viernes, 20 de septiembre de 2013

Santo remedio


Yo presumo de ser una cristiana con conocimientos sobre judaísmo. Al fin y al cabo, como suelo recordar a quienes me quieran oír, ahí están nuestras raíces religiosas. Siempre he tenido buenos amigos judíos que a esta “goy” –gentil- la han tratado con "gentileza". Nunca me han despreciado ni nada parecido. Claro, yo soy una católica bastante liviana, nada vintage y respeto todas las confesiones.

Los mejores psiquiatras son judíos porque nadie sobre la faz de la tierra sabe tanto de “la culpa” como un judío. Cargan con ella toda la vida. Por nuestra parte, los cristianos tenemos –para nuestra ventaja y conveniencia- ese invento sublime que nos dejó Jesús llamado confesión que nos saca de gruesos apuros. Por supuesto, la cuestión tiene requisitos que hay que cumplir, a saber, el examen de conciencia, la contrición, el propósito de enmienda, la confesión de los pecados y la absolución de un padre, previo un merecido regaño. Y está, además, la imposición de una penitencia que varía según el grado de las faltas cometidas. Pero para todavía mayor comodidad, en la misa se reza el “Yo pecador” (Yo confieso ante Dios todopoderoso, y ante ustedes hermanos, que he pecado mucho de pensamiento, palabra, obra y omisión…).

Un señor judío me escribe y me aclara que ellos no tienen purgatorio. Es decir, no tienen ellos el sano término medio con el cual los cristianos contamos. Creo que comprensiblemente él no tiene claro cómo es la cosa para los cristianos. Por ponerle un símil ilustrativo, le apunto que el purgatorio es como un viaje a París pero en un vuelo que hace escalas y a uno lo bajan del avión, lo dejan en tránsito (sin dar mayores detalles de cuándo estiman que partirá nuestro vuelo) y no le permiten salir a uno del aeropuerto (como en la película La Terminal de Tom Hanks). Si tus pecados no fueron graves, hasta te dejan entrar en la sala VIP. Si cruzaste el páramo con algunos pecadillos y faltas a cuestas y no tuviste el tino de arrepentirte antes de estirar la pata, el viaje tiene varias escalas. Es decir, a más pecados, más paradas. Eso sí, hay garantía de que uno va a llegar a la ciudad de la luz, donde además el tiempo va a estar primaveral, hay una permanente temporada de conciertos, ballet y opera, uno tiene reservas para comer donde le dé la gana, no tendrá que hacer cola para montarse en la Torre Eiffel y lo hospedan en un apartamento precioso en el 16 con vista al Sena… En pocas palabras, la salvación está garantizada. Es un éxito el purgatorio. Yo no quiero que lo quiten. Estoy más que segura que, a pesar de ciertas incomodidades, es hasta divertido y cuando me toque pasar por allí me encontraré con un montón de gente conocida. Los pecadores allí cantaremos boleros y nos echaremos los cuentos. Pasaremos a ser socios de la AUA (Asociación Universal de Arrepentidos). Los chismosos, aclaro, pagarán pena doble como les dé por poner a rodar infundios y maledicencias.

Lo que ya no tenemos los cristianos, le cuento al señor que me escribe, es el “limbo”, que era ese lugar medio extraño pero útil y para nada feo donde iban a parar como en animación suspendida los bebes que morían sin ser bautizados. Algo así como la tierra del verde jengibre. Allí se quedaban flotando entre nubes de algodón hasta el fin del mundo y cuando todos resucitáramos -porque esa es la gran promesa básica- pues los bebitos se nos unían y todos felices como perdices. Esa situación al parecer ponía nerviosos a muchos y la iglesia decidió revisar el manual de procedimientos. Ahora los niños que fallecen sin ser bautizados van al cielo directo y en la puerta el mismo San Pedro (asistido por San Juan Bautista, experto mayor en esas lides) les da su bañito de agua bendita para quitarles el pecado original y listo. Es como catolicismo express.

No hay delivery en el cristianismo, salvo en la unción de los enfermos que en mi época juvenil se llamaba extremaunción. En siglos anteriores este sacramento estaba reservado a los que estaban a punto de cruzar el páramo. Luego el asunto cambió y se hizo un poco más liberal. A mí me han dado los santos óleos dos veces y aquí estoy, fina, como dicen mis sobrinos. Vivita y coleando. Yo me confieso por email, porque mi vida es muy complicada y la del cura con quien hablo también. Vienen cambios en el cristianismo para modernizar todo, que ya toca y nos hará mucho bien. Francisco anda en eso. Pero no habrá cambios en lo básico. Y lo básico se expresa en el Credo, que en apenas 115 palabras nos define y resume a los católicos. “Creo en Dios,  Padre Todopoderoso, Creador del cielo y de la tierra. Creo en Jesucristo, su único Hijo,  Nuestro Señor, que fue concebido por obra y  gracia del Espíritu Santo, nació de Santa María Vírgen,  padeció bajo el poder de Poncio Pilato, fue crucificado,  muerto y sepultado, descendió a los infiernos, al tercer día resucitó de entre  los muertos, subió a los cielos y está sentado a la derecha de Dios, Padre Todopoderoso.  Desde allí ha de venir a juzgar a los vivos y a los muertos. Creo en el Espíritu Santo, la santa Iglesia católica, la comunión de los santos, el perdón de los pecados, la resurrección de la carne y la vida eterna.”

Ahora bien, como la nuestra es una sociedad con profundas raíces judeo cristianas, los pecados y los delitos vienen a ser casi lo mismo. Los diez mandamientos, conocidos como “El Decálogo” o las “tablas de la ley de Dios”  - que le fueran dictadas a Moisés allá en el desierto a pata de mingo del Monte Sinaí una noche complicada en la que comenzó a caer un aguacero espantoso con rayos y centellas- son normas civilizadas de comportamiento que, si son respetadas, nos permiten a todos vivir en sana paz. Decía Francisco Pimentel que en realidad fueron más de diez, pero que por razones de la climatología del momento a Moisés le resultó imposible tomar con fidelidad el dictado de Dios (Jehová), que hablaba muy rápido. Entonces hizo un resumen. Moisés, quien al parecer era un tipo de muy malas pulgas pero definitivamente un genio, entendió que si a los humanos se nos hace cuestarriba cumplir con apenas diez mandamientos, si la cosa fuere más larga, el desastre sería harto mayor. Otros autores refieren que hubo muchos más mandamientos, inscritos en cuatro tablas, pero que a Moisés le pesaban mucho y tuvo que dejar dos en el desierto. De cualquier manera que haya ocurrido el asunto, Dios debió sentir que Moisés había hecho lo correcto pues hasta donde se sabe –y créanme que se sabría- el Supremo nunca enmendó la plana.

Como el desconocimiento de la ley no nos exime de su cumplimiento, todos en mayor o menor medida hemos cometido delitos y pecados, sobre todo menores, sin siquiera saberlo. Los delitos y pecados gordos los conocemos, sabemos bien cuando los cometemos. Que nadie venga entonces a salir con un “no me di cuenta”, que no nos tragamos ese cuento. Pero el asunto está en definitiva en dejar de cargarnos constantemente las leyes de Dios (y las de los hombres) y creer que no importa que lo hagamos. Importa y mucho.

No somos perfectos ni lo seremos jamás. Pero, con independencia de la religión que profesemos –si profesamos alguna- podemos hacer un esfuerzo y no andar pisoteándole los callos a los prójimos, palabra que por cierto deriva de “próximo”, un cercano en físico o en espíritu. Y santo remedio.

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