No soy el Presidente de la República y jamás pretendo postularme para tal cargo. Así que algunos dirán que escribo desde la tapa de la barriga, o acaso desde la comodidad del lugar donde se encuentra alguien que no piensa estar nunca en semejante posición de angustia. Pero igual el ejercicio sirve.
Si yo fuera el Presidente, abandonaría todo plan reeleccionista y haría que mi gente entendiera que me hace daño cuando me coloca en los altares. Culminaría mi período cuando aún cuente con buenos índices de aprobación y popularidad. No caería en la tentación de la eternidad presidencial. Por el contario, prepararía el camino para convertirme en una suerte de “pasado magnifico”, de esos que siempre son usados como ejemplo cuando la ocasión la pintan de discurso. En pocas palabras, escogería el camino de la gloria segura y no correría el riesgo innecesario de la posible derrota. Es evidente que luego de tantos años, a la gente a la que no ha votado por mí, no la convenceré de hacerlo. Pero puede ocurrir que pierda apoyo, porque la reelección puede ser vista incluso por gente que me ha apoyado como un gesto intragablemente arrogante. Si yo fuera el Presidente, procuraría salir por la puerta grande y no me empecinaría en añejarme en la silla.
Si yo fuera el Presidente, invertiría todo el tiempo que me queda en el cargo en construir viviendas y carreteras, en arreglar las cárceles, en poner como tacitas de plata a los hospitales y escuelas. Haría todo lo posible para que mi discurso de entrega de la batuta pueda estar repleto de logros en materia de beneficios para las comunidades.
Si yo fuera el Presidente, jugaría ajedrez político. Invitaría a mis “adversarios” a ocupar posiciones en el gobierno, y los dejaría hacer. Total, cualquier triunfo de ellos sería contabilizado para mí y para mi gobierno. Lo mismo haría con los empresarios, quienes al fin y al cabo pueden producir empleos. De nuevo, la gloria de su éxito el pueblo me la achacaría a mí.
Si yo fuera el Presidente, no me pelearía con ningún presidente del vecindario. No respondería a sus ataques verbales. Mi jugada sería “paso y gano”. Los patrioterismos, que suelen producir aplausos, en realidad generan ovaciones pasajeras. Y si no que se lo pregunten a los argentinos, que pusieron tremenda torta cuando apelaron a los valores patrios y se lanzaron en una guerra por las islas Malvinas que ni haciendo magia podían ganar.
Si yo fuera el Presidente, invertiría tiempo, dinero y recursos cuantiosos en el asunto de la seguridad ciudadana. Toda persona que es víctima de la inseguridad es un elemento de destrucción propagandística de la gestión de un presidente. Y esa víctima tiene una gigantesca credibilidad, porque sus familiares, vecinos, amigos y relacionados se verán en el espejo de su sufrimiento y echarán las culpas sobre el gobierno.
Si yo fuera el Presidente, me amigaría con los jerarcas de todas las confesiones. Sabría entender que nadie en toda la historia de la Humanidad ha podido borrar a la religión. Y entendería que quien se mete con curas (y lo mismo ocurre con pastores, rabinos, imanes, etc.) se empava.
Si yo fuera el Presidente, hablaría poco y corto. Le abriría las puertas de mi alma a todos los medios de comunicación y a todos los periodistas, muy especialmente a los que no comulgan con mi pensamiento. Los invitaría a tomar café para escucharlos, y luego de hacerlo, contestaría brevemente y al punto cada una de sus preguntas, sin caer en peroratas con las que sólo se confirman sus malas sospechas.
Si yo fuera el Presidente, me tomaría un buen par de semanas de vacaciones. Me iría a un lugar hermoso, tranquilo, lejos del mundanal ruido, para descansar el cuerpo y el alma, para descongestionarme y librarme de furias y otras pasiones desbocadas.
Pero yo no soy el Presidente. Y es evidente que alrededor del Presidente no hay quien le aconseje bien. El Presidente no tiene reales amigos, no tiene confidentes, no tiene “íntimos” que le canten las verdades en lugar de llorarle las mentiras. Y eso es triste y patético.
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