En los últimos años he ido paulatinamente
aumentando de peso. Siempre estuve en 45 kilos –máximo 46. De hecho tuve
algunas épocas en las que la báscula difícilmente rozaba el 42. Ahora ando en casi
¡49! Eso me pone furiosa. Imagino que se debe a algún cambio hormonal surgido a
raíz de la tan temida e incómoda menopausia, tema que prefiero dejar para las Crónicas de una menopáusica que ya he
comenzado a escribir (calma, paciencia, que tengo mucho trabajo y no me alcanza
el tiempo). Como soy la cuota inicial de una mujer –es decir, petite, pulgarcita, mínima- me horroriza
que a estas alturas de mi vida empiece a parecer una aspirina. Además está el
bochornoso asunto de cambiar de talla, tema que amén de un dramón de
proporciones shakesperianas dados los altos costos de reposición de los trapos
en medio de esta apabullante inflación, genera en mí un disgusto monumental.
Desde los 14 años he sido talla 2 y el solo pensar que ahora vaya a tener que
aumentarla me produce espasmos en el occipucio. Eso sumado al comentario que
recibo de gente que cuando me ve me obsequia un “estás como repuestica”. Léase,
gorda. Grrrr…
Nadie logrará convencerme que estoy bien. Ni mi
familia, ni mi amigos o conocidos. Y cuando llega un médico (acabo de tener
cita de rutina) y me suelta sin anestesia una frase conmiserativa que comienza
con eso de “para tu edad…”, pues ahí el asunto se pone color de hormiga
amazónica en celo. Siento que se me desatan los instintos asesinos.
Como reconozco ser profundamente necia y no
acepto que vengan a pretender sabanearme con semejante respuesta, me di a la
tarea de buscar en internet cuanta tabla existe que permita corroborar mis muy
fundadas sospechas de que me he convertido en una gordita. Y en efecto, una de
esas tablas me indica que yo debo pesar entre 46.2 y 48.6. Es decir, estoy
pasada, según yo al menos por tres kilos. Que mi BMI ande en 21 y según todas
las mediciones esté bien o “normal” es triste y pobre consuelo para este alma
en pena.
Tengo la inmensa ventaja de no ser amante del
chocolate. Así que no tengo que suprimirlo de mi dieta. Pero cuando leo lo que
dice un papel que me entrega el matasanos que lista los alimentos que debo desterrar
de mi ingesta y veo que en ella consta un montón de cosas suculentas y con
montañas de calorías como pan, pastas, papas, mantequilla, tequeños, empanadas,
arepas, etc., ¡uy!, las decisiones se ponen complicadas. Porque todas esas
delicias son pruebas de la existencia de Dios. La gordita que siempre llevé por
dentro –que mantuve sojuzgada y ahora aflora portando estandarte de rebelde vencedora-
no es como yo, es decir, no es disciplinada ni cree en las rutinas. Ella no
entiende que hay ricuras que tan sólo de verlas u olerlas engordan. No, ella es
una tragona, una gozona. Pero, ¿cómo controlarla, cómo ponerla a raya, cuando
ella susurra que, al fin y al cabo, luego de tantos años de prisión ella tiene
justo y ganado derecho a la libertad? ¿Qué argüirle si ella bien sabe que me he
pasado la vida entera defendiendo la libertad de los demás?
Si yo alguna vez hubiera sido gorda, seguramente
habría sido linda de fábrica. Porque las gorditas son, han sido y siempre serán
mucho más bonitas y sexys que las flacuchentas. Tienen mejor piel y, muy
importante, tienen sugestivas curvas lo cual se evidencia cuando caminan por la
calle y van generando choques y otros accidentes. Rellenan los sostenes sin
necesidad de push ups y los bluyines
les quedan de película. Dice un amigo que me quiere mucho que conmigo no se
puede ni hacer caldo para velorios. Las gorditas tienen mejor carácter, la
sonrisa se les pinta maravillosamente bien en el rostro y exudan salud física y
mental. A nosotras no nos queda sino tratar de lucir elegantes e intentar el
camino de la inteligencia.
El tema está en que no por engordar voy a
adquirir las cualidades de las gorditas. Eso no viene en el paquete que me
ofrece la vida. Seguiré siendo la misma, igual de sarcástica y respondona, sin
señales de rejuvenecimiento (reír a carcajadas como hago yo saca arrugas), pero
con unos cuantos horrendos kilos de más y graduada de regordeta (que no es lo
mismo que una hermosa gordita). Con cualquier vestido pareceré una hallaquita
mal amarrada. Que la moda que inventan hoy los diseñadores esté perfecta para
las rebosantes no quiere decir que a mí me vaya a quedar bien el estilo de
modelo de Rubens o maja de Velázquez. Yo no tengo la figura de la Venus de Milo
ni de la Afrodita de Cnido y si me descuido voy a terminar pareciendo más bien
la Venus de Willendorf, que su gran valor arqueológico tiene pero reconozcamos
que está bastante entrada en carnes.
Así las cosas y expuestas todas las
argumentaciones de rigor, suplico a familiares, parientes, amigos, conocidos y
demás enseres domésticos que no me digan que estoy “repuestica” y que los
kilitos de más me sientan bien. Porque no es así. Ni me critiquen que haga
dieta, que es la penitencia que estoy pagando por algunos pecaminosos excesos
muy disfrutados por cierto. Prometo hacer dieta para contribuir al adelgazamiento.
Continuaré con el yoga y con el paseo de mis perros. Seré fuerte y no sucumbiré
ante los eclairs, la torta de queso,
el pernil de cochino y otras tentaciones. Les hago la cruz. ¡Fuera Satanás! Así
tenga que comer lechuga en la merienda y el cereal con sabor a cartón se
convierta en mi mejor amigo, esos kilos los bajo como que me llamo Soledad. La
patria queriiiida me necesita con el mismo ánimo para seguir luchando. Que
tengo el genio y necesito tener la misma figura, hasta la sepultura.
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