Este texto no es mío. Fue escrito por alguien a quien mucho quise y mucho respeté: Jorge Olavarría. Con Olavarría me pasa lo que con pocos. No consigo sentir que ya no está. Suelo caer en el desaguisado de pensar en llamarlo o en escribirle cada vez que estoy inmersa en algún texto que requiere su sabio consejo. Entonces caigo en cuenta de que no tengo su nuevo número en el cielo, lugar donde seguramente está. Olavarría cometió la necedad de irse a ese viaje sin dejarme una dirección electrónica a la cual escribirle para atormentarle con mis preguntas.
Así, no me queda de otra que recurrir a las muchas notas que me escribió, regaños incluidos, a los muchos libros que tuvo a bien obsequiarme, y a la imaginación, que, al decir de él, era un don de la naturaleza que yo debía preservar a toda costa. Con frecuencia pienso en lo que Olavarría me diría si pudiéramos conversar a viva voz o epistolarmente. De seguro me regañaría si sintiera que en algún momento de mis letras cayera en el patético expediente de claudicar ante la tentación del aplauso que en este país se ofrece regalón.
Alguien se abocará a la tarea de escribir con pormenorizado detalle su biografía. Seguramente incluirá episodios de su vida que me son desconocidos. La leeré con fruición, como leo todo lo que de él se escribe. Pero eso no sustituirá al "Jolava" que yo tuve el privilegio de conocer, de respetar, de admirar. Ese Jolava con quien discutí intensamente y a quien recurrí tantas veces cuando me enredaba en la interpretación de algún hecho histórico.
Ahora, les pido, lean el "Panchita Ribas" de Olavarría, texto extraordinario y apasionante que fuera publicado hace poquitos años en El Carabobeño, con ocasión de uno de los aniversarios de ese prestigioso diario.
Panchita Ribas
Apenas un puñado de curiosos impenitentes, como Ramón J. Velásquez y yo, habremos leído el libro. Pero los alemanes setentones, contemporáneos de Don Ramón, que han tenido algo que ver con Venezuela –no son muchos- sonríen cuando ven el nombre de Friedrich Gerstäcker, autor de coloridos relatos de viajes muy leídos por ellos en su juventud. Uno de esos relatos narra el viaje que Gerstäcker hizo a Venezuela en 1868; cuando el gobierno de Falcón se había hecho insoportable y la revolución ‘azul’ terminaba con esa pesadilla, para empezar otra. Claro, el alemán no vino por eso, sino a pesar de eso.
Es posible que su visita respondiera a la extraña seducción que Venezuela ejercía sobre los alemanes de entonces. ¿Por qué? No lo sé. Quizás el prestigio y los libros de Humboldt tuvieron algo que ver con esa seducción. Y la verdad es que, apartando el programa de colonización agraria de Páez que se materializó en el esfuerzo de Codazzi de traer 387 agricultores alemanes de un pueblo de la ‘Selva Negra’ y establecerlos en 1843 en las fuentes del río Tuy, en las tierras altas de Aragua donadas por Martín Tovar Ponte; y los esfuerzos del cónsul de Venezuela en Hamburgo, Luis Glocker que en 1851 despachó a La Guaira 18 familias alemanas, se sabe por Landaeta Rosales que entre 1832 y 1857 –el fin de la guerra de la independencia, y la víspera de la guerra federal- entraron a Venezuela por su cuenta y riesgo 12.610 inmigrantes, la mayoría de ellos canarios y alemanes, más un puñado de italianos y corsos, catalogados como ‘franceses’.
Esa migración de europeos a Venezuela –un promedio de 500 anuales- era mucho menor de la que llegó en esos años a los Estados Unidos de América o la Argentina. Pero no estaba compensada por la emigración de venezolanos. Los venezolanos de entonces no abandonaban a su país, como lo están haciendo los de ahora, cuando después de más de medio siglo de abundancia petrolera, parecemos haber perdido la razón, la visión y la esperanza del futuro y las nuevas generaciones ven a Miami como el único lugar donde hay horizontes y oportunidades de trabajar y prosperar.
Pues bien, entre los alemanes que llegaron a Venezuela en esos años estaba un tal Karl Gustav Braun, un modesto boticario apotheker de Hamburgo. Y en el baúl de libros alemanes que dejó al morir su hijo, Carlos Braun Vollmer -mi bisabuelo- estaba la primera edición del relato que Friedrich Gerstäcker hizo de su viaje a Venezuela en 1868.
¿Y a qué viene eso? preguntarán ustedes. ¡De lo que se trata ahora, no es distraerse y anestesiarse de lo que nos rodea, leyendo viajes de alemanes por la Venezuela del siglo XIX, sino saber hacia donde va la Venezuela de hoy, que parece haber empezado el tercer milenio caminando hacia atrás, después de haber vivido durante más de medio siglo de una riqueza que no es fruto de su trabajo, y haber olvidado que para consumir hay que producir, Parecemos un país que ha perdido la brújula y se esta dejando intoxicar por el discurso embriagador de un demagogo que resucita atavismos de odios que se creían superados. Venezuela parece un país que se esta dejando lanzar hacia el pasado, para repetir lo que ayer nos ancló en el atraso y la ignorancia. Estamos siendo inducidos a ensayar formulas que han demostrado ser multiplicadoras de la pobreza. Y es por eso que para recordar lo que hemos vivido como país, el cuento viene al caso; pues el primer paso para entender donde estamos es entender de donde venimos. Y como el libro del viaje del alemán toca épocas y personas que a mi me tocan, su lectura me ayuda a reflexionar sobre el presente y el futuro, haciendo un poco de memoria del pasado vivido por algunos de mis antepasados... un pasado bastante peor que el presente que estamos viviendo…. salvo que en aquellos terribles episodios, los venezolanos de entonces no habían perdido la brújula, tenían una visión optimista de su futuro y no estaban pensando enterrar los ombligos de sus hijos en tierras extrañas y ajenas. Y eso es lo que hoy más me duele. Porque mis hijos y mis nietos se me están yendo a tierras extrañas. Y a mi… eso me duele, porque mis abuelos que vivieron aquellos años, se quedaron.
