En agosto pasado se
cumplieron 20 años de la destitución de Carlos Andrés Pérez de la presidencia
de Venezuela
La tarde estaba apacible. Una suave brisa que amainaba el
calorón me acompañó mientras caminaba a mi carro. Saludé a unos vecinos con
quienes me crucé en las escaleras rumbo al estacionamiento del edificio donde
para entonces vivía.
Me había vestido apropiadamente para la ocasión. Un traje
sastre azul oscuro, de falda; una blusa blanca de algodón, sin pretensiones;
medias claras y zapatillas de tacón. Un simple collarcito de perlas de una
vuelta. Una cartera suficientemente amplia como para poder albergar una
libreta, una grabadora y un cuaderno donde llevaba algunas anotaciones. No me
llevé cámara ni solicité la asistencia de un fotógrafo.
El entrevistador nunca es la noticia. No debe hacer sentir
incómodo al entrevistado. Y en el caso de las mujeres, hay que evitar a toda
costa el pecado mortal de vestir para matar. Nada de maquillajes excesivos, o
bocas pintadas de rojo, o perfumes escandalosos. Nada de joyas llamativas.
Yo tenía 38 años. Terminaba estudios
en el IESA y había comenzado un postgrado en Historia. Caldera era presidente de la República por segunda vez.
No sintonicé la radio camino a su casa. Quería evitar a todo
evento que alguna noticia contaminara mi estado de ánimo. Y por aquella época,
junio de 1994, abundaban las novedades perturbadoras. El día anterior, 14 de
junio, Julio Sosa, para entonces ministro de Finanzas, había anunciado que el
gobierno había decidido liquidar ocho entidades financieras que se habían
intentado reflotar sin éxito alguno. Esas instituciones representaban la mitad
de las cuentas bancarias de Venezuela. A unos dos millones de cuentahabientes se
les prometió que el Estado garantizaría a través de Fogade sus depósitos hasta
por 24.000 dólares por persona. Aquel era un nuevo capítulo en la telenovela de
la crisis bancaria.
La cercanía permitió que apenas me tomara unos 15 minutos
llegar a destino. Me estacioné en la acera. En la puerta me detuvieron y
pidieron identificación. Mostré mi cédula. El policía se la llevó y me dijo que
me sería devuelta a mi salida. Como si estuviera entrando a una cárcel. Aquello
me pareció una absurda arbitrariedad. Pero no perdería mi tiempo discutiendo
con aquel hombre de panza abultada y actitud mezquina que en cierto modo se
complacía en exhibir su peor rostro y en ejercitar el poder cargado de impúdico
resentimiento que le otorgaba el ser uno de los custodios. Meses después supe
que fue cambiado pues varias fueron las personas que expresaron su descontento
ante el tratamiento que habían recibido. Quién sabe qué habrá sido de la vida
de él y si dice la verdad con respecto a que en esa casa de familia nunca fue objeto
de malos tratos o vejaciones.
La puerta de la casa me la abrió ella misma. De cualquiera
otra persona en su posición me hubiera sorprendido. De ella no. Porque ella es
la flor y nata de la sencillez. De ello dan fe hasta sus mayores detractores. Me
saludó con gentileza y cariño. Muchas veces habíamos trabajado juntas en
proyectos sociales. Y entre nosotras había nacido, si no una amistad, sí ese
respeto sólido que se crea entre mujeres que priorizan el bien del prójimo.
“La
está esperando en la biblioteca”, me dijo. “Ya les llevan unos juguitos y unos cafecitos
para que puedan hablar con calma. Yo tengo que salir a hacer unas diligencias.
Ojalá esté cuando yo regrese. Está en su casa”. Me encanta que el trato de
los andinos hacia cualquier interlocutor sea de usted. Para mí descarta la posibilidad del desatino.
Nomás entré a la biblioteca, se puso de pie y presuroso me extendió
la mano. Se la estreché. Sentí su fortaleza. Me sonrió con cordialidad.
“Le agradezco
mucho por aceptar recibirme y por concederme algo de su tiempo”,
le dije como respuesta a su sonrisa.
“El gusto es mío. Y tiempo, tiempo es lo que me sobra por
estos días”, me respondió invitándome a tomar
asiento en una butaca particularmente confortable, rompiendo así con esa
supuesta norma que marca que los hombres de poder al entrevistador no deben
permitirle jamás que se sienta a gusto para evitar así que se coloque en modo
de dominación. Aquello tampoco me tomó
por sorpresa. Al fin y al cabo, bien sabía yo que de tan controversial
personaje se podía decir mucho pero nunca que era hombre de estereotipos.
