viernes, 20 de septiembre de 2013

La gordita que vive en mí



En los últimos años he ido paulatinamente aumentando de peso. Siempre estuve en 45 kilos –máximo 46. De hecho tuve algunas épocas en las que la báscula difícilmente rozaba el 42. Ahora ando en casi ¡49! Eso me pone furiosa. Imagino que se debe a algún cambio hormonal surgido a raíz de la tan temida e incómoda menopausia, tema que prefiero dejar para las Crónicas de una menopáusica que ya he comenzado a escribir (calma, paciencia, que tengo mucho trabajo y no me alcanza el tiempo). Como soy la cuota inicial de una mujer –es decir, petite, pulgarcita, mínima- me horroriza que a estas alturas de mi vida empiece a parecer una aspirina. Además está el bochornoso asunto de cambiar de talla, tema que amén de un dramón de proporciones shakesperianas dados los altos costos de reposición de los trapos en medio de esta apabullante inflación, genera en mí un disgusto monumental. Desde los 14 años he sido talla 2 y el solo pensar que ahora vaya a tener que aumentarla me produce espasmos en el occipucio. Eso sumado al comentario que recibo de gente que cuando me ve me obsequia un “estás como repuestica”. Léase, gorda. Grrrr…
Nadie logrará convencerme que estoy bien. Ni mi familia, ni mi amigos o conocidos. Y cuando llega un médico (acabo de tener cita de rutina) y me suelta sin anestesia una frase conmiserativa que comienza con eso de “para tu edad…”, pues ahí el asunto se pone color de hormiga amazónica en celo. Siento que se me desatan los instintos asesinos.
Como reconozco ser profundamente necia y no acepto que vengan a pretender sabanearme con semejante respuesta, me di a la tarea de buscar en internet cuanta tabla existe que permita corroborar mis muy fundadas sospechas de que me he convertido en una gordita. Y en efecto, una de esas tablas me indica que yo debo pesar entre 46.2 y 48.6. Es decir, estoy pasada, según yo al menos por tres kilos. Que mi BMI ande en 21 y según todas las mediciones esté bien o “normal” es triste y pobre consuelo para este alma en pena.
Tengo la inmensa ventaja de no ser amante del chocolate. Así que no tengo que suprimirlo de mi dieta. Pero cuando leo lo que dice un papel que me entrega el matasanos que lista los alimentos que debo desterrar de mi ingesta y veo que en ella consta un montón de cosas suculentas y con montañas de calorías como pan, pastas, papas, mantequilla, tequeños, empanadas, arepas, etc., ¡uy!, las decisiones se ponen complicadas. Porque todas esas delicias son pruebas de la existencia de Dios. La gordita que siempre llevé por dentro –que mantuve sojuzgada y ahora aflora portando estandarte de rebelde vencedora- no es como yo, es decir, no es disciplinada ni cree en las rutinas. Ella no entiende que hay ricuras que tan sólo de verlas u olerlas engordan. No, ella es una tragona, una gozona. Pero, ¿cómo controlarla, cómo ponerla a raya, cuando ella susurra que, al fin y al cabo, luego de tantos años de prisión ella tiene justo y ganado derecho a la libertad? ¿Qué argüirle si ella bien sabe que me he pasado la vida entera defendiendo la libertad de los demás?
Si yo alguna vez hubiera sido gorda, seguramente habría sido linda de fábrica. Porque las gorditas son, han sido y siempre serán mucho más bonitas y sexys que las flacuchentas. Tienen mejor piel y, muy importante, tienen sugestivas curvas lo cual se evidencia cuando caminan por la calle y van generando choques y otros accidentes. Rellenan los sostenes sin necesidad de push ups y los bluyines les quedan de película. Dice un amigo que me quiere mucho que conmigo no se puede ni hacer caldo para velorios. Las gorditas tienen mejor carácter, la sonrisa se les pinta maravillosamente bien en el rostro y exudan salud física y mental. A nosotras no nos queda sino tratar de lucir elegantes e intentar el camino de la inteligencia.
El tema está en que no por engordar voy a adquirir las cualidades de las gorditas. Eso no viene en el paquete que me ofrece la vida. Seguiré siendo la misma, igual de sarcástica y respondona, sin señales de rejuvenecimiento (reír a carcajadas como hago yo saca arrugas), pero con unos cuantos horrendos kilos de más y graduada de regordeta (que no es lo mismo que una hermosa gordita). Con cualquier vestido pareceré una hallaquita mal amarrada. Que la moda que inventan hoy los diseñadores esté perfecta para las rebosantes no quiere decir que a mí me vaya a quedar bien el estilo de modelo de Rubens o maja de Velázquez. Yo no tengo la figura de la Venus de Milo ni de la Afrodita de Cnido y si me descuido voy a terminar pareciendo más bien la Venus de Willendorf, que su gran valor arqueológico tiene pero reconozcamos que está bastante entrada en carnes.
Así las cosas y expuestas todas las argumentaciones de rigor, suplico a familiares, parientes, amigos, conocidos y demás enseres domésticos que no me digan que estoy “repuestica” y que los kilitos de más me sientan bien. Porque no es así. Ni me critiquen que haga dieta, que es la penitencia que estoy pagando por algunos pecaminosos excesos muy disfrutados por cierto. Prometo hacer dieta para contribuir al adelgazamiento. Continuaré con el yoga y con el paseo de mis perros. Seré fuerte y no sucumbiré ante los eclairs, la torta de queso, el pernil de cochino y otras tentaciones. Les hago la cruz. ¡Fuera Satanás! Así tenga que comer lechuga en la merienda y el cereal con sabor a cartón se convierta en mi mejor amigo, esos kilos los bajo como que me llamo Soledad. La patria queriiiida me necesita con el mismo ánimo para seguir luchando. Que tengo el genio y necesito tener la misma figura, hasta la sepultura.

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