Han cometido fechorías y delitos de todo sabor, color y hedor. Se han apropiado del poder más absoluto en sus países. Han domesticado a la sociedad y han convertido a los ciudadanos en esclavos de su propiedad. Han mostrado el más indignante irrespeto a toda norma de derechos humanos que se haya escrito y aprobado en tiempos modernos.
Prevalidos de una insoportable e indecente omnipotencia, hacen y deshacen a su antojo y placer. Han pisoteado el honor de mujeres y hombres. Han puesto tras las rejas a quienes han osado levantar su voz para oponérseles. Han construido a su alrededor una compleja estructura de seguridad personal que los protege de los ataques que, ciertos o no, suponen que puedan despojarlos de sus tronos. Han saqueado las arcas públicas.
Se han obsequiado una vida de lujos que ya envidiarían los más potentados del mundo entero. Con dineros que le han escamoteado a los pueblos, se han finaniado todo tipo de caprichos y hábitos.
Han magreado mujeres. Han asesinado niños. Han utilizado espacios civiles para ocultar sus armas. Han colocado a inocentes ciudadanos como escudos. Han engañado a los ciudadanos sin empacho alguno. Han impuesto toques de queda y estados de sitio. Han construido complicados entramados para controlar los sistemas y medios de comunicación.
Se han valido de apoyos para hacerse de aún más poder. Han desechado a los ciegos incautos que en un principio los apoyaron. Han enterrado en fosas comunes a los muchos que han criminalmente torturado y posteriormente convertido en “desaparecidos”. Tienen en su haber masacres, genocidios y magnicidios. Han hecho negocios con los más terribles terroristas a quienes además les han otorgado asilo y santuario.
Han tornado a sus naciones en tierra arrasada en la que sobreviven millones de personas cuyo único delito ha sido nacer o vivir en esos países. Los derechos humanos de esas personas son violados todas las horas de todos los días.
Ellos, los indefendibles, son impresentables, deleznables, hediondos. Son escoria, basura, desgracia. Son un cáncer para la Humanidad. Los hay en los cinco continentes y muchos de ellos ya, al fin, cuentan con boletas de encarcelación dictadas por tribunales nacionales e internacionales. Algunos ya fueron derrocados y se encuentran tras las rejas. Los nacionales de sus países tratan de reconstruir. Otros han escapado y son buscados afanosamente por fuerzas internacionales de seguridad. Y hay, para desgracia de enormes cantidades de personas, los que están en el poder, sofocando, asfixiando, robando, asesinando.
Cualquiera que hoy sea su amigo, debería saber que bien aplica aquello de “mira con quién andas y te diré quién eres”. Esos, los “amigos”, los cómplices, tendrán que rendir cuentas también. Sobre ellos deberá caer el peso de la ley.
La lista de los indefendibles es gruesa y atormentante. Y la de los amigos de los indefendibles también.
Usted, amigo lector, haga su lista. Yo tengo la mía y no quiero morir sin haber tachado de ella muchos nombres. migo lector, no calle, levante su voz bien en alto y quéjese. Mire que hay millones a quienes simplemente les está prohibido, no digo protestar, sino al menos opinar.
Haga su lista. Apoye las acciones que se toman para luchar contra los salvajes. No se quede con los brazos cruzados. Mire que el silencio es el asesino de la democracia.
martes, 27 de septiembre de 2011
Vuelve Cuéntame /
¿A qué negarlo? En el mundo hoy se produce televisión excelente, no sólo que nos hace pasar un rato agradable, sino que nos permite caminar por lugares y tiempos distintos a los nuestros. Hoy la televisión no es como hace años. No es un aparato que vemso cuando no tenemos nada mejor que hacer. Hoy es un medio de comunicación poderoso, altamente competitivo y que cuenta con producciones de primera calidad.
Vuelve a las pantallas, luego de un largo receso, la serie más relevante que ha producido y transmitido la televisión española. Lleva ya diez años y, durante estas “vacaciones” que se tomaron, los televidentes como yo la extrañamos y ansiamos su regreso.
Regresa “Cuéntame cómo pasó”. Y con ella volveremos a inmiscuirnos – con permiso de ellos – en la cotidianidad de una familia clase media española a quienes la vida no les ha pasado por delante sin pena ni gloria sino, antes bien, con profundidad, con pasión y con salero. Ellos se quieren, frente a nos. Con su amor nos enamoran.
