miércoles, 16 de octubre de 2013

Se llamaba Carlos Andrés: Conversación en La Ahumada, Junio 1994



En agosto pasado se cumplieron 20 años de la destitución de Carlos Andrés Pérez de la presidencia de Venezuela

La tarde estaba apacible. Una suave brisa que amainaba el calorón me acompañó mientras caminaba a mi carro. Saludé a unos vecinos con quienes me crucé en las escaleras rumbo al estacionamiento del edificio donde para entonces vivía.

Me había vestido apropiadamente para la ocasión. Un traje sastre azul oscuro, de falda; una blusa blanca de algodón, sin pretensiones; medias claras y zapatillas de tacón. Un simple collarcito de perlas de una vuelta. Una cartera suficientemente amplia como para poder albergar una libreta, una grabadora y un cuaderno donde llevaba algunas anotaciones. No me llevé cámara ni solicité la asistencia de un fotógrafo.

El entrevistador nunca es la noticia. No debe hacer sentir incómodo al entrevistado. Y en el caso de las mujeres, hay que evitar a toda costa el pecado mortal de vestir para matar. Nada de maquillajes excesivos, o bocas pintadas de rojo, o perfumes escandalosos. Nada de joyas llamativas.

Yo tenía 38 años. Terminaba estudios en el IESA y había comenzado un postgrado en Historia. Caldera era presidente de la República por segunda vez.

No sintonicé la radio camino a su casa. Quería evitar a todo evento que alguna noticia contaminara mi estado de ánimo. Y por aquella época, junio de 1994, abundaban las novedades perturbadoras. El día anterior, 14 de junio, Julio Sosa, para entonces ministro de Finanzas, había anunciado que el gobierno había decidido liquidar ocho entidades financieras que se habían intentado reflotar sin éxito alguno. Esas instituciones representaban la mitad de las cuentas bancarias de Venezuela. A unos dos millones de cuentahabientes se les prometió que el Estado garantizaría a través de Fogade sus depósitos hasta por 24.000 dólares por persona. Aquel era un nuevo capítulo en la telenovela de la crisis bancaria.

La cercanía permitió que apenas me tomara unos 15 minutos llegar a destino. Me estacioné en la acera. En la puerta me detuvieron y pidieron identificación. Mostré mi cédula. El policía se la llevó y me dijo que me sería devuelta a mi salida. Como si estuviera entrando a una cárcel. Aquello me pareció una absurda arbitrariedad. Pero no perdería mi tiempo discutiendo con aquel hombre de panza abultada y actitud mezquina que en cierto modo se complacía en exhibir su peor rostro y en ejercitar el poder cargado de impúdico resentimiento que le otorgaba el ser uno de los custodios. Meses después supe que fue cambiado pues varias fueron las personas que expresaron su descontento ante el tratamiento que habían recibido. Quién sabe qué habrá sido de la vida de él y si dice la verdad con respecto a que en esa casa de familia nunca fue objeto de malos tratos o vejaciones.

La puerta de la casa me la abrió ella misma. De cualquiera otra persona en su posición me hubiera sorprendido. De ella no. Porque ella es la flor y nata de la sencillez. De ello dan fe hasta sus mayores detractores. Me saludó con gentileza y cariño. Muchas veces habíamos trabajado juntas en proyectos sociales. Y entre nosotras había nacido, si no una amistad, sí ese respeto sólido que se crea entre mujeres que priorizan el bien del prójimo.

“La está esperando en la biblioteca”, me dijo. “Ya les llevan unos juguitos y unos cafecitos para que puedan hablar con calma. Yo tengo que salir a hacer unas diligencias. Ojalá esté cuando yo regrese. Está en su casa”. Me encanta que el trato de los andinos hacia cualquier interlocutor sea de usted.  Para mí descarta la posibilidad del desatino.

Nomás entré a la biblioteca, se puso de pie y presuroso me extendió la mano. Se la estreché. Sentí su fortaleza. Me sonrió con cordialidad.

“Le agradezco mucho por aceptar recibirme y por concederme algo de su tiempo”, le dije como respuesta a su sonrisa.

“El gusto es mío. Y tiempo, tiempo es lo que me sobra por estos días”, me respondió invitándome a tomar asiento en una butaca particularmente confortable, rompiendo así con esa supuesta norma que marca que los hombres de poder al entrevistador no deben permitirle jamás que se sienta a gusto para evitar así que se coloque en modo de dominación.  Aquello tampoco me tomó por sorpresa. Al fin y al cabo, bien sabía yo que de tan controversial personaje se podía decir mucho pero nunca que era hombre de estereotipos.

