lunes, 30 de septiembre de 2013

María


Desde como los 21 hasta los 40 tuve una salud bastante precaria. Agarré cuanto virus había en el ambiente y fui objeto de varios cuchillazos (como ocho, mayores y menores, si mal no recuerdo). No tengo ya algunas piezas que vinieron de fábrica (apéndice, vesícula, media lola, etc.). Tengo el cuerpo hecho un crucigrama, lo cual no me ha impedido jamás ponerme bikini. En esos años aprendí a detestar a los médicos y a sentir repelús ante cualquier cercanía a clínicas y hospitales. Tengo muchos amigos que han dedicado su vida entera al ejercicio de esa noble profesión y  los quiero mucho. Pero si los veo de bata blanca, me entra