Antonio y Mercedes nos abrirán de nuevo la puerta de su alcoba, ese espacio donde se confiesan angustiosos y débiles cuando la existencia se les complica o reilones y pícaros cuando la vida se les pinta de buena y gentil.
Volverá la abuela, metáfora del amor eterno, ese que no falla y que no pide cuentas. Regresa el hermano hostelero que hace su vida con una mujer tanto más joven que él, para descubrir entre ellos unos celos no superados jamás y unas tragedias y alegrías propias de quienes han decidido armar un vida para bien y por el camino del bien.
Vendrán los niños convertidos ya en gente grande, en seres dueños de sus sueños y esclavos de lo único por lo que vale la pena dejarse domesticar: la libertad.
Vuelve el cuento de la España de la post dictadura franquista. Vuelve el triunfo y el fracaso. El hacer y el levantarse. El lamerse las heridas y el aprender a perdonar auqnue nunca a olvidar. Vuelve la crisis que acoquina y la oportunidad que abre sus ventanas. Vuelve la vida, esa vida en la que todos debemos superar asignatura. Vuelve “Cuéntame cómo pasó”. Y a mí la pantalla se me plena de gozo.
No me llamen ni me escriban mientras la transmiten. No me importunen. No estaré para nadie. Esa hora es mía.
Vuelve a las pantallas, luego de un largo receso, la serie más relevante que ha producido y transmitido la televisión española. Lleva ya diez años y, durante estas “vacaciones” que se tomaron, los televidentes como yo la extrañamos y ansiamos su regreso.
Regresa “Cuéntame cómo pasó”. Y con ella volveremos a inmiscuirnos – con permiso de ellos – en la cotidianidad de una familia clase media española a quienes la vida no les ha pasado por delante sin pena ni gloria sino, antes bien, con profundidad, con pasión y con salero. Ellos se quieren, frente a nos. Con su amor nos enamoran.
Antonio y Mercedes nos abrirán de nuevo la puerta de su alcoba, ese espacio donde se confiesan angustiosos y débiles cuando la existencia se les complica o reilones y pícaros cuando la vida se les pinta de buena y gentil.
Volverá la abuela, metáfora del amor eterno, ese que no falla y que no pide cuentas. Regresa el hermano hostelero que hace su vida con una mujer tanto más joven que él, para descubrir entre ellos unos celos no superados jamás y unas tragedias y alegrías propias de quienes han decidido armar un vida para bien y por el camino del bien.
Vendrán los niños convertidos ya en gente grande, en seres dueños de sus sueños y esclavos de lo único por lo que vale la pena dejarse domesticar: la libertad.
Vuelve el cuento de la España de la post dictadura franquista. Vuelve el triunfo y el fracaso. El hacer y el levantarse. El lamerse las heridas y el aprender a perdonar auqnue nunca a olvidar. Vuelve la crisis que acoquina y la oportunidad que abre sus ventanas. Vuelve la vida, esa vida en la que todos debemos superar asignatura. Vuelve “Cuéntame cómo pasó”. Y a mí la pantalla se me plena de gozo.
No me llamen ni me escriban mientras la transmiten. No me importunen. No estaré para nadie. Esa hora es mía.
Vuelve Cuéntame / Soledad Morillo Belloso
¿A qué negarlo? En el mundo hoy se produce televisión excelente, no sólo que nos hace pasar un rato agradable, sino que nos permite caminar por lugares y tiempos distintos a los nuestros. Hoy la televisión no es como hace años. Hoy es un medio de comunicación poderoso, altamente competitivo y que cuenta con producciones de primera calidad.
Vuelve a las pantallas, luego de un largo receso, la serie más relevante que ha producido y transmitido la televisión española. Lleva ya diez años y, durante estas “vacaciones” que se tomaron, los televidentes como yo la extrañamos y ansiamos su regreso.
Regresa “Cuéntame cómo pasó”. Y con ella volveremos a inmiscuirnos – con permiso de ellos – en la cotidianidad de una familia clase media española a quienes la vida no les ha pasado por delante sin pena ni gloria sino, antes bien, con profundidad, con pasión y con salero. Ellos se quieren, frente a nos. Con su amor nos enamoran.
Antonio y Mercedes nos abrirán de nuevo la puerta de su alcoba, ese espacio donde se confiesan angustiosos y débiles cuando la existencia se les complica o reilones y pícaros cuando la vida se les pinta de buena y gentil.