“Me fascina su biblioteca. Para mí es como un espacio de tesoros”, le apunté.

“Está a su orden. Puede venir aquí cuando usted quiera, a leer, a consultar, a escribir’’, me respondió con ese tono a la vez áspero y amable de los andinos.

“Estoy llena de preguntas, Presidente’’, le dije.

“A ver si yo estoy lleno de respuestas’’, me respondió.

“Tengo muy presente nuestro acuerdo. Nada de lo que usted me cuente hoy será publicado o difundido mientras esté usted vivo, que espero sea por muchos años más”, le dije trayendo a colación lo que habíamos convenido cuando le había solicitado la entrevista.

“Yo no tengo en planes morir pronto. Pero creo que mejor espera usted que pasen algunos años antes de mandar al periódico esa entrevista. A los muertos hay que dejarlos reposar y a los deudos permitirles que les llegue el olvido. Yo le recomiendo que publique usted esta conversación cuando ya nadie hable de mí”.

“¿Usted siempre quiso ser presidente? Me refiero a si desde jovencito lo tuvo como meta de vida.”

“Mire usted, no hay político gocho que no sienta que nació para presidente de Venezuela. Y yo soy gocho y político.”

“Y lo logró, dos veces…’’

“Y todavía estoy vivo…”

“¿Quiere decir que puede haber una tercera vez?”

“Para esa pregunta no tengo respuesta”.

“¿Qué haría distinto, Presidente?”

“Si se refiere a mi vida, pues seguramente haría lo mismo. En los páramos aprendemos un camino. En la política es otra cosa. En la primera presidencia cometí muchos errores, más bien confusiones. Era un mundo muy distinto y yo creí que a Venezuela había que ponerla en el mapa. Mis detractores dicen que convertí a un buen país en un país de muchachos ricos. Yo creo que pusimos al país en auge, que le prendimos los motores; que dejamos de ser campuruzos’’.

“Era un mundo muy distinto y yo creí que a Venezuela había que ponerla en el mapa.”

Me puse de pie y me serví un café.  Y lo dejé hablar. Aquel hombre tenía ganas de decir sus cosas.

“Rómulo, Leoni y Caldera gobernaron un país de pueblos y de alzaos. Cuando yo recibí la presidencia, en Venezuela se dormía todos los días la siesta. En mi gobierno estrenamos el país que no se paraba, el país que siempre estaba encendido. Yo me obsesioné con el desarrollo. ¿En qué año nació usted, si me permite la indiscreción”, me preguntó levantándose y acercándose a uno de los estantes de la biblioteca como buscando un libro.

“En 1956, Presidente. Yo no tengo recuerdos de la dictadura de Pérez Jiménez y en la Venezuela que recuerdo siempre ha habido democracia.”

“¿Y cuando votó por primera vez? Porque supongo que usted vota…”, me dijo sin esconder un posible reclamo.

“Claro, Presidente, siempre. Me tocó votar por primera vez en las elecciones de 1978. Para las del 73 tenía 17 años.”

En las elecciones del 73 hubiéramos perdido si yo no hubiera lanzado la consigna aquella de democracia con energía. Yo no tenía muy buena reputación por lo de mi participación en los gobiernos anteriores. Me llamaban el policía. Lorenzo Fernández me hubiera derrotado porque todo el mundo decía que era un buen hombre y decente. Y era verdad. Lo era. Pero con él Venezuela hubiera seguido siendo un pueblito, un país de fiestas parroquiales.”

“… con él Venezuela hubiera seguido siendo un pueblito, un país de fiestas parroquiales.”

“Algunos dicen que en su primer gobierno se estrenó la corrupción en Venezuela…”, dije.

“Eso no es cierto. En Venezuela ha habido ladrones desde antes de la independencia. Y que hayan saqueado a la república… Pero eso que usted dice que dicen es lo que yo llamo una mentira conveniente.”

“¿Conveniente para quién, Presidente, o para qué?”

“Para justificar todo lo que hacen y lo que dejan de hacer. Es una fiesta en la que alguien grita ‘¡ladrón!’ y sale todo el mundo a ver quién es. Como si fuera lo más importante.”