¿De donde venimos?
¿Cómo era la Venezuela de 1868 a la cual llegó el viajero alemán? ¿De dónde venía? ¿Adónde iba? Oigamos lo que cuenta: Después de hacer una referencia al estado de insurrección en el cual se hallaba el país, Gerstäcker comenta que por ser esta una situación común a todos los pueblos hispánicos, “uno no se inquieta en lo más mínimo al respecto”, pero en el caso de Venezuela dice: “duele en el alma cuando se pisa este bellísimo país y entonces ve como unos cuantos hombres ambiciosos y ávidos de dinero, llevan la sangre y la ruina a un paraíso, solo en beneficio de sus propios intereses mezquinos”. Así es. Dolía entonces. Y duele más hoy.
¿Cuál era el cuadro político de la Venezuela de 1868? Lo fundamental era que la estructura ficticia del sistema federal, adoptado en 1864 se estaba desintegrando por su demoníaca dinámica centrífuga. Por ejemplo, un año antes, el 20 de enero de 1867 el General Hermógenes López había derrocado al Gobernador de Carabobo, Marcos López, y en febrero el Presidente Falcón había tenido que intervenir personalmente para evitar que lo de Carabobo se repitiera en todo el país. Pero Falcón no pudo, no supo o no quiso hacerlo. La demencia era general. El fetiche de la federación había hecho de Venezuela un país ingobernable. En la instalación del Congreso de 1867 se había propuesto una reforma a la Constitución de 1864 para intentar reducir el número de Estados y revisar las bases del pacto federal que había hecho de Venezuela una república en guerra permanente consigo misma . Falcón se opuso. La bizantina cuestión de la teoría del federalismo: el precisar si la soberanía reside en cada uno de los Estados o en la totalidad integral de la nación, se sometió a debate, lo mismo que había sucedido en 1811 en Caracas y en 1830 y 1858 en Valencia.
En esta ocasión, el viejo Antonio Leocadio Guzmán –que tanta culpa tenía por el vendaval de odios que había sembrado y que habían desencadenado tempestades - perdió la paciencia con la parlanchinería vacía de los Catones y Cicerones criollos y pronunció su célebre y cínica sentencia: “No sé de dónde han sacado ustedes que el pueblo de Venezuela le tiene amor a la Federación, cuando no sabe ni lo que esta palabra significa” -dijo y contó- “esa idea salió de mi y de otros que nos dijimos en 1859, puesto que toda revolución necesita una bandera, ya que la Convención de Valencia no quiso bautizar la Constitución de 1858 de Federal, invoquemos nosotros esa idea, porque si los enemigos hubieran dicho federación, nosotros habríamos dicho centralismo”.
Y si el centralismo –según unos- llevaba a rebeliones, el federalismo ciertamente las sacralizaba. Desde 1858 no había habido otra cosa. Cuando el viajero alemán estaba a punto de llegar, en julio del ‘67 se produjeron alzamientos en Aragua y Cojedes. En agosto, los hermanos Natividad y Luciano Mendoza proclamaron la revolución “Genuina” con la cual nada menos que el vicepresidente Manuel Ezequiel Bruzual estaba comprometido. Antonio Guzmán Blanco, a pesar de estar para ese momento muy distanciado de Falcón, fue nombrado Jefe del Ejército salió a combatirlos pero no peleó; llegó a un acuerdo con los Mendoza y luego Falcón los indultó.
Poco tiempo después, Guzmán Blanco rompió con Falcón y se marchó a Europa, advirtiendo que muy pronto el gobierno no tendría recursos para pagar los sueldos más elementales. Así fue. Cuando el gobierno de Falcón no tuvo con qué pagar sueldos ni equipar al Ejército, suspendió el pago de los intereses de los empréstitos y el crédito del país colapsó. El viajero alemán comentó: “la presión en el país se hizo tan terrible, el comercio, las industrias, la agricultura estaban en tal estado, que el pueblo, no lo pudo soportar y el resultado fue lo que todos habían previsto: una revolución”.
Amarillos y azules
En diciembre de 1867 Miguel Antonio Rojas, gobernador de Aragua proclamó en Villa de Cura la revolución “Reconquistadora” que tomó como divisa la bandera azul. El viajero alemán lo cuenta así… “se daban el nombre de reconquistadores, y eligieron la divisa azul. Los soldados del gobierno que se llamaban liberales, tenían la divisa amarilla”. En 1868, Venezuela era un pandemonio. Unos pedían la fusión de los Estados de la Federación; otros se aferraban a la intangibilidad territorial de la soberanía de sus feudos. Unos protestaban las reformas de los federales; otros pedían que se ejecutaran. Excusas todas para justificar la demencia general de ambiciones desaforadas que había llevado a la espantosa guerra federal en 1859 y que nueve años después de haberse iniciado y cuatro después de haber concluido, volvía a encenderse.
En abril de 1868, el Congreso se instaló y después de unos incidentes violentos, 28 Diputados se retiraron, y en mayo se auto-disolvió porque los congresantes no cobraban dietas ni viáticos. Los billetes de a 100 se cotizaban a 10, y los créditos de las pensiones estaban al 1.5% de su valor. Había hambre, y se combatía con saña en los Valles del Tuy y en Aragua, Zulia, Mérida y Barcelona. El pillaje y el robo en las ciudades y el asalto en los caminos se disfrazaban de revoluciones y en todo caso, eran indistinguibles en sus acciones de las partidas guerrilleras. El Gabinete renunció el pleno, pues el gobierno del país era imposible por los alzamientos de los caudillos de todos los Estados ‘soberanos’. El comercio estaba paralizado, los agricultores no sembraban, los ganaderos veían sus rebaños diezmados por las partidas guerrilleras de los diferentes gobiernos –el nacional y los regionales- que se manifestaban en las seis revoluciones que habían estallado y en las innumerables partidas de bandoleros que decían ser ‘revolucionarios’. Sólo había un punto de coincidencia: Como paso previo a toda esperanza de arreglo, Falcón tenía que salir de la Presidencia.