Volverá la abuela, metáfora del amor eterno, ese que no falla y que no pide cuentas. Regresa el hermano hostelero que hace su vida con una mujer tanto más joven que él, para descubrir entre ellos unos celos no superados jamás y unas tragedias y alegrías propias de quienes han decidido armar un vida para bien y por el camino del bien.
Vendrán los niños convertidos ya en gente grande, dueños de sus sueños y esclavos de lo único que vale la pena dejarse domesticar: la libertad.
Vuelve el cuento de la España de la post dictadura franquista. Vuelve el triunfo y el fracaso. El hacer y el levantarse. Vuelve la crisis y la oportunidad. Vuelve la vida, esa vida en la que todos debemos superar asignatura.
No me llamen ni me escriban mientras la transmiten. No estaré para nadie. Esa hora es mía.
¿A qué negarlo? En el mundo hoy se produce televisión excelente, no sólo que nos hace pasar un rato agradable, sino que nos permite caminar por lugares y tiempos distintos a los nuestros. Hoy la televisión no es como hace años. Hoy es un medio de comunicación poderoso, altamente competitivo y que cuenta con producciones de primera calidad.
Vuelve a las pantallas, luego de un largo receso, la serie más relevante que ha producido y transmitido la televisión española. Lleva ya diez años y, durante estas “vacaciones” que se tomaron, los televidentes como yo la extrañamos y ansiamos su regreso.
Regresa “Cuéntame cómo pasó”. Y con ella volveremos a inmiscuirnos – con permiso de ellos – en la cotidianidad de una familia clase media española a quienes la vida no les ha pasado por delante sin pena ni gloria sino, antes bien, con profundidad, con pasión y con salero. Ellos se quieren, frente a nos. Con su amor nos enamoran.
Antonio y Mercedes nos abrirán de nuevo la puerta de su alcoba, ese espacio donde se confiesan angustiosos y débiles cuando la existencia se les complica o reilones y pícaros cuando la vida se les pinta de buena y gentil.
Volverá la abuela, metáfora del amor eterno, ese que no falla y que no pide cuentas. Regresa el hermano hostelero que hace su vida con una mujer tanto más joven que él, para descubrir entre ellos unos celos no superados jamás y unas tragedias y alegrías propias de quienes han decidido armar un vida para bien y por el camino del bien.
Vendrán los niños convertidos ya en gente grande, dueños de sus sueños y esclavos de lo único que vale la pena dejarse domesticar: la libertad.
Vuelve el cuento de la España de la post dictadura franquista. Vuelve el triunfo y el fracaso. El hacer y el levantarse. Vuelve la crisis y la oportunidad. Vuelve la vida, esa vida en la que todos debemos superar asignatura.
No me llamen ni me escriban mientras la transmiten. No estaré para nadie. Esa hora es mía.
sábado, 10 de septiembre de 2011
Que no nos falle la memoria
Muchos hechos relevantes en la historia universal ocurrieron un 11 de septiembre. Por sólo hablar de años recientes, en 1906, Gandhi inicia su “Movimiento de No Violencia”. En 1943, en Minsk y Lida, los nazis comienzan el exterminio del ghetto judío. En 1973, en Chile, un golpe de estado liderado por el general Augusto Pinochet derroca al presidente Salvador Allende y da inicio a una dictadura que perduraría por diecisiete años. En 1981, España recibe del Museo de Arte Moderno de Nueva York el Guernica de Picasso. En 1989, el llamado Telón de Acero se abre entre Hungría y Austria. Desde Hungría, miles de alemanes del Este cruzan hacia Austria y Alemania Occidental. En 2001, la Asamblea de la OEA aprueba la Carta Democrática Interamericana.
Lat 40º42’46.8’’N Lon 74º0’48.6’’O
En esas coordenadas, a las 08:46 am UTC -4, el 11 de septiembre de 2001, un 747 de American Airlines se estrella contra la torre norte del WTC de Nueva York. Ahí, sin que los neoyorkinos alcanzaran a entenderlo comenzó una la tragedia más dolorosa que la nación estadounidense pueda recordar. En un principio se supuso que el asunto había sido un accidente. A nadie se le cruzaba por la mente que el asunto fuera lo fue: una atrocidad.