“Bueno, pero tampoco es cuestión de decir que no importa que haya robos al erario. Eso también es un asunto serio. ¿O no?”, acoté.

“Es un asunto muy serio, pero en el mismo saco meten lo que es verdad y lo que es inventado.”

“¿Y qué pasaba en el país de su primera presidencia?”

“Que el país se nos puso grande. Que dejamos de ser muchachos y nos dejaron sentarnos en la mesa con los adultos. Aunque no supiéramos cómo comer con todos los cuchillos y tenedores y cucharas.”

              “… Que el país se nos puso grande...”

“Se convirtió usted en el político más importante de Latinoamérica. Y además en el mundo no era poca cosa que en todos los países lo recibieron como si fuera un rey”.

“El amor y el interés fueron al campo un día… Si usted supiera la de veces que algunos se burlaban de nosotros… Ahí vienen los venezolanos, que se bajaron de los árboles y se montaron en las torres de petróleo… Pero yo no iba a ceder… Sí logramos tener alianzas importantes.’’

“Con las ofensas venían las recompensas, ¿no?”, dije.

“Mire usted, yo vi banqueros haciéndole reverencias a las delegaciones. Luego fueron los mismos que venían a cobrar sacando dientes y uñas”, respondió con cierto atisbo de rabia.

“… yo vi banqueros haciéndole reverencias a las delegaciones…”

“Puedo imaginarlo. A los ricos todos los querían de amigos, pero cuando las cuentas empezaron a mostrar que el dinero escaseaba, los grandes amigos dejaron de serlo.”

“Así es, así mismo fue.”

“¿Y el populismo, Presidente? ¿No cree usted que tanto populismo mezclado con el mesianismo del que le acusaron a la larga traería más dolores que beneficios?”, me arriesgué a preguntarle.

“¿Y la deuda social? ¿Cómo se le explica a millones que el dinero nos entra a cántaros pero en el pueblo se vive igual? Había que subir los sueldos y lograr pleno empleo. Y lo logramos.”

“¿Cómo se le explica a millones que el dinero nos entra a cántaros pero en el pueblo se vive igual?”

“Me interesa preguntarle por qué cree que luego de usted no ganó el candidato de su partido. Usted era muy popular, el pueblo lo quería.”

“Esas elecciones la cosa estuvo muy peleada durante toda la campaña. El candidato de mi partido era bueno, pero el otro también. En el partido dijeron que se perdió por mi culpa. Yo les advertí que la popularidad no se hereda, que Luis Herrera era un hombre duro, del pueblo. Se confiaron. Creyeron que con el pitico ese bastaba.”

“Su segunda presidencia fue totalmente distinta. Pero es como una inmensa paradoja que cuando no lo hizo usted tan bien lo aplaudieron y cuando lo estaba haciendo bien, pues lo abandonaron. ¿Qué piensa usted de eso?”

“En mi segundo gobierno estábamos muy mal económicamente. Porque los dos gobiernos anteriores, uno de Copei y otro de Acción Democrática, no supieron hacerlo bien. No hubo un solo día de mi gobierno que no fuera una fajina por todo. Yo sabía bien lo que estaba haciendo, pero se me olvidó que en este país si uno no sabe caminar en la oscuridad tiene que prender luces.”

“… se me olvidó que en este país si uno no sabe caminar en la oscuridad tiene que prender luces…”

“Lusinchi también fue muy popular.”

“Hizo un gobierno malo pero fue hábil como político. Y tenía a Croes.”

“¿Y usted no? Usted siempre ha sido un hombre muy astuto.”

“Yo me convertí en estadista y se me olvidó que también había que ser político.”

“… me convertí en estadista y se me olvidó que también había que ser político.”

“Con un gabinete como el que usted tuvo, ¿no era de esperarse que faltaría la mano izquierda de los políticos?”

“El problema estaba en que lo que los muchachos tenían era una estrategia de recuperación del país. Mientras los políticos se habían quedado como estancados en la política. El mundo había cambiado y ellos ni se habían dado cuenta. Se estaban mirando el ombligo. El país estaba en problemas, pero había remedio. No estábamos condenados a un precipicio. Podíamos salir adelante. Era muy difícil hacérselo entender a la gente y lograr los acuerdos en el Congreso y con las fuerzas vivas. Y además estuvo lo del 27 de febrero del 89 y luego los alzamientos de los felones en el 92. Pero cualquiera ve las cifras del país y no puede negar que estábamos en el camino correcto, que ya se sentían los aires de la recuperación económica.”

