El pasado fin de semana comenzó con la noticia de un cruento atentado en el centro de Oslo, capital de Noruega. El asunto era tan dramático que uno no alcanzaba a entenderlo. Un carro bomba estallaba a plena luz del dìa en el edificio donde funcionan las oficinas del Primer Ministro noruego. Las escenas por televisión eran dantescas y traían dolorosos memorias de la masacre del 11 de septiembre en Nueva York, del asesinato colectivo cometido en la estación de Atocha en Madrid y también del ataque terrorista en Londres.
En Oslo, una ciudad que no conozco pero que sé se caracteriza por su seguridad ciudadana, la gente corría despavorida. Una gruesa capa de polvo cubría las calles del centro. Quienes salían de esa nube parecían fantasmas. Los primeros reportes daba cuenta de al menos nueve cuerpos que habían quedado totalmente despedazados. En Europa, todas las alarmas se encendieron. No era para menos.
Mientras aquello sucedía, en la televisión argentina (TodoNoticias) pasaban un acto conmorativo de un aniversario más del horrendo atentado terrorista en la AMNIA (un centro judío en la ciudad de Buenos Aires) en el que varias decenas de inocentes perdieron la vida por la obra de unos terroristas.
Dos horas más tarde, cuando aún los bomberos en Oslo luchaban contra el fuego en los edificios, mientras los equipos de rescate atendían a los heridos y en tanto no se sabía a ciencia cierta cuánta gente había muerto y cuánta estaba todavía atrapada entre los escombros, los medios anunciaron que en la isla de Utuya, también en Noruega, en donde se celebraba un campamento de verano de jóvenes social demócratas, un hombre portando armas de fuego y vestido con uniforme de policía abaleaba a los muchachos. No se sabía cuántos habían muerto. Uno de los jóvenes había conseguido esconderse y haciendo uso de un teléfono celular lograba comunicarse con un canal de televisión. Con voz temblorosa, explicaba que el hombre en cuestión disparaba contra aquellos que a nado trataban de escapar. Uso una frase que me impresionó; dijo que el hombre estaba "de cacería" y su presa deseada eran esos jóvenes.
Más adelante en la tarde, un grupo extremista islamista (supuesta célula de Al-Qaeda) reivindicaba la autoría del hecho. También corrían rumores con respecto a que los criminales podrían estar más bien vinculados a la masonería. Las autoridades se negaban a dar un dictamen. Todo el asunto resultaba muy confuso y, sabiamente, optaron por un precavido silencio.
Casi finalizada la tarde, un sospechoso fue aprehendido por los cuerpos de seguridad. Resultó ser un noruego, de poco más de treinta años, que pomposamente declaraba que los ataques eran obra suya, que lo había hecho para librar a su país de especies indeseables que lo ensuciaban. Se refería a los marxistas, a los musulmanes y a los inmigrantes a quienes tildó de "lacras malolientes". En su sonreída confesión, afirmaba que habìa más como él tanto en Noruega como en otras partes de Europa. Que vendrían más acciones. Dijo ser cristiano. La cruz ha servido de excusa a muchos desafueros en la historia de la Humanidad.
Para el fin de la jornada, se contabilizaban noventa y dos personas fallecidas y más de trescientos heridos. El lunes se corrigió la cifra de muertos pues en la confusión los cuerpos fueron mal contados. Finalmente el número bajó a setenta y seis (nueve en Oslo y sesenta y ocho en Utuya). Era seres humanos cuyo único pecado fue estar en esos lugares ese dìa a esas horas. El asesino no discriminó. Al día siguiente, la policía halló en la vivienda del individuo un grueso lote de explosivos. Es decir, el hombre tenía en mente más siniestros atentados.
Siempre hay que temer a los fanáticos, no importa dónde vivan, qué idelogía o credo digan profesar o qué insólita justificación esgriman para su pensamiento y acción. Poco o nada importa la etiqueta de "izquierda" o "derecha". Un fanático es un sociópata, un asesino inmoral y despiadado para quien la convivencia ciudadana, el derecho de los individuos y la vida carecen de todo valor. Está incluso dispuesto a poner en riesgo su propia vida (más bien ofrendarla), si con ello logra su propósito, cual no es otro que destruir, perjudicar, hacer daño. Un fanático es un ser despreciable y cobarde que se arroga el derecho a matar a cualquiera que no piense como él, lo cual es la antítesis de la civilidad. El noruego escribió un documento de más de mil páginas que, al decir de un psiquiatra que lo revisó, es el documento más tortuoso que podamos imaginar.
En Venezuela, sin darnos cuenta, vivimos sobre una bomba de tiempo. El gobierno actual ha invertido trece años, toneladas de esfuerzo y montañas de dinero en desatar en la población los más ruines sentimientos y las más pérfidas emociones. Con su verbo y su acción y con criminal irresponsabidad, este nefasto gobierno -liderado por un golpista autócrata- ha sembrado rencor y odio. Baste ver Venezolana de Televisión para entender hasta qué punto llega la promoción del odio. El resultado de esta campaña es desunión y violencia entre los venezolanos. Me refiero a la violencia que conocemos y a la que aún no ha estallado. ¿Cuántos sociópatas salvajes (como el noruego de los atentados en Oslo y Utuya) caminan libremente por las calles de nuestras ciudades pasando inadvertidos y están más que dispuestos a darle rienda suelta a sus más bajos instintos?
Chávez dejará de ser presidente. Falta poco. Meses apenas. La elección de un nuevo presidente está a la vuelta de la esquina. Pero este presidente dejará como terrible legado su siembra de perversidad y una cantidad incalculable de fanáticos, gente que tiene el pecado de la cólera anidado en el alma. Nos tocará lidiar con la consecuencia de esa mala hierba. Habremos todos de curar las heridas, sanar los dolores y librar las almas de los venezolanos de esa miserable inquina que esta revolución del odio impregnó en la piel social. Espero que seamos inteligentes y entendamos que, si compramos el odio que este gobierno ha predicado y patrocinado, estaremos firmando nuestra sentencia a un destino sangriento. Hagamos todo lo posible por evitar un titular que rece "La masacre ocurrió en Venezuela". Con la del 11 de abril tenemos más que suficiente.
Escribo desde la angustia. Acabo de terminar de ver la serie televisa "Los Kennedy". Si bien no veo posible un magnicidio como el perpetrado contra John F. Kennedy, veo sí la factibilidad de un asesinato como el de Robert Kennedy (Bobby), quien para el momento era candiadto presidencial con probablidad de ganar las elecciones. Me aterro de sólo pensarlo. Me presigno. No me queda de otra.
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