Mi
marido, aunque es agua de tanque, está preocupado. Dice que con demasiada
frecuencia me encuentra viendo un programa de televisión que pasan en el canal
Bio que se titula “Deadly wives” (“Esposas Asesinas”).
Al
papá de una muy querida amiga le preguntaron una tarde por su esposa. El
respondió lacónicamente: “… ella está en entrenamiento…”. Al parecer su señora
había tomado por hábito reunirse con varias otras señoras que, además de
parentesco y amistad, tenían en común el ser todas viudas. El sospechaba que
ella estaba adiestrándose.
Yo
le aclaro a mi esposo que él no tiene razón alguna para angustiarse. No porque
yo, como casi todas las esposas del mundo respecto de sus cónyuges, eluda la
verdad de desear asesinarlo. Claro que quiero matarlo. Tales pensamientos me cruzan
por la mente en sin número de oportunidades. Pero no lo haré, por varias y
válidas razones, a saber: 1. “Difuntearlo” me convertiría en una homicida,
delito severamente penado por la ley en Venezuela, que acarrea pena de prisión
hasta de treinta años. Y no importa lo que él haga, nada justifica que yo pase
los próximos años de mi vida pudriéndome en una cárcel con un calorón espantoso
y pasando horas de horas narrando a mis compañeras de celda cómo fue que
consumé el acto homicida. 2. Seguro que ante un hecho como tal, la policía
vendría a mi casa, registraría todo y haría un reguero. O por lo menos así sale
en las películas. 3. La verdad, no quiero ser viuda, ni de él ni de ningún
otro. Hasta hoy no he cambiado mi estado civil en mi cédula, en la que sigo
apareciendo como soltera. El trámite es muy engorroso y ya es como complicado
vivir en este país de infinitas e inevitables burocracias como para salir a transitar
una más sin necesidad alguna. 4. Este es mi segundo matrimonio. Estamos en el
séptimo año y a él no le ha dado comezón (o lo disimula muy bien). 5. Mi marido
es un tipo utilitario. Tiene todas las herramientas habidas y por haber y es
hábil en los asuntos de reparaciones de averías domésticas en los que yo me
declaro totalmente incompetente. Si enviudara porque decidiera matarlo y
consiguiera que por algún tecnicismo legal y por el apoyo de mis cuñadas -quienes
seguramente se pondrían de mi parte- no me condenaran, tendría que arrejuntarme
o casarme con el electricista que tuvo mi mamá por años quien, además de estar
casado, se queja de todo. Y para tener que calarme otros ecos adormecidos de
lamentos, para eso me quedo con este marido que tengo y salgo ganando. Eso sin
contar que a estas alturas venir a aprenderme la manías de un tipo nuevo, que
si las camisas le gustan planchadas así, que si los interiores sólo pueden ser
de tal marca y de tal color, que si el primer café de la mañana sólo le gusta
en una taza que compró hace chorrocientos años en un pueblo en las afueras de
Barquisimeto, ay no, qué flojera.
Así
que no tengo planes de convertir a mi marido en fiambre. Tampoco pienso
divorciarme. Ya pasé una vez por lo que yo llamo “el trauma de Pajaritos” y
juré que nunca más viviría semejante experiencia (si bien me dicen que ahora el
asunto será más fácil por aquello de la Ley del Infogobierno que acaba de
aprobar nuestra ilustrísima y nunca bien ponderada Asamblea Nacional). Pero qué
va, no me fío. A pesar de todos los progresos en la materia, seguro que el día
que me tocara ir a Pajaritos (para iniciar la separación o un año más tarde
para firmar el divorcio) habría una huelga, o la cola para poder subir al piso
correspondiente le daría cuatro vueltas a la manzana, o se acabarían los
números, o al llegar al lugar indicado encontraría un papel pegado en la puerta
de la oficina del juez en el que se leería “por inventario de expedientes hoy
no hay despacho”, con lo cual el trámite se enredaría más de lo que me siento
capaz de soportar a esta edad en la que ya no estoy para esos trotes y
sofocones.
Tampoco
voy a caer en el ridículo expediente de montarle cachos, salvo que se me cruce
la ocasión de una noche loca con Andy García, cachos que más bien le subirían
los puntos y el prestigio a mi esposo quien podría darse bomba presumiendo que
su mujer le fue infiel nada menos y nada más que con semejante churro, a lo
cual nuestros amigos y conocidos responderían con un sonoro aplauso y un “ah,
bueno”. Y si a él por su parte se le da la oportunidad de pintarme el cuerno
con Penélope Cruz, ¿quién soy yo para privarle de tan sensual e inolvidable aventura?
Yo hasta le sacaría su mejor traje y una hermosa corbata, ropa interior de
estreno y lo ayudaría a acicalarse y perfumarse para que su cita con tan
hermosa mujer fuera un rotundo éxito. Le mandaría a ella un regalito en
agradecimiento y tuitearía a voz en cuello un “¡Mi marido está con Penélope!”.
Hasta llamaría a Roland Carreño para contárselo.
Total,
que ya lo tengo definido. Mi próximo estado civil será el de finada. Seré la
difunta, categoría de fiambre, un espíritu libre, una ninfa danzante entre las
nubes. Calma. Que nadie se impaciente. Eso no será de inmediato ni en un tiempo
cercano. Tengo muchas cosas aún por hacer, muchos viajes a lugares que no
conozco dentro y fuera de mi país, muchos ataques de risa, muchas películas,
muchos libros. Estamos en pleno afán de mudarnos a Margarita. Es mucho lo que
aún tengo para dar en la lucha por una Venezuela sensata y progresista de
verdad. Mucho en lo que contribuir para que aquí impere el estado de derecho y
la democracia y no la salvaje ley de la selva roja. Me faltan un montón de
bautizos, primeras comuniones, matrimonios, charlas, conferencias, conciertos,
obras de teatro y demás ágapes que ya están en agenda o a los que seré
requerida y gustosamente asistiré. Tengo un par de vestidos hermosos que no me
he estrenado. Estoy en el medio de escribir una nueva novela. Me falta aún
cumplir el deseo de mi adorado profe Antonio Cova y, como él quiso hacer y no
pudo, desnudarme y meterme en la fuente de la Plaza Venezuela el día en que
podamos decir que derrotamos a esta cosa, este protoplasma viscoso que mientan
la Revolución Bonita, dejemos de ser la coincidencia geográfica de un gentío y
pasemos a construir un país decente y menos alterado donde los calorones que yo
sufra sean producto de los tiempos menopaúsicos y no de las angustias.
Así
las cosas, mi marido puede estar tranquilo. Conmigo su vida no corre peligro. Y
espero que la mía tampoco, aunque últimamente le ha dado por ofrecerme una
sopita cada noche con sabor sospechoso y he encontrado en el depósito varios
potes vacíos de ese líquido para carros llamado “coolant”. También por estos
días he notado que me juega trampitas mentales, al estilo de “Luz que agoniza”,
película cuya trama es en la Inglaterra victoriana y en la cual una mujer casa
con un famoso pianista. La felicidad se esfuma cuando ella empieza a escuchar raros
e inexplicables ruidos. El la atormenta sistemáticamente hasta hacerla sentir
que está perdiendo la cordura.
En
“Deadly Wives” vi la historia de una señora que con mucho cariño “difunteó” a
su marido con la lenta y segura técnica de un consomé con “coolant”, que tiene
la ventaja de no dejar rastros que puedan ser detectados por los forenses.
¿Será que el mío ya quiere tomar chocolate y lucir una corbata negra? Yo, por
si acaso, mejor hago como Mafalda y me declaro en contra de las sopas.
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