A seguir, otro avión se estrelló contra la torre sur del mismo complejo de comercio, un tercero contra el edificio Pentágono en el estado de Virginia y un cuarto se precipitó a tierra en un campo cercano a la localidad de Shanksville en el estado de Pensilvania. Mucho tardaron en comprender los sistemas de seguridad lo que sucedía: un suicida ataque terrorista. Horas después, el grupo Al Qaeda, liderado por el hoy fallecido Osama bin Laden (que Dios lo perdone porque yo no puedo), es señalado como el autor de los siniestros.
Hace diez años, a miles de ciudadanos de a pie que hacían su vida normal en Nueva York, en las adyacencias de Shanksville y en el Pentágono se les ejecutó. Su delito era existir. Simplemente existir. Aquello no fue una declaración de guerra ni una protesta. Fue la más horrenda masacre vivida en Estados Unidos desde el ataque a Pearl Harbor en 1941.
Sabemos los terribles números de los atentados pero no sobra insistir: 2.973 fallecidos, incluyendo los 246 en los aviones. Ni uno solo de los pasajeros sobrevivió. 2.602 perecieron en el WTC y 125 en el Pentágono. En esas cifras hay que destacar 343 bomberos del FDNY (Bomberos de Nueva York), 23 efectivos del NYPD (policía de la ciudad de Nueva York) y 37 policías de la NYPA (autoridad de los puertos de Nueva York y Nueva Jersey). Hasta hoy no han podido ser hallados los restos de 24 personas que figuran en la lista de “Missing” (desaparecidos). Miles fueron heridos en el cuerpo y el espíritu. Centenares de viudas, viudos y huérfanos lloran a sus “caídos” en un ajusticiamiento sumario.
Parte del paisaje
Los llamamos “víctimas”. Sabemos que aún muchas heridas no han sanado, que víctima no fue sólo aquel país sino buena parte del planeta, por no decir todo. Pero las víctimas han comenzado a ser parte del paisaje.
La mañana de aquel 11 de septiembre a los estadounidenses no les fue declarada la guerra. En el episodio se rompieron todos los tratados y acuerdos que regularizan las guerras modernas. No hubo declaratoria previa ni ultimátum ni carta de condiciones. Los atacantes usaron aviones civiles. Y, con la cobardía que caracteriza a los infames y escudándose tras un muy mal entendido concepto del Islam y una pésima interpretación del Corán, aquellos perversos acabaron en poco más de dos horas con la tranquilidad del hemisferio. Impusieron lo que buscaban con sus maléficos actos: el más profundo terror.
No es posible negociar con los terroristas. Carecen de todo vestigio de humanidad. Se creen superiores y con poder para poner en vilo a la población. Un terrorista es un violador de los más sacrosantos derechos humanos. De sus acciones somos víctimas, todos. No sólo quienes han perdido la vida o han sido heridos sino todos quienes habitamos este planeta que Dios nos dio.
Diez años más tarde y con secuelas como el atentado de marzo de 2004 en Atocha en Madrid, el de Londres en julio de 2005 y los innumerables ataques perpetrados en sitios ubicados sobre todo en el medio oriente, hay que recordar ese 11 de septiembre. Con dolor y con firmeza. El mundo entero tiene que decir No. No a la violencia. No al salvajismo. No al terrorismo. De lo contrario, los millones de víctimas de ataques terroristas habrán perdido su vida en vano. Las víctimas, de donde sean, no pueden ser parte del paisaje. Permitirlo es hacernos cómplices de los terroristas.
No soy “comeflor” pero soy sí firme creyente en la No Violencia. En el mundo los no violentos somos mayoría. Hagámonos sentir.
Lat 40º42’46.8’’N Lon 74º0’48.6’’O
En esas coordenadas, a las 08:46 am UTC -4, el 11 de septiembre de 2001, un 747 de American Airlines se estrella contra la torre norte del WTC de Nueva York. Ahí, sin que los neoyorkinos alcanzaran a entenderlo comenzó una la tragedia más dolorosa que la nación estadounidense pueda recordar. En un principio se supuso que el asunto había sido un accidente. A nadie se le cruzaba por la mente que el asunto fuera lo fue: una atrocidad.
A seguir, otro avión se estrelló contra la torre sur del mismo complejo de comercio, un tercero contra el edificio Pentágono en el estado de Virginia y un cuarto se precipitó a tierra en un campo cercano a la localidad de Shanksville en el estado de Pensilvania. Mucho tardaron en comprender los sistemas de seguridad lo que sucedía: un suicida ataque terrorista. Horas después, el grupo Al Qaeda, liderado por el hoy fallecido Osama bin Laden (que Dios lo perdone porque yo no puedo), es señalado como el autor de los siniestros.
