(Esto no es un panegírico a Aquiles Heredia)
No recuerdo bien cuándo lo conocí. Tuvo que ser por allá por mi lejana pero no olvidada adolescencia, esa época en la que uno adolece de muchas cosas, entre otras de sentido de los límites.
La vida, la maestra vida, quiso e hizo que emparentáramos. Su esposa es prima de mi esposo. Así, nos veíamos con frecuencia, menos de lo que yo hubiera deseado. Vivir en Caracas es un ejercicio permanente de desencuentro. La ciudad, su tráfico, su congestionamiento, su superpoblación. Le perdonamos todo porque igual nos regala El Ávila y nos sigue hospedando.
Tenía un vozarrón de esos que sería la envidia de cualquier actor de teatro. Pero ese tono grueso no lograba disimular su corazón de osito de peluche gigante. Siempre es impresionante hallar tanta dulzura en un hombre tan grandote.
No sé de persona alguna que conociéndolo no hablara bien de él. Y no me refiero tan sólo a la familia por parte de los Heredia y de los Arnal. Hablo de colegas, compañeros de trabajo, amigos, conocidos, relacionados y un largo etcétera.
Era la personificación de “haz el bien y no mires a quién”. Todo ello sin jamás ser una suerte de tonto de quien todos los abusadores se aprovechan. ¡Qué va! Cuando había que decir “no” lo hacía, sin que le temblara el pulso. Era la esencia de la rectitud.
No es lisonja banal decir que lo adornaban las virtudes del “buenagente”.
Querendón y queridísimo, Aquiles no nos deja un vacío. Por el contrario, nos deja las almas repletas de buenos recuerdos, de inagotables anécdotas y, sobre todo, de amor del bueno. Ahora está en el cielo. Seguro trabaja y arregla desaguisados. Y nos mira y protege.
Anoche sonaban truenos en Caracas. Y yo pensaba: “Es Aquiles, su voz retumbando en el espacio sideral”.
Dios te bendiga, querido amigo.
Soledad
Martes, 15 de septiembre de 2009
No hay comentarios:
Publicar un comentario