“Me fascina su
biblioteca. Para mí es como un espacio de tesoros”,
le apunté.
“Está a su orden. Puede venir aquí cuando usted quiera, a
leer, a consultar, a escribir’’, me respondió con
ese tono a la vez áspero y amable de los andinos.
“Estoy llena
de preguntas, Presidente’’, le dije.
“A ver si yo estoy lleno de respuestas’’,
me respondió.
“Tengo muy
presente nuestro acuerdo. Nada de lo que usted me cuente hoy será publicado o
difundido mientras esté usted vivo, que espero sea por muchos años más”,
le dije trayendo a colación lo que habíamos convenido cuando le había
solicitado la entrevista.
“Yo no tengo en planes morir pronto. Pero creo que mejor
espera usted que pasen algunos años antes de mandar al periódico esa
entrevista. A los muertos hay que dejarlos reposar y a los deudos permitirles
que les llegue el olvido. Yo le recomiendo que publique usted esta conversación
cuando ya nadie hable de mí”.
“¿Usted
siempre quiso ser presidente? Me refiero a si desde jovencito lo tuvo como meta
de vida.”
“Mire usted, no hay político gocho que no sienta que nació
para presidente de Venezuela. Y yo soy gocho y político.”
“Y lo logró,
dos veces…’’
“Y todavía estoy vivo…”
“¿Quiere decir
que puede haber una tercera vez?”
“Para esa pregunta no tengo respuesta”.
“¿Qué haría
distinto, Presidente?”
“Si se refiere a mi vida, pues seguramente haría lo mismo. En
los páramos aprendemos un camino. En la política es otra cosa. En la primera
presidencia cometí muchos errores, más bien confusiones. Era un mundo muy
distinto y yo creí que a Venezuela había que ponerla en el mapa. Mis
detractores dicen que convertí a un buen país en un país de muchachos ricos. Yo
creo que pusimos al país en auge, que le prendimos los motores; que dejamos de
ser campuruzos’’.
“Era
un mundo muy distinto y yo creí que a Venezuela había que ponerla en el mapa.”
Me
puse de pie y me serví un café. Y lo
dejé hablar. Aquel hombre tenía ganas de decir sus cosas.
“Rómulo, Leoni y Caldera gobernaron un país de pueblos y de
alzaos. Cuando yo recibí la presidencia, en Venezuela se dormía todos los días
la siesta. En mi gobierno estrenamos el país que no se paraba, el país que
siempre estaba encendido. Yo me obsesioné con el desarrollo. ¿En qué año nació
usted, si me permite la indiscreción”, me preguntó
levantándose y acercándose a uno de los estantes de la biblioteca como buscando
un libro.
“En 1956,
Presidente. Yo no tengo recuerdos de la dictadura de Pérez Jiménez y en la
Venezuela que recuerdo siempre ha habido democracia.”
“¿Y cuando votó por primera vez? Porque supongo que usted vota…”,
me dijo sin esconder un posible reclamo.
“Claro, Presidente,
siempre. Me tocó votar por primera vez en las elecciones de 1978. Para las del
73 tenía 17 años.”
“En las elecciones del 73 hubiéramos perdido
si yo no hubiera lanzado la consigna aquella de democracia con energía. Yo no
tenía muy buena reputación por lo de mi participación en los gobiernos
anteriores. Me llamaban el policía. Lorenzo Fernández me hubiera derrotado
porque todo el mundo decía que era un buen hombre y decente. Y era verdad. Lo
era. Pero con él Venezuela hubiera seguido siendo un pueblito, un país de
fiestas parroquiales.”
“…
con él Venezuela hubiera seguido siendo un pueblito, un país de fiestas
parroquiales.”
“Algunos dicen
que en su primer gobierno se estrenó la corrupción en Venezuela…”,
dije.
“Eso no es cierto. En Venezuela ha habido ladrones desde
antes de la independencia. Y que hayan saqueado a la república… Pero eso que
usted dice que dicen es lo que yo llamo una mentira conveniente.”
“¿Conveniente
para quién, Presidente, o para qué?”
“Para justificar todo lo que hacen y lo que dejan de hacer.
Es una fiesta en la que alguien grita ‘¡ladrón!’ y sale todo el mundo a ver
quién es. Como si fuera lo más importante.”
“Bueno, pero
tampoco es cuestión de decir que no importa que haya robos al erario. Eso
también es un asunto serio. ¿O no?”, acoté.