Hace diez años, a miles de ciudadanos de a pie que hacían su vida normal en Nueva York, en las adyacencias de Shanksville y en el Pentágono se les ejecutó. Su delito era existir. Simplemente existir. Aquello no fue una declaración de guerra ni una protesta. Fue la más horrenda masacre vivida en Estados Unidos desde el ataque a Pearl Harbor en 1941.
Sabemos los terribles números de los atentados pero no sobra insistir: 2.973 fallecidos, incluyendo los 246 en los aviones. Ni uno solo de los pasajeros sobrevivió. 2.602 perecieron en el WTC y 125 en el Pentágono. En esas cifras hay que destacar 343 bomberos del FDNY (Bomberos de Nueva York), 23 efectivos del NYPD (policía de la ciudad de Nueva York) y 37 policías de la NYPA (autoridad de los puertos de Nueva York y Nueva Jersey). Hasta hoy no han podido ser hallados los restos de 24 personas que figuran en la lista de “Missing” (desaparecidos). Miles fueron heridos en el cuerpo y el espíritu. Centenares de viudas, viudos y huérfanos lloran a sus “caídos” en un ajusticiamiento sumario.
Parte del paisaje
Los llamamos “víctimas”. Sabemos que aún muchas heridas no han sanado, que víctima no fue sólo aquel país sino buena parte del planeta, por no decir todo. Pero las víctimas han comenzado a ser parte del paisaje.
La mañana de aquel 11 de septiembre a los estadounidenses no les fue declarada la guerra. En el episodio se rompieron todos los tratados y acuerdos que regularizan las guerras modernas. No hubo declaratoria previa ni ultimátum ni carta de condiciones. Los atacantes usaron aviones civiles. Y, con la cobardía que caracteriza a los infames y escudándose tras un muy mal entendido concepto del Islam y una pésima interpretación del Corán, aquellos perversos acabaron en poco más de dos horas con la tranquilidad del hemisferio. Impusieron lo que buscaban con sus maléficos actos: el más profundo terror.
No es posible negociar con los terroristas. Carecen de todo vestigio de humanidad. Se creen superiores y con poder para poner en vilo a la población. Un terrorista es un violador de los más sacrosantos derechos humanos. De sus acciones somos víctimas, todos. No sólo quienes han perdido la vida o han sido heridos sino todos quienes habitamos este planeta que Dios nos dio.
Diez años más tarde y con secuelas como el atentado de marzo de 2004 en Atocha en Madrid, el de Londres en julio de 2005 y los innumerables ataques perpetrados en sitios ubicados sobre todo en el medio oriente, hay que recordar ese 11 de septiembre. Con dolor y con firmeza. El mundo entero tiene que decir No. No a la violencia. No al salvajismo. No al terrorismo. De lo contrario, los millones de víctimas de ataques terroristas habrán perdido su vida en vano. Las víctimas, de donde sean, no pueden ser parte del paisaje. Permitirlo es hacernos cómplices de los terroristas.
No soy “comeflor” pero soy sí firme creyente en la No Violencia. En el mundo los no violentos somos mayoría. Hagámonos sentir.
martes, 6 de septiembre de 2011
Patética irresponsabilidad
No soy abogado. Soy sí un ciudadano que ha tenido la oportunidad de una educación de buen nivel. Una de las áreas que se me dan bien es el manejo del idioma. Así, cuando escuché a la magistrado Luisa Estela Morales, quien preside el Tribunal Supremo de Justicia, pontificar sobre el asunto de las sentencias de la Corte Interamericana de Justicia, hice lo que hace cualquier ciudadano medianamente formado y con dos dedos de frente: recurrir a la Constitución vigente y al “mataburros” (léase, el diccionario de la RAE). Es decir, busqué la información en la fuente jurídica y en la lingüística.
La Constitución, en su artículo 23 no puede ser más clara: “Los tratados, pactos y convenciones relativos a derechos humanos, suscritos y ratificados por Venezuela, tienen jerarquía constitucional y prevalecen en el orden interno, en la medida en que contengan normas sobre su goce y ejercicio más favorables a las establecidas por esta Constitución y en las leyes de la República, y son de aplicación inmediata y directa por los tribunales y demás órganos del Poder Público.”
