Muchos hechos relevantes en la historia universal ocurrieron un 11 de septiembre. Por sólo hablar de años recientes, en 1906, Gandhi inicia su “Movimiento de No Violencia”. En 1943, en Minsk y Lida, los nazis comienzan el exterminio del ghetto judío. En 1973, en Chile, un golpe de estado liderado por el general Augusto Pinochet derroca al presidente Salvador Allende y da inicio a una dictadura que perduraría por diecisiete años. En 1981, España recibe del Museo de Arte Moderno de Nueva York el Guernica de Picasso. En 1989, el llamado Telón de Acero se abre entre Hungría y Austria. Desde Hungría, miles de alemanes del Este cruzan hacia Austria y Alemania Occidental. En 2001, la Asamblea de la OEA aprueba la Carta Democrática Interamericana.
Lat 40º42’46.8’’N Lon 74º0’48.6’’O
En esas coordenadas, a las 08:46 am UTC -4, el 11 de septiembre de 2001, un 747 de American Airlines se estrella contra la torre norte del WTC de Nueva York. Ahí, sin que los neoyorkinos alcanzaran a entenderlo comenzó una la tragedia más dolorosa que la nación estadounidense pueda recordar. En un principio se supuso que el asunto había sido un accidente. A nadie se le cruzaba por la mente que el asunto fuera lo fue: una atrocidad.
A seguir, otro avión se estrelló contra la torre sur del mismo complejo de comercio, un tercero contra el edificio Pentágono en el estado de Virginia y un cuarto se precipitó a tierra en un campo cercano a la localidad de Shanksville en el estado de Pensilvania. Mucho tardaron en comprender los sistemas de seguridad lo que sucedía: un suicida ataque terrorista. Horas después, el grupo Al Qaeda, liderado por el hoy fallecido Osama bin Laden (que Dios lo perdone porque yo no puedo), es señalado como el autor de los siniestros.
Hace diez años, a miles de ciudadanos de a pie que hacían su vida normal en Nueva York, en las adyacencias de Shanksville y en el Pentágono se les ejecutó. Su delito era existir. Simplemente existir. Aquello no fue una declaración de guerra ni una protesta. Fue la más horrenda masacre vivida en Estados Unidos desde el ataque a Pearl Harbor en 1941.
Sabemos los terribles números de los atentados pero no sobra insistir: 2.973 fallecidos, incluyendo los 246 en los aviones. Ni uno solo de los pasajeros sobrevivió. 2.602 perecieron en el WTC y 125 en el Pentágono. En esas cifras hay que destacar 343 bomberos del FDNY (Bomberos de Nueva York), 23 efectivos del NYPD (policía de la ciudad de Nueva York) y 37 policías de la NYPA (autoridad de los puertos de Nueva York y Nueva Jersey). Hasta hoy no han podido ser hallados los restos de 24 personas que figuran en la lista de “Missing” (desaparecidos). Miles fueron heridos en el cuerpo y el espíritu. Centenares de viudas, viudos y huérfanos lloran a sus “caídos” en un ajusticiamiento sumario.
Parte del paisaje
Los llamamos “víctimas”. Sabemos que aún muchas heridas no han sanado, que víctima no fue sólo aquel país sino buena parte del planeta, por no decir todo. Pero las víctimas han comenzado a ser parte del paisaje.
La mañana de aquel 11 de septiembre a los estadounidenses no les fue declarada la guerra. En el episodio se rompieron todos los tratados y acuerdos que regularizan las guerras modernas. No hubo declaratoria previa ni ultimátum ni carta de condiciones. Los atacantes usaron aviones civiles. Y, con la cobardía que caracteriza a los infames y escudándose tras un muy mal entendido concepto del Islam y una pésima interpretación del Corán, aquellos perversos acabaron en poco más de dos horas con la tranquilidad del hemisferio. Impusieron lo que buscaban con sus maléficos actos: el más profundo terror.
No es posible negociar con los terroristas. Carecen de todo vestigio de humanidad. Se creen superiores y con poder para poner en vilo a la población. Un terrorista es un violador de los más sacrosantos derechos humanos. De sus acciones somos víctimas, todos. No sólo quienes han perdido la vida o han sido heridos sino todos quienes habitamos este planeta que Dios nos dio.
Diez años más tarde y con secuelas como el atentado de marzo de 2004 en Atocha en Madrid, el de Londres en julio de 2005 y los innumerables ataques perpetrados en sitios ubicados sobre todo en el medio oriente, hay que recordar ese 11 de septiembre. Con dolor y con firmeza. El mundo entero tiene que decir No. No a la violencia. No al salvajismo. No al terrorismo. De lo contrario, los millones de víctimas de ataques terroristas habrán perdido su vida en vano. Las víctimas, de donde sean, no pueden ser parte del paisaje. Permitirlo es hacernos cómplices de los terroristas.
No soy “comeflor” pero soy sí firme creyente en la No Violencia. En el mundo los no violentos somos mayoría. Hagámonos sentir.
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