El 30 de abril, Falcón nombró al notorio conspirador, Manuel Ezequiel Bruzual, Ministro de Guerra, lo encargó de la Presidencia y se marchó a Coro. Pero no renunció, como se esperaba y deseaba. Bruzual lo presionó para que lo hiciera. Pero Falcón respondió con sus habituales evasivas. En ese momento, de las catacumbas de la historia salió el octogenario General José Tadeo Monagas con una prédica que sonaba bien: En Venezuela no hay oligarcas conservadores ni liberales, no hay partidos; solo hay venezolanos que desean la paz y el bien del país.
En mayo, la revolución “reconquistadora” del Presidente Miguel Antonio Rojas de Aragua marchó sobre Caracas con 5.000 hombres y ocupó Antímano. En Caracas, había pánico. Los soldados ‘amarillos’ del gobierno reclutaban a los ancianos y los niños que encontraban en la calle. Pero la sangre no llegó al río. El Presidente Bruzual se reunió con Rojas y firmaron un Tratado. El Presidente de Aragua Miguel Antonio Rojas fue nombrado Comandante en Jefe del Ejército y sus soldados ‘azules’ se volvieron ‘amarillos’. ¿Paz? Nada de eso.
Desde el oriente, el General José Tadeo Monagas desconoció el Tratado Bruzual-Rojas y respaldó la rebelión que por allá dirigía su sobrino Domingo Monagas. Este tomó la divisa azul que se había vuelto popular porque no era ni la desgastada divisa amarilla de los federales ni la roja de los conservadores. Monagas contagiado por la demencia general, declaró que los Estados del Oriente “habían reasumido su soberanía”, invitando a los demás Estados a hacer lo mismo.
En varias ciudades se produjeron tumultos y saqueos, en especial en Valencia, donde el gobierno de Bruzual fue depuesto formalmente. En Venezuela habían tantos gobiernos que no había ninguno: En Caracas había un gobierno regional, presidido por Luciano Mendoza y otro nacional presidido por Bruzual. En Coro se produjeron varias rebeliones en contra de Falcón, que todavía era Presidente, pero cuando sus amados corianos se le rebelaron huyó a Curazao. No volverá vivo a Venezuela.
Mientras tanto, la Revolución ‘azul’ de Monagas, avanzaba sobre Caracas en dos columnas. Una entró por Barlovento, otra por los llanos de Guárico. El 12 de junio Monagas llegó a Guatire, y envió a Martín Sanabria a parlamentar con Bruzual. No hubo acuerdo. Entonces la revolución ‘azul’ avanzó hasta Petare. A mitad de camino de Caracas, cerca del pueblo de Chacao en la Hacienda Sans Souci, se celebró una conferencia entre Bruzual y Monagas. Tampoco hubo acuerdo. El 22 de junio, se inició el ataque de los azules que entraron a Caracas a sangre y fuego. Se combatió furiosamente durante dos días y dos noches en las calles, en los techos y en las casas de la ciudad. Por fin, el 25 de Junio, la bandera azul ondeó en la torre de la catedral en la Plaza Mayor. Tres días después se instaló el nuevo gobierno bajo la Presidencia del General José Tadeo Monagas. Era la tercera vez que José Tadeo Monagas ocupaba la Presidencia. Tenía 83 años, su divisa era “Unión y Libertad” y su programa el fin de los partidos.
Ayudado por Luciano Mendoza, el Presidente Manuel Ezequiel Bruzual había huido por La Guaira hacia Puerto Cabello. A perseguirlo salió José Ruperto Monagas, hijo de José Tadeo. El 14 de agosto lo alcanzó y lo derrotó. Bruzual, gravemente herido fue llevado a Curazao. Allí murió en los brazos de Falcón. ¿Paz? Nada de eso.
Tres meses después, el 18 de noviembre, a los 84 años, el Presidente José Tadeo Monagas murió de una fulminante pulmonía. Entonces su hijo José Ruperto y su sobrino Domingo Monagas –hijo de José Gregorio- se disputaron la Presidencia. Venció José Ruperto quien desató una feroz persecución de los ‘amarillos’, algo que el viejo Monagas había evitado e impedido. Entre los ‘azules’ mas agresivos con los ‘amarillos’ eran los miembros de una sociedad política llamada de “Santa Rosalía” que tenía el apodo de “lincheros”.
El gobierno ‘azul’
Antonio Guzmán Blanco había regresado a Caracas y mientras Jose Tadeo Monagas vivió tuvo su simpatía y su protección. Al morir el viejo José Tadeo, José Ruperto Monagas, hizo de Guzmán Blanco el destinatario predilecto de los ataques de sus partidarios. Guzmán Blanco se hizo la cabeza visible de un grupo de liberales discretamente contrarios al nuevo gobierno que editaban el diario “La Unión Liberal”. Los ataques de Jose Ruperto Monagas lo hicieron jefe de la oposición. Guzmán Blanco proclamaba -de los labios para afuera- un civilismo pacífico como único medio de acción política. Pero entre sus partidarios no habían civilistas. Solo habían reconocidos caudillos guerreros como Matías Salazar, León Colina y José Ignacio Pulido para quienes el civilismo era anatema. Solo esperaban el momento para entrar en acción con el único medio que ellos sabían era el adecuado para llegar al poder en Venezuela: la revolución y la guerra.