¿Qué parte no entendió la magistrado?
Doña Luisa Estela no es una recién llegada al oficio. Del tema sabe mucho, como suele declarar con harta pedantería cada vez que la oportunidad se pinta de cámara y micrófono. De eso que mientan “humildad” la doñita no tiene ni una ñinguita. Así que intuyo -en principio- que como sus deficiencias no son el área de las leyes lo están, más bien, en lo que a nuestro precioso idioma compete. Quizás ella no conoce que jerarquía significa, como marca el DRAE, “nivel, posición, estatura”. De esta manera, lo que el artículo 23 de nuestra Carta Magna quiere decir es diáfano y no requiere mayor explicación. Cualquiera con nociones básicas del idioma entenderá con facilidad el texto.
Pero, pensándolo mejor, Misia Luisa Estela, con trajecito de seda “dupioni” y pelito cortado al estilo “príncipe valiente”, no es ni bruta ni ignorante. Su declaración del pasado domingo no es por ende producto de deficiencias o carencias intelectuales. Es –peor aún- consecuencia directa de una inconmensurable falta de ética, lo que es trágico en alguien que es nada menos que la cabeza del máximo tribunal de la República. He allí la gravedad de su infeliz declaración. La doña sabe, sabe mucho, sabe bien. Sabe que lo que está diciendo es un disparate de marca mayor. Pero aplica con desparpajo y sin reverencia el “no me importa”.
Cuando la silla mayor de un poder público nacional trabaja para complacer los caprichos y delirios de un mandamás, todo lo que ha podido estudiar y aprender está al servicio de un hombre en una posición transitoria (aun cuando él piense que es vitalicia) y no de la sociedad.
Algún día estos señores y señoras hoy con sus futraques cómodamente apoltronados en el poder comprenderán lo que es para todos los decentes una verdad incuestionable: que inclinar la cerviz no es ni de ciudadanos dignos ni de profesionales éticos. Es de patéticos irresponsables.
La Constitución, en su artículo 23 no puede ser más clara: “Los tratados, pactos y convenciones relativos a derechos humanos, suscritos y ratificados por Venezuela, tienen jerarquía constitucional y prevalecen en el orden interno, en la medida en que contengan normas sobre su goce y ejercicio más favorables a las establecidas por esta Constitución y en las leyes de la República, y son de aplicación inmediata y directa por los tribunales y demás órganos del Poder Público.”
¿Qué parte no entendió la magistrado?
Doña Luisa Estela no es una recién llegada al oficio. Del tema sabe mucho, como suele declarar con harta pedantería cada vez que la oportunidad se pinta de cámara y micrófono. De eso que mientan “humildad” la doñita no tiene ni una ñinguita. Así que intuyo -en principio- que como sus deficiencias no son el área de las leyes lo están, más bien, en lo que a nuestro precioso idioma compete. Quizás ella no conoce que jerarquía significa, como marca el DRAE, “nivel, posición, estatura”. De esta manera, lo que el artículo 23 de nuestra Carta Magna quiere decir es diáfano y no requiere mayor explicación. Cualquiera con nociones básicas del idioma entenderá con facilidad el texto.
Pero, pensándolo mejor, Misia Luisa Estela, con trajecito de seda “dupioni” y pelito cortado al estilo “príncipe valiente”, no es ni bruta ni ignorante. Su declaración del pasado domingo no es por ende producto de deficiencias o carencias intelectuales. Es –peor aún- consecuencia directa de una inconmensurable falta de ética, lo que es trágico en alguien que es nada menos que la cabeza del máximo tribunal de la República. He allí la gravedad de su infeliz declaración. La doña sabe, sabe mucho, sabe bien. Sabe que lo que está diciendo es un disparate de marca mayor. Pero aplica con desparpajo y sin reverencia el “no me importa”.
Cuando la silla mayor de un poder público nacional trabaja para complacer los caprichos y delirios de un mandamás, todo lo que ha podido estudiar y aprender está al servicio de un hombre en una posición transitoria (aun cuando él piense que es vitalicia) y no de la sociedad.
Algún día estos señores y señoras hoy con sus futraques cómodamente apoltronados en el poder comprenderán lo que es para todos los decentes una verdad incuestionable: que inclinar la cerviz no es ni de ciudadanos dignos ni de profesionales éticos. Es de patéticos irresponsables.
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