“… los políticos se habían quedado como estancados en la política…”

“¿Qué hacemos ahora, Presidente. La prensa está entusiasmada con Hugo Chávez. Y aunque en el 92 al pueblo no le gustó ver el desastre de los tanques y los aviones y los muertos, la cosa ha ido como cambiando. Y de allí a que el pueblo también se entusiasme con los golpistas, bueno, hay un paso, un paso corto.”

“Peligroso, muy peligroso. Yo lo vencí cuando se me alzó, pero ahora veo que las cabras no están todas metidas en el corral.”

“Otra paradoja que Chávez y los golpistas ya hayan sido liberados y usted esté preso, en su casa, pero preso, ¿no le parece?”

“Eso no es una paradoja. Es un juego de dominó en el que sin que se diera cuenta al país le metieron una cabra.”

“Pero en Venezuela los políticos juegan muy bien al dominó.”

“Sí, pero estas piedras están cargadas.”

“… estas piedras están cargadas…”

“¿Le preocupa el país, Presidente? ¿Le preocupa la democracia?”

“Mucho. Más que preocuparme, siento que los venezolanos estamos montados en un barco y hay unos delincuentes escondidos que nos pueden y quieren secuestrar.”

“Muchas gracias, Presidente. Ha sido muy interesante conversar con usted. No lo engaño. Yo no voté por usted, pero creo que el país está muy confundido. Y usted puede ayudar a que nos aclaremos.”

“En este momento mi palabra no tiene mucho peso. Nos hemos convertido en un país de sordos en el que lo único que se escucha son cancioncitas. Yo soy de tierras altas. En los páramos sabemos distinguir la voz del eco, pero en los llanos esos gritos que se escuchan que parecen cantos de pájaros en realidad son de La Sayona.”

“… en los llanos esos gritos que se escuchan que parecen cantos de pájaros en realidad
son de La Sayona.”

Se puso de pie y me acompañó hasta la puerta. Se veía aún fuerte y poderoso, a pesar del difícil trance por el que atravesaba. No estaba sin embargo en lo absoluto desesperanzado ni derruido.

“Venga cuando quiera”, me dijo dándome un fuerte apretón de manos. 

Nunca volví. He debido hacerlo. Más por mí que por él. Es cierto que para aquellos tiempos Carlos Andrés Pérez era políticamente para muchos un cadáver insepulto y que cualquiera que se le acercara corría el riesgo de ser quemado en la hoguera. Pero a mí poco o nada me importaba tal opinión. Yo quería leer en sus gestos los surcos de los errores y los triunfos del país. Luego de esa conversación confirmé que Venezuela es una muchacha linda, pretenciosa y desordenada que siempre será presa de pasiones de veranos intensos. Esa muchacha que se había enamorado perdidamente de Carlos Andrés Pérez, ahora le obsequiaba su desdén y, como un personaje en busca de autor, buscaba ya reemplazarlo con un nuevo amante.

Jamás volví a verlo, salvo en la pantalla de la televisión. Cumplí mi promesa. Carlos Andrés Pérez falleció el 25 de diciembre de 2010. Recién ahora, en 2013, cuando ya han trascurrido casi tres años de su muerte, hago pública esta entrevista que él –sin interés alguno- me concedió en La Ahumada mientras estaba preso teniendo su casa por cárcel en junio de 1994.

En agosto pasado se cumplieron 20 años de la destitución… Una encuesta revelada en aquella época dio cuenta de una verdad asombrosa:  más del 35% de la población desconocía lo sucedido. ¿Liviandad? ¿Torpeza? ¿Banalidad? ¿País pueril?

Por estos tiempos cuando somos testigos de similitudes terribles, como la ocurrencia de saqueos, un ensordecedor descontento social y la para nada leve situación económica, quienes vivimos esas épocas complicadas del segundo mandato de Carlos Andrés Pérez entendemos que con los países no se juega. Y tememos. La historia tiene la mala costumbre de repetirse. Así de cargado estaba el ambiente en 1989 y en 1992. Y ya sabemos qué ocurrió.

En lo que erró el Presidente Pérez fue en decir que de él no se hablaría. Para bien o para mal, para gusto de algunos y disgusto de otros, siempre está presente en la conversación de los venezolanos y en el discurso de los políticos. Fue, como sabiamente escribió Herrera Luque, uno de los reyes de la baraja.


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