“Es un asunto muy serio, pero en el mismo saco meten lo que es
verdad y lo que es inventado.”
“¿Y qué pasaba
en el país de su primera presidencia?”
“Que el país se nos puso grande. Que dejamos de ser
muchachos y nos dejaron sentarnos en la mesa con los adultos. Aunque no
supiéramos cómo comer con todos los cuchillos y tenedores y cucharas.”
“… Que
el país se nos puso grande...”
“Se convirtió
usted en el político más importante de Latinoamérica. Y además en el mundo no
era poca cosa que en todos los países lo recibieron como si fuera un rey”.
“El amor y el interés fueron al campo un día… Si usted
supiera la de veces que algunos se burlaban de nosotros… Ahí vienen los
venezolanos, que se bajaron de los árboles y se montaron en las torres de petróleo…
Pero yo no iba a ceder… Sí logramos tener alianzas importantes.’’
“Con las
ofensas venían las recompensas, ¿no?”, dije.
“Mire usted, yo vi banqueros haciéndole reverencias a las
delegaciones. Luego fueron los mismos que venían a cobrar sacando dientes y
uñas”, respondió con cierto atisbo de rabia.
“…
yo vi banqueros haciéndole reverencias a las delegaciones…”
“Puedo
imaginarlo. A los ricos todos los querían de amigos, pero cuando las cuentas
empezaron a mostrar que el dinero escaseaba, los grandes amigos dejaron de
serlo.”
“Así es, así mismo fue.”
“¿Y el
populismo, Presidente? ¿No cree usted que tanto populismo mezclado con el
mesianismo del que le acusaron a la larga traería más dolores que beneficios?”,
me arriesgué a preguntarle.
“¿Y la deuda social? ¿Cómo se le explica a millones que el
dinero nos entra a cántaros pero en el pueblo se vive igual? Había que subir
los sueldos y lograr pleno empleo. Y lo logramos.”
“¿Cómo
se le explica a millones que el dinero nos entra a cántaros pero en el pueblo
se vive igual?”
“Me interesa
preguntarle por qué cree que luego de usted no ganó el candidato de su partido.
Usted era muy popular, el pueblo lo quería.”
“Esas elecciones la cosa estuvo muy peleada durante toda la
campaña. El candidato de mi partido era bueno, pero el otro también. En el
partido dijeron que se perdió por mi culpa. Yo les advertí que la popularidad
no se hereda, que Luis Herrera era un hombre duro, del pueblo. Se confiaron.
Creyeron que con el pitico ese bastaba.”
“Su segunda presidencia
fue totalmente distinta. Pero es como una inmensa paradoja que cuando no lo
hizo usted tan bien lo aplaudieron y cuando lo estaba haciendo bien, pues lo
abandonaron. ¿Qué piensa usted de eso?”
“En mi segundo gobierno estábamos muy mal económicamente.
Porque los dos gobiernos anteriores, uno de Copei y otro de Acción Democrática,
no supieron hacerlo bien. No hubo un solo día de mi gobierno que no fuera una
fajina por todo. Yo sabía bien lo que estaba haciendo, pero se me olvidó que en
este país si uno no sabe caminar en la oscuridad tiene que prender luces.”
“…
se me olvidó que en este país si uno no sabe caminar en la oscuridad tiene que
prender luces…”
“Lusinchi también
fue muy popular.”
“Hizo un gobierno malo pero fue hábil como político. Y tenía
a Croes.”
“¿Y usted no?
Usted siempre ha sido un hombre muy astuto.”
“Yo me convertí en estadista y se me olvidó que también
había que ser político.”
“…
me convertí en estadista y se me olvidó que también había que ser político.”
“Con un
gabinete como el que usted tuvo, ¿no era de esperarse que faltaría la mano
izquierda de los políticos?”
“El problema estaba en que lo que los muchachos tenían era
una estrategia de recuperación del país. Mientras los políticos se habían
quedado como estancados en la política. El mundo había cambiado y ellos ni se
habían dado cuenta. Se estaban mirando el ombligo. El país estaba en problemas,
pero había remedio. No estábamos condenados a un precipicio. Podíamos salir
adelante. Era muy difícil hacérselo entender a la gente y lograr los acuerdos
en el Congreso y con las fuerzas vivas. Y además estuvo lo del 27 de febrero
del 89 y luego los alzamientos de los felones en el 92. Pero cualquiera ve las
cifras del país y no puede negar que estábamos en el camino correcto, que ya se
sentían los aires de la recuperación económica.”