El triunfo de los azules, no detuvo el proceso de desmembramiento de Venezuela. Como las aduanas estaban en poder de los Estados “soberanos”, el gobierno no percibía sus ingresos. Cuando el Presidente José Ruperto Monagas decretó la autoridad del gobierno sobre las aduanas y reclamó sus ingresos, Venancio Pulgar, proclamó al Zulia Estado soberano e independiente. En julio, José Ruperto Monagas salió con un gran ejército a combatir a Venancio Pulgar; en octubre lo derrotó, lo apresó y lo encerró en el Castillo de Puerto Cabello. Anulado Pulgar, el Zulia quedó reintegrada a Venezuela. Pero el costo de la campaña del Zulia había agotado al Tesoro y el gobierno estaba en la indigencia total. Las rebeliones estallaron en Aragua, Guárico, Carabobo y el Oriente. Y como los gastos para enfrentarlas se cubrían con empréstitos forzosos, confiscaciones y reclutas de hombres aptos para el trabajo, ello estimulaba mas y mas rebeliones. Venezuela era un infinito círculo vicioso.
En agosto, una turba instigada por los “lincheros” interrumpió brutalmente y agredió a los asistentes de un acto social realizado en la casa de Antonio Guzmán Blanco Guzmán Al día siguiente, Guzmán se asiló en la Legación de los Estados Unidos y salió del país. Ello provocó la formación de un comité liberal revolucionario que proclamó la jefatura de Guzmán Blanco quien por ese ruidoso incidente era el Jefe de todas las facciones liberales. José Ignacio Pulido partió para los llanos y se alzó en su nombre. Su ejemplo lo siguieron Matías Salazar en Valencia; en Puerto Cabello, José Félix Mora; en Guárico, Joaquín Crespo; en Yaracuy, Hermenegildo Zavarce; en Aragua, Francisco Linares Alcántara y en Coro Diego Colina.
Y esa era la Venezuela a la cual llego el viajero alemán y de la cual los venezolanos no huían, porque a pesar de todo, los venezolanos de entonces, no habían perdido la visión de su futuro ni la brújula para andarlo.
El viajero alemán
Friedrich Gerstäcker salió de Caracas cuando los ‘amarillos’ del Presidente Bruzual gobernaban la ciudad y los ‘azules’ del Presidente Rojas de Aragua estaban acampados en Antímano. Para viajar por un país en esa situación, su pasaporte del Reino de Sajonia valía muy poco. Así es que sus anfitriones, -la familia Rothe- le procuraron un salvoconducto ‘amarillo’, firmado por Falcón, y otro ‘azul’ firmado por el Rojas, el jefe revolucionario acampado en Antímano. Con esta documentación, Gerstäcker se encaminó hacia los valles de Aragua donde al llegar que los azules que había dejado en Antímano se habían hecho amarillos, pero que en el oriente habían salido más azules al mando del viejo General José Tadeo Monagas.
Allí escribe: “!Que bello es este mundo venezolano! ¡Que paraíso podría ser si las feas pasiones de los hombres y la envidia y la codicia no hicieran de él frecuentemente un infierno!” Su propósito era encontrarse con un señor hijo de un alemán de apellido Vollmer que le habían dicho poseía tierras por allí. “El señor Vollmer” -cuenta- “si bien nativo del país, había sido educado en Alemania y se había rodeado de un ambiente alemán, y hacía buena música, no el tintineo de los valsesitos corrientes de sudamérica, sino música de verdad, pues Vollmer tenía una sólida formación musical y tocaba magistralmente al piano”.
Gustavo Julio Vollmer Ribas, era hijo de Gustav Julius Vollmer, un fornido alemán que había llegado a Venezuela de Hamburgo, poco después de Carabobo. Su madre era la criollísima Francisca ‘Panchita’ Ribas y Palacios, hija de Antonio José Ribas y Herrera, y de Ignacia Palacios Blanco, hermana de la madre de Simón Bolívar. De los once hermanos Ribas, el menor había sido el famoso General José Felix Ribas que entre sus muchas hazañas guerreras estaba la de haber detenido el febrero de 1814 en La Victoria a la caballería realista de Boves comandada por Morales. Otro de los hermanos Ribas había sido el presbítero Francisco José Ribas, quien el 19 de abril de 1810, mientras el canónigo José Cortés de Madariaga, hacía señas a las espaldas del Capitán General Empáran, se movía entre el pueblo instándolo a rechazar al Capitán General y pedir la independencia. Incorporado al Cabildo como Diputado del clero y del pueblo, el padre Ribas firmó el Acta del 19 de abril de 1810. El mayor de los hermanos, había sido Juan Nepomuceno Ribas, destacado dirigente civil del movimiento emancipador de 1810.
Pero el viajero alemán que en 1868 llega a la casa del hijo de Panchita Ribas, no cuenta nada acerca de la madre venezolana de su anfitrión. Tan solo comenta: “el esplendido valle de Aragua, con un clima y un suelo como no podrían desearse otros mejores, con sus opulentos pastizales, sus plantaciones de café y azúcar, sus vigorosos arboles y palmeras ¡cuan apacible y quieto se extendía a mi alrededor! Pero el azote de la guerra había hecho estragos en todas partes. La pequeña localidad de San Mateo parecía casi abandonada el ganado y los animales habían sido arreados de las haciendas y declarados buena presa por los amarillos y además, permanentemente, algunas cuadrillas recorrían las fincas de los terratenientes de manera que estos no tenían un instante de tranquilidad a causa del miedo y el sobresalto” .
El viajero alemán no dice nada de lo que había tenido que padecer la madre, y los antepasados de su anfitrión medio siglo atrás para que esa tierra fuera libre. Apenas toma nota que los Ribas eran denigrados como ‘godos’ y ‘oligarcas’ sin explicar por qué, ni entender la injusticia que castigaba los sacrificios de sus antepasados en sus descendientes por el delito de haber reconstruido lo que la guerra de la independencia había destruido. Nadie quería recordar que los hermanos Ribas, y sus primos, sobrinos y cuñados, -entre ellos los hermanos Juan Vicente y Simón Bolívar- habían sido los godos ‘mantuanos’ conspiradores de 1808 que se rebelaron con razón y justicia en contra los reinados de Carlos IV y Fernando VII y de la bochornosa entrega de sus coronas a Napoleón Bonaparte. Era de eso y de todo lo que eso representaba, que habían decidido emanciparse los venezolanos .Y lo hicieron con una energía. un coraje y un desprendimiento inigualados en toda la América española, haciendo un enorme esfuerzo por crear un Estado Constitucional donde la Ley respetase la virtud y el honor… como lo cantaba una cancioncita patriota de aquellos días que unos años más tarde sería convertida en himno nacional.
