Yo presumo de ser una cristiana con
conocimientos sobre judaísmo. Al fin y al cabo, como suelo recordar a quienes
me quieran oír, ahí están nuestras raíces religiosas. Siempre he tenido buenos
amigos judíos que a esta “goy” –gentil- la han tratado con
"gentileza". Nunca me han despreciado ni nada parecido. Claro, yo soy
una católica bastante liviana, nada vintage
y respeto todas las confesiones.
Los mejores psiquiatras son judíos porque
nadie sobre la faz de la tierra sabe tanto de “la culpa” como un judío. Cargan
con ella toda la vida. Por nuestra parte, los cristianos tenemos –para nuestra
ventaja y conveniencia- ese invento sublime que nos dejó Jesús llamado
confesión que nos saca de gruesos apuros. Por supuesto, la cuestión tiene
requisitos que hay que cumplir, a saber, el examen de conciencia, la contrición,
el propósito de enmienda, la confesión de los pecados y la absolución de un
padre, previo un merecido regaño. Y está, además, la imposición de una
penitencia que varía según el grado de las faltas cometidas. Pero para todavía
mayor comodidad, en la misa se reza el “Yo pecador” (Yo confieso ante Dios todopoderoso, y ante ustedes hermanos, que he
pecado mucho de pensamiento, palabra, obra y omisión…).
Un señor judío me escribe y me aclara que
ellos no tienen purgatorio. Es decir, no tienen ellos el sano término medio con
el cual los cristianos contamos. Creo que comprensiblemente él no tiene claro
cómo es la cosa para los cristianos. Por ponerle un símil ilustrativo, le
apunto que el purgatorio es como un viaje a París pero en un vuelo que hace
escalas y a uno lo bajan del avión, lo dejan en tránsito (sin dar mayores
detalles de cuándo estiman que partirá nuestro vuelo) y no le permiten salir a
uno del aeropuerto (como en la película La
Terminal de Tom Hanks). Si tus pecados no fueron graves, hasta te dejan
entrar en la sala VIP. Si cruzaste el páramo con algunos pecadillos y faltas a
cuestas y no tuviste el tino de arrepentirte antes de estirar la pata, el viaje
tiene varias escalas. Es decir, a más pecados, más paradas. Eso sí, hay
garantía de que uno va a llegar a la ciudad de la luz, donde además el tiempo
va a estar primaveral, hay una permanente temporada de conciertos, ballet y
opera, uno tiene reservas para comer donde le dé la gana, no tendrá que hacer
cola para montarse en la Torre Eiffel y lo hospedan en un apartamento precioso
en el 16 con vista al Sena… En pocas palabras, la salvación está garantizada. Es
un éxito el purgatorio. Yo no quiero que lo quiten. Estoy más que segura que, a
pesar de ciertas incomodidades, es hasta divertido y cuando me toque pasar por
allí me encontraré con un montón de gente conocida. Los pecadores allí
cantaremos boleros y nos echaremos los cuentos. Pasaremos a ser socios de la
AUA (Asociación Universal de Arrepentidos). Los chismosos, aclaro, pagarán pena
doble como les dé por poner a rodar infundios y maledicencias.
Lo que ya no tenemos los cristianos, le
cuento al señor que me escribe, es el “limbo”, que era ese lugar medio extraño
pero útil y para nada feo donde iban a parar como en animación suspendida los
bebes que morían sin ser bautizados. Algo así como la tierra del verde
jengibre. Allí se quedaban flotando entre nubes de algodón hasta el fin del
mundo y cuando todos resucitáramos -porque esa es la gran promesa básica- pues
los bebitos se nos unían y todos felices como perdices. Esa situación al
parecer ponía nerviosos a muchos y la iglesia decidió revisar el manual de
procedimientos. Ahora los niños que fallecen sin ser bautizados van al cielo
directo y en la puerta el mismo San Pedro (asistido por San Juan Bautista,
experto mayor en esas lides) les da su bañito de agua bendita para quitarles el
pecado original y listo. Es como catolicismo express.
No hay delivery en el cristianismo, salvo en la unción de los enfermos que
en mi época juvenil se llamaba extremaunción. En siglos anteriores este sacramento
estaba reservado a los que estaban a punto de cruzar el páramo. Luego el asunto
cambió y se hizo un poco más liberal. A mí me han dado los santos óleos dos
veces y aquí estoy, fina, como dicen mis sobrinos. Vivita y coleando. Yo me
confieso por email, porque mi vida es muy complicada y la del cura con quien
hablo también. Vienen cambios en el cristianismo para modernizar todo, que ya
toca y nos hará mucho bien. Francisco anda en eso. Pero no habrá cambios en lo
básico. Y lo básico se expresa en el Credo, que en apenas 115 palabras nos
define y resume a los católicos. “Creo en
Dios, Padre Todopoderoso, Creador del
cielo y de la tierra. Creo en Jesucristo, su único Hijo, Nuestro Señor, que fue concebido por obra y gracia del Espíritu Santo, nació de Santa
María Vírgen, padeció bajo el poder de
Poncio Pilato, fue crucificado, muerto y
sepultado, descendió a los infiernos, al tercer día resucitó de entre los muertos, subió a los cielos y está
sentado a la derecha de Dios, Padre Todopoderoso. Desde allí ha de venir a juzgar a los vivos y
a los muertos. Creo en el Espíritu Santo, la santa Iglesia católica, la
comunión de los santos, el perdón de los pecados, la resurrección de la carne y
la vida eterna.”
Ahora bien, como la nuestra es una
sociedad con profundas raíces judeo cristianas, los pecados y los delitos
vienen a ser casi lo mismo. Los diez mandamientos, conocidos como “El Decálogo”
o las “tablas de la ley de Dios” - que
le fueran dictadas a Moisés allá en el desierto a pata de mingo del Monte Sinaí
una noche complicada en la que comenzó a caer un aguacero espantoso con rayos y
centellas- son normas civilizadas de comportamiento que, si son respetadas, nos
permiten a todos vivir en sana paz. Decía Francisco Pimentel que en realidad
fueron más de diez, pero que por razones de la climatología del momento a Moisés
le resultó imposible tomar con fidelidad el dictado de Dios (Jehová), que
hablaba muy rápido. Entonces hizo un resumen. Moisés, quien al parecer era un
tipo de muy malas pulgas pero definitivamente un genio, entendió que si a los humanos
se nos hace cuestarriba cumplir con apenas diez mandamientos, si la cosa fuere
más larga, el desastre sería harto mayor. Otros autores refieren que hubo
muchos más mandamientos, inscritos en cuatro tablas, pero que a Moisés le
pesaban mucho y tuvo que dejar dos en el desierto. De cualquier manera que haya
ocurrido el asunto, Dios debió sentir que Moisés había hecho lo correcto pues
hasta donde se sabe –y créanme que se sabría- el Supremo nunca enmendó la
plana.
Como el desconocimiento de la ley no nos
exime de su cumplimiento, todos en mayor o menor medida hemos cometido delitos
y pecados, sobre todo menores, sin siquiera saberlo. Los delitos y pecados
gordos los conocemos, sabemos bien cuando los cometemos. Que nadie venga
entonces a salir con un “no me di cuenta”, que no nos tragamos ese cuento. Pero
el asunto está en definitiva en dejar de cargarnos constantemente las leyes de
Dios (y las de los hombres) y creer que no importa que lo hagamos. Importa y
mucho.
No somos perfectos ni lo seremos jamás.
Pero, con independencia de la religión que profesemos –si profesamos alguna-
podemos hacer un esfuerzo y no andar pisoteándole los callos a los prójimos,
palabra que por cierto deriva de “próximo”, un cercano en físico o en espíritu.
Y santo remedio.
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