“…
los políticos se habían quedado como estancados en la política…”
“¿Qué hacemos
ahora, Presidente. La prensa está entusiasmada con Hugo Chávez. Y aunque en el
92 al pueblo no le gustó ver el desastre de los tanques y los aviones y los
muertos, la cosa ha ido como cambiando. Y de allí a que el pueblo también se
entusiasme con los golpistas, bueno, hay un paso, un paso corto.”
“Peligroso, muy peligroso. Yo lo vencí cuando se me alzó,
pero ahora veo que las cabras no están todas metidas en el corral.”
“Otra paradoja
que Chávez y los golpistas ya hayan sido liberados y usted esté preso, en su
casa, pero preso, ¿no le parece?”
“Eso no es una paradoja. Es un juego de dominó en el que sin
que se diera cuenta al país le metieron una cabra.”
“Pero en
Venezuela los políticos juegan muy bien al dominó.”
“Sí, pero estas piedras están cargadas.”
“…
estas piedras están cargadas…”
“¿Le preocupa
el país, Presidente? ¿Le preocupa la democracia?”
“Mucho. Más que preocuparme, siento que los venezolanos estamos
montados en un barco y hay unos delincuentes escondidos que nos pueden y quieren
secuestrar.”
“Muchas
gracias, Presidente. Ha sido muy interesante conversar con usted. No lo engaño.
Yo no voté por usted, pero creo que el país está muy confundido. Y usted puede
ayudar a que nos aclaremos.”
“En este momento mi palabra no tiene mucho peso. Nos hemos
convertido en un país de sordos en el que lo único que se escucha son
cancioncitas. Yo soy de tierras altas. En los páramos sabemos distinguir la voz
del eco, pero en los llanos esos gritos que se escuchan que parecen cantos de
pájaros en realidad son de La Sayona.”
“…
en los llanos esos gritos que se escuchan que parecen cantos de pájaros en
realidad
son
de La Sayona.”
Se puso de pie y me acompañó hasta la puerta. Se veía aún
fuerte y poderoso, a pesar del difícil trance por el que atravesaba. No estaba
sin embargo en lo absoluto desesperanzado ni derruido.
“Venga cuando quiera”, me dijo dándome un fuerte apretón de
manos.
Nunca volví. He debido hacerlo. Más por mí que por él. Es
cierto que para aquellos tiempos Carlos Andrés Pérez era políticamente para
muchos un cadáver insepulto y que cualquiera que se le acercara corría el
riesgo de ser quemado en la hoguera. Pero a mí poco o nada me importaba tal
opinión. Yo quería leer en sus gestos los surcos de los errores y los triunfos
del país. Luego de esa conversación confirmé que Venezuela es una muchacha
linda, pretenciosa y desordenada que siempre será presa de pasiones de veranos
intensos. Esa muchacha que se había enamorado perdidamente de Carlos Andrés
Pérez, ahora le obsequiaba su desdén y, como un personaje en busca de autor, buscaba
ya reemplazarlo con un nuevo amante.
Jamás volví a verlo, salvo en la pantalla de la televisión. Cumplí
mi promesa. Carlos Andrés Pérez falleció el 25 de diciembre de 2010. Recién
ahora, en 2013, cuando ya han trascurrido casi tres años de su muerte, hago
pública esta entrevista que él –sin interés alguno- me concedió en La Ahumada
mientras estaba preso teniendo su casa por cárcel en junio de 1994.
En agosto pasado se cumplieron 20
años de la destitución… Una encuesta revelada en aquella época dio cuenta de
una verdad asombrosa: más del 35% de la
población desconocía lo sucedido. ¿Liviandad? ¿Torpeza? ¿Banalidad? ¿País
pueril?
Por estos tiempos cuando somos testigos de similitudes
terribles, como la ocurrencia de saqueos, un ensordecedor descontento social y
la para nada leve situación económica, quienes vivimos esas épocas complicadas
del segundo mandato de Carlos Andrés Pérez entendemos que con los países no se
juega. Y tememos. La historia tiene la mala costumbre de repetirse. Así de
cargado estaba el ambiente en 1989 y en 1992. Y ya sabemos qué ocurrió.
En lo que erró el Presidente Pérez fue en decir que de él no
se hablaría. Para bien o para mal, para gusto de algunos y disgusto de otros, siempre
está presente en la conversación de los venezolanos y en el discurso de los
políticos. Fue, como sabiamente escribió Herrera Luque, uno de los reyes de la
baraja.
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