Apenas medio siglo atrás, el 19 de abril de 1810, el Capitán General Emparan había sido depuesto, la independencia había sido declarada el 5 de julio de 1811 y en diciembre de ese año, el Supremo Congreso de las Provincias Unidas de Venezuela había aprobado la primera Constitución de los pueblos hispánicos. En ese proceso creador de la patria, los Ribas y todos sus familiares habían tenido mucho que hacer. Y la mayoria lo habia pagado con su vida. Y en que le siguió más.
La guerra a muerte
A la guerra que fue iniciada en 1811, le siguió el espantoso terremoto de 1812, la derrota de Miranda, la caída de la República independiente y el atroz gobierno de Monteverde quien junto otros jefes realistas célebres por su crueldades como Cervériz, Zuazola y Yáñez había cometido las mayores atrocidades que habían encendió una formidable hoguera de odios raciales. El testimonio inatacable de parcialidad del Regente de la Real Audiencia de Caracas, Francisco Heredia lo demuestra. En su relación el heroico magistrado realista narra que un fraile capuchino partidario de Monteverde exortaba a la soldadesca a no dejar vivo a ningún patriota… de siete años arriba. Y así se hizo.
La reacción patriota al gobierno del usurpador Monteverde fue brutal. En junio de 1813 el hasta entonces desconocido Simón Bolívar que había huido a Cartagena en 1812, después de una exitosa campaña guerrillera en el Magdalena donde se reveló su genio militar, había tomado Cicuta y entrado a Venezuela por el Táchira. En abril, Bolívar decretó en Trujillo la Guerra a Muerte. En septiembre a poco de haber entrado victorioso en Caracas modificó y endureció su Decreto, ordenando que los criollos venezolanos que por el anterior Decreto eran tenidos como ‘inocentes’ aún cuando fueran culpables de ser realistas, no serían eximidos y serían pasados por las armas a la par que los españoles.
La reacción fue peor. Ese mismo mes, un asturiano pelirrojo llamado José Tomás Boves que se había hecho jefe de los pardos, había derrotado en Santa Catalina al patriota Carlos Padrón, había ejecutado a todos los prisioneros y había ocupado Calabozo Su predica era sencilla: los enemigos de los pardos eran sus amos, los mantuanos blancos. Esos eran los que habían iniciado la revolución independentista para su provecho. Eran enemigos de los pardos porque eran blancos, y porque eran los mantuanos, dueños de las tierras. Y como la mayoría de la población era de pardos, zambos y mulatos, la guerra para Boves y quienes lo seguían no era entre una Monarquía absoluta y una república constitucional, sino entre los blancos y los que no lo eran, entre los que tenían tierras y los que no las tenían.
En los llanos de Apure, el feroz Yáñez –apodado Ñaña- había dicho y hecho lo mismo cuando ocupó Achaguas. En Guasdualito, Pedraza, Guanarito y otras poblaciones llaneras, bandas de forajidos pardos degollaban y robaban a todos los blancos que encontraban en nombre del rey y se incorporaron a las huestes de Yanez, que marchó sobre Barinas. Desde allí, Manuel Antonio Pulido entendió que la guerra no era entre la monarquía y la república, pues se había impregnado de un atroz odio racial y se había polarizado de la peor manera. Le escribió a Bolívar: “Me horrorizo al conocer la índole de estas facciones casi todas están animadas de un mismo principio: el deseo de acreditarse los pardos con los españoles para que estos los premien cuando vuelvan y los eleven en contra de los criollos blancos”.
Bolívar y Boves
La campaña que había traído a Bolívar de Cartagena a Caracas, llamada “admirable” había hecho de él el caudillo que la revolución emancipadora necesitaba. Su consagración se produjo el 14 de octubre de 1813, cuando un Cabildo extraordinario convocado por Cristóbal Mendoza, gobernador político de la provincia de Caracas, acordó “aclamar solemnemente al Brigadier General de la Unión y General en Jefe de las Armas libertadoras ciudadano Simón Bolívar por Capitán General de los Ejércitos de Venezuela vivo y efectivo con todas sus prerrogativas y preeminencias correspondientes a este grado militar” aclamándolo con el sobrenombre de ‘Libertador de Venezuela’ para que ‘use de él como de un don que consagra que la patria de él a un hijo tan benemérito’.
Frente a la jefatura republicana de Bolívar, la jefatura realista de José Tomás Boves se estaba formando en los llanos con una feroz virulencia. Si la jefatura de Bolívar tenía motivaciones históricas, políticas e ideológicas, la de Boves tenía raíces profundas de resentimientos raciales y un seguimiento que algunos han llamado ‘popular’ para contrastarla a la del aristócrata Simón Bolívar, como para caer en la habitual miopía de los cronistas superficiales que creen que todo lo que cuente con el apoyo circunstancial y pasajero de la mayoría, es ‘popular’.
En noviembre, Boves lanzó su Decreto de guerra a muerte, con el añadido diferencial que ordenaba que los bienes de los patriotas, ajusticiados por la tropa serían repartidos entre ellos. De esta manera, la codicia por las tierras de los ‘mantuanos’ incitaba el odio y la crueldad de los pardos y mulatos. Esto se repetirá en 1859, cuando los descendientes de los mantuanos de la independencia, serán escarnecidos como ‘godos’ y ‘oligarcas’. Con ello, se legitimó el robo de sus ganados, el pillaje y el saqueo de sus casas y la invasión de sus tierras. En esencia, en la guerra llamada ‘federal’ se repetía lo mismo que había sucedido con Boves y su predica a los pardos en contra de los ‘mantuanos’ . Y lo mismo que está sucediendo hoy, cuando un demagogo de discurso embriagador despierta atavismos de aquellas violencias y odios sociales que se creían superados.
