo un análisis retrospectivo, me resulta imposible imaginar no haber hecho carrera profesional y menos haber estado dispuesta a sacrificar mi condición de mujer. Si constituimos aproximadamente la mitad de la humanidad, si no podemos vivir sin esa otra mitad y esa mitad tampoco puede ni quiere vivir sin nosotras, ¿a santo de qué hablar de renuncias? Con ellos, aunque mal paguen…

Ni mi ínfima estatura ni mi evidente ausencia de voluptuosidades han sido óbice para el progreso profesional y para tener una vida interesante, divertida y apasionante. Siempre entendí que no hay mujer fea sino mal arreglada. Jamás salgo de mi casa sin zarcillos. Y nunca seré acusada de simple. No hay día en que no me  regale un buen ataque de risa. Lo que he aprendido lo comparto con gente capaz y prometedora que entiende que el éxito no se logra pisoteando sino germinando. El catire con quien tengo legalmente el dormir comprometido se divierte con todos mis disparates, me abre la puerta y me ofrece su brazo para levantarme cuando me desbarranco al caminar con las plataformas que calzo de pura pretenciosa que soy.

En mi vida hay un precepto que siempre he cumplido: Con los bolsas ni a misa porque se arrodillan cuando no toca.

El perfume bueno, amigos, viene en frasco chiquito. Y el veneno también.


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