Para 1814 el Ejército de Bóves, estaba compuesto de llaneros a caballo y era tan formidable como temible. En Febrero Boves derrotó a Campo Elías en La Puerta. Pero como él había sido herido, dividió a su ejercito en tres columnas: Tomás José Morales tomó el mando de la primera columna y avanzó por Villa de Cura hacia los valles de Aragua. La segunda columna al mando de Rosete avanzó por Camatagua y San Casimiro hacia los valles del Tuy, y la tercera columna, al mando de Boves quedó en Villa de Cura como reserva mientras el jefe sanaba de su herida. El 12 de febrero, en La Victoria, en las mismas tierras que el alemán Friedrich Gerstäcker visitaba en 1868, José Felix Ribas tío de la madre de su anfitrión, con el auxilio modesto pero simbólico de unos estudiantes del seminario de Caracas, logró la extraordinaria proeza de detener y derrotar la columna de Morales compuesta por siete mil lanceros a caballo. Después de esto Ribas, marchó a los valles del Tuy y en Charallave derrotó a la columna de Rosete, uno de los mas crueles y sanguinarios jefes realistas de las hordas de Boves.
Unos días más tarde del triunfo de Ribas en La Victoria, por orden expresa de Bolívar dada por escrito desde Valencia, 518 españoles presos en el Castillo de La Guaira y unos 300 presos Caracas, fueron ejecutados por Juan Bautista Arismendi, gobernador militar de Caracas. La petición de clemencia del arzobispo Coll y Prat a Bolívar fue negada por escrito. La ejecución de los españoles fue hecha con armas blancas, para no gastar pólvora. Dicen los testigos que la sangre bajaba como un río por las empinadas calles de La Guaira que llevan al fortín.
Entre febrero y marzo, Bolívar había tomado las posiciones de Ribas en La Victoria y se había atrincherado en San Mateo donde resistió sucesivos embates de los lanceros de Boves y Morales. Su situación se hizo tan comprometida, que el 15 de marzo Boves anunció en una proclama que tenía cercado a Bolívar en San Mateo y que no podía escapar. Pero Bolívar resistió lo mismo que lo había hecho Ribas. En el curso de esa acción, el neogranadino Antonio Ricaurte se inmoló haciendo volar el polvorín de San Mateo.
Cuando Boves se enteró que Mariño se aproximaba con su ejercito y que Ribas había derrotado a Rosete en Ocumare, entendió que su retirada hacia los llanos podía ser cortada y que el atrapado podía ser él. Cuando Boves levanto el cerco de San Mateo y se retiró Bolívar pasó a la ofensiva, persiguió a Boves, y lo lanzó en los brazos de Mariño quien lo derrotó en ‘Bocachica’ y lo obligó a retirarse hacia Valencia, en ese momento sitiada por el Mariscal de Campo Juan Manuel de Cajigal y defendida por Urdaneta.
En el sitio de Valencia, el Capitán General Cajigal convenció a Boves someterse a su autoridad. Boves aparentó acatarlo. Pero cuando Bolívar se aproximó y Cajigal decidió levantar el sitio, Boves se replegó por su cuenta hacia los llanos dejando solo al Capitán General. Por ello, en mayo, Bolívar y Mariño pudieron derrotar al Mariscal Juan Manuel Cajigal en la sabana de Carabobo en lo que fue la primera batalla de ese lugar. Hasta allí, todo parecía moverse a favor de los patriotas. Hasta allí.
Y todo eso, y algo más, había sucedido en las mismitas tierras de Aragua que el viajero alemán visitaba 54 años después.
La catástrofe de La Puerta
En Apure, Boves reorganizó su fuerza compuesta íntegramente por caballería llanera renovada en sus montas y aumentada con nuevos lanceros. Con esa formidable fuerza marchó hacia La Puerta y allí derrotó decisivamente a los ejércitos combinados de Bolívar y Mariño, que se desbandaron desastrosamente en fuga, sin lograr rehacerse. A partir de allí, y sin resistencia, Boves marchó con una parte de su ejercito hacia Valencia y envió la otra sobre Caracas al mando de Morales que el 16 de junio ocupó La Victoria.
Bolívar, que había logrado salvarse del desastre de La Puerta huyendo de noche a marchas forzadas, había llegado a Caracas donde decretó la Ley marcial. En un ambiente de terror y de duras críticas a su persona, Bolívar convocó una Asamblea popular en el convento de San Francisco para deliberar sobre lo que debía hacerse. Los debates cayeron en un torneo extravagante de ilusos y necios. Los oradores no entendían o no querían aceptar la dura realidad, y proponían lo que no se podía hacer. Bolívar hizo lo que pudo: creó una Junta de arbitrios presidida por Juan Nepomuceno Ribas, y otra de guerra presidida por José Felix Ribas que procedieron ejecutivamente a hacerle frente a las necesidades mas apremiantes de alimentación, seguridad y defensa.
En vista de la carestía de alimentos, la Junta de arbitrios recomendó la emigración hacia Barcelona de mujeres niños, ancianos y hombres inútiles para la guerra. El fenómeno de las ‘fugas’ masiva de ciudades ya se había producido en el dramático caso de Barinas; y a partir de ese momento, se va a repetir en Caracas, Barcelona y Cumaná. Valencia se había rendido a Boves, que había firmado solemnemente en un altar una capitulación que prometía respetar la vida de los rendidos y de las mujeres, niños y no combatientes. Obtenida la rendición, Boves lanzó a sus hombres a una orgía de saqueos violaciones y matanzas, ejecutados con una crueldad inimaginable. Haciendo caso omiso de la presencia del Mariscal de Campo Juan Manuel Cajigal, Capitán General de Venezuela, quien era su superior, Boves se atribuyó a si mismo el título de Comandante General de las armas del Rey.
Mientras tanto, con los restos que se pudieron recoger de la catástrofe de La Puerta, se organizaron en Caracas tres batallones de infantería, y tres escuadrones de caballería para intentar parar a Morales que estaba en La Victoria. Pero el terror por las atrocidades de Boves en Valencia llevaron al éxodo masivo hacia Oriente. Nadie quedó para resistir. Unas 20.000 personas abandonaron la ciudad. Marcharán 23 días hasta Barcelona, más de la mitad morirán en el camino de hambre, fatiga y sed. El 15 de julio Boves entró sin oposición en Caracas, nombró gobernador civil al Marqués de Casa León y jefe militar al coronel Juan Nepomuceno Quero.
¡Se perdió Panchita!
Juan Nepomuceno Ribas, casado con María de Jesús Palacios, hija de Feliciano Palacios y de Francisca Blanco y Herrera y por lo tanto, tía de Simón Bolívar, marchó hacia Barcelona con su esposa, sus dos hijas, sus maridos, y sus tres hijos varones. Todos morirán. Ni uno solo quedará vivo. Unos en la marcha hacia Barcelona, otros en Cumaná y otros en las matanzas de Maturín. Como encargado de las rentas Nacionales, Juan Nepomuceno Ribas había hecho embalar en catorce cajas de madera, la plata labrada de las Iglesias de Caracas, el único haber que le quedaba a la moribunda República y que el pirata Bianchi robará. Con el núcleo familiar de los Ribas, marchó su hermano Antonio José, casado con Ignacia Palacios Blanco, hermana de la esposa de Juan Nepomuceno, y sus hijas María de la Concepción y Francisca, ‘Panchita’ de unos diez o doce años.
Cuando la penosa muchedumbre de caraqueños emigrados había logrado llegar a Guatire, Panchita se perdió. Unos decían que se había apartado del camino para hacer sus necesidades, y había sido raptada por un hombre a caballo. Por más que sus atribulados padres, tíos, y primos la buscaron, no fue posible hallarla.
Con la familia Ribas, habían partido varios esclavos y libertos, que quedaron rezagados a una jornada. Entre ellos, estaba la negra Juana, que había sido nodriza, de Panchita. Juana llevaba amarradas en un pañuelo y escondidas en su pecho, las monedas que había logrado reunir para comprar su libertad. Estando en el camino, Juana, vio que un jinete, de los que habían estado acosando a los fugitivos, robándoles lo que podían, pasaba al trote, camino de Caracas, llevando montada en la silla de su caballo a Panchita Ribas.
Juana corrió hacia él, tomó las riendas del caballo, mientras gritaba insultos al jinete reclamando a la niña alegando que era su hija. En la confusión, Panchita logró zafarse de su captor y se lanzó del caballo. Pero el captor había logrado agarrar a Panchita por una pierna y negra y jinete halaban cada uno por su lado el cuerpo de la aterrada niña que gritaba a todo pulmón. Cuando Juana vio que llevaba las de perder saco su pañuelo de monedas y se las tiró al jinete. ¡Toma! –le dijo- ¡te la compro! Y ya fuera por esto, o porque los otros negros que acompañaban a Juana amenazaban intervenir en la refriega, lo cierto fue que el jinete soltó la pierna de Panchita, tomo el pañuelo de monedas, picó espuelas y se marchó.
A los negros con los cuales marchaba Juana, les fue imposible o no pusieron mucho empeño en alcanzar al grueso de la marcha de los emigrados. Ante el constante acoso de partidas de jinetes de Boves que los hostigaban sin cesar, decidieron meterse en las montañas de Barlovento, donde no les fue difícil hallar una ‘cumbe’ o ‘rochela’ de negros cimarrones que vivían aislados de todo lo que estaba sucediendo en el resto del país.
José Felix Ribas terminó por asumir el mando del Ejército Libertador cuando Bolívar huyó hacia Cartagena. El 5 de diciembre de 1814 se enfrentó a Boves en Urica. Ribas fue derrotado, pero Boves murió en la acción. Su segundo Morales, eran tan capaz y mucho más sanguinario que su Jefe. Unos días mas tarde Morales volvió a derrotar a los patriotas en Maturin. José Felix Ribas logró escapar de ese desastre donde murieron muchos de los que habían emigrado de Caracas. El 31 de enero de 1815 al llegar a Tucupido en los llanos centrales José Felix Ribas fue descubierto por unos guerrilleros realistas que lo ejecutaron en el acto. Su cabeza, frita en aceite, fue enviada a Caracas, y allí fue colocada en una jaula con y colgada en la Puerta de Caracas. El mismo día que se colgaba la jaula con la cabeza de Ribas, se cantaba en la catedral de Caracas un solemne funeral por el eterno descanso del alma de José Tomás Boves. La cabeza de Ribas estuvo colgada allí siete años. Solo fue después de Carabobo en junio de 1821, cuando los patriotas pudieron regresar a la ciudad que habían abandonado en 1814.
¡Volvió Panchita!
Los años ‘13 y ‘14 no tienen paralelo en la historia de Venezuela ni la de la América española. Cuando Humboldt visitó a Venezuela en 1800, había estimado que la población de Venezuela era de 780 mil habitantes. José Manuel Restrepo calculó que para 1810 la población venezolana era de 800 mil habitantes. En 1825, Venezuela solo tenía 659.633 habitantes. Los estimados más serios aseguran que entre 1813 y 1814 no menos de 225.000 personas perdieron la vida en Venezuela, en lo que fue la más cruel de las guerras de independencia de la América española. La población de Caracas que antes del terremoto de 1812 era de mas de 50.000 habitantes, para diciembre de 1814 no llegaba a los 20.000, la mayoría pardos y negros, pues para enero de 1815 quedaban en Caracas muy pocos blancos. En la Caracas que conoció el viajero alemán en 1868 muchas de las ruinas del terremoto de 1812 no habían sido recogidas.
Panchita y la negra Juana, su madre de leche, vivieron y sobrevivieron en una ‘cumbé’ de negros en Barlovento hasta que a comienzos de 1822 se enteraron que los patriotas habían ganado la guerra y estaban de vuelta en Caracas. Entonces Juana y Panchita que ya era una hermosa mujer de unos veinte años salieron de la montaña barloventeña, donde habían estado escondidas siete años y emprendieron camino de regreso a los valles de Aragua en búsqueda de su padre su madre y su familia. No quisieron detenerse en Caracas, donde no sabían a quien dirigirse y además, estaban descalzas y andrajosas. Hacia poco tiempo que la jaula con la cabeza de su tío José Felix Ribas, había sido descolgada del sitio donde había estado desde 1815 Pero no estaban seguras como serían tratadas si revelaban su identidad, a pesar que el alma se les alegraba cada vez que veían una bandera de franjas amarilla, azul y roja.
Cuando por fin llegaron a La Victoria a pie y descalzas y pasaron por el Consejo y San Mateo, no reconocían nada. La destrucción de lo que ellas habían conocido era total. Los ingenios, las casas, los sembradíos, estaban en la más absoluta ruina. Apenas pudieron reconocer parte del viejo acueducto de la Hacienda Santa Teresa. Después de mucho buscar y preguntar, encontraron a unas personas que habían conocido a los Ribas. Por ellas se enteraron que su padre, su madre y su única hermana habían muerto al igual que casi todos sus tíos y primos. Apenas se sabía que una tía monja estaba viva en algún convento y que el padre Francisco José Ribas andaba por Trinidad.
Pronto se enteraron que el hombre más poderoso y famoso del momento, era su primo, Simón Bolívar. El era el que, después de todos los desastres de los años terribles, había ganado las batallas de aquella guerra atroz. Pero Bolívar estaba muy lejos, en Bogotá Presidente de la nueva República de Colombia. Quien mandaba en Venezuela era el General José Antonio Páez, un llanero del cual ellas no sabían nada, salvo que estaba empeñado en que le dieran las tierras vecinas la Hacienda La Trinidad, propiedad del realista Marques de Casa León, en la cercana población de Maracay.
Después de dar muchas vueltas, cuando al fin Panchita fue reconocida, unos familiares lejanos las acogieron. Panchita era fuerte, voluntariosa y decidida. Como era la única sobreviviente de los Ribas, y por ello, la única heredera de muchas tierras, su primera tarea fue entrar en posesión de ellas y su segunda, ponerlas a trabajar. La vida en la ‘cumbe’ no había sido fácil. Pero le había formado el carácter y el cuerpo y no sentía temor de moverse en los ambientes mas difíciles y hostiles con un coraje y una decisión que a todos desarmaba. El prestigio de su nombre ya no era baldón de vergüenza. Nadie la llamaba ‘mantuana’. Los ‘godos’ en ese momento eran los españoles y esos habían eran los derrotados. Ella era una Ribas. Era la sobreviviente de una familia que lo había dado todo por la revolución que había emancipado y había hecho a Venezuela. Y Panchita no se comportaba como una pobre huerfanita desamparada, frágil e indefensa. La misma energía de sus padres y sus tíos la movía. Era la energía que la había hecho sobrevivir en la ‘cumbe’ de Barlovento, junto a su amada madre de leche, la negra Juana a quien le debía la vida.
Así, Panchita no tardó en procurarse el auxilio competente de un letrado que la puso en posesión legal de las tierras que eran suyas por legítima herencia. Tampoco tardó en ponerlas a trabajar. Estando en ello, conoció a un alemán de Hamburgo llamado Gustav Julius Vollmer, que había llegado a Venezuela sin otra riqueza que su capacidad para el trabajo y su deseo de prosperar. La negra Juana vivió para ver como su hija de leche, que había vivido siete años en una cumbe de negros, se casaba con un aleman de piel rosada y pelo amarillo y le daba unos nietos que la besaban y la llamaban abuela.
Gustav Julius Vollmer resultó un formidable administrador. Con mucho trabajo y más empeño, se dedicó a reconstruir lo que la guerra de la independencia había destruido en las tierras que había heredado su esposa. Lo hizo con una sobriedad, una constancia y una disciplina germanas. Al poco tiempo, los cañamelares habían sido sembrados, y los trapiches molían sus cañas. Su dulce jugo después de pasar por los procesos de rigor, destilaban la melaza con la cual se hacia el sabroso ron que había hecho famosa a la Hacienda Santa Teresa. Y con el producto de todo ello, las ruinas de las casas vieron como sus viejas y gruesas paredes españolas se volvían a levantar, y sus techos de caña amarga sobre las cuales se colocaban tejas de las alfarerías de Villa de Cura. En las montañas se sembraron cafetos, como los que había estado ensayando el padre Mohedano en Chacao poco antes de la revolución y un tal Gervasio Rubio había sembrado en las lejanas tierras del Táchira.
Lo que Friedrich Gerstäcker describe en 1868 era el producto de aquella laboriosidad: “La Hacienda pasaba por ser una de las mejores del país” –dice- “Las construcciones procedían en su mayor parte de los tiempos de la colonia sobre todo el acueducto, sólidamente edificado que no sólo proveía de agua a la casa y a todas las dependencias administrativas, sino también a gran parte de las plantaciones. Las construcciones ocupaban una inmensa superficie sobre todo las destinadas al almacenamiento y limpieza del café, los cuales formaban un cuadrado”. Al café le siguió el añil y luego el cacao.
Cuando la negra Juana murió en los brazos amantísimos de su “hija”, sus nietos de piel blanca, ojos azules y pelos rubios besaron su carne negra y la regaron con lágrimas de amor y devoción. La esclava que había comprado a su hija y ama con el dinero de su libertad, fue enterrada debajo del altar de la capilla que se había reconstruido, en el mismo lugar donde tanta sangre había corrido en los terribles años trece y catorce, para que esa tierra fuera libre, justa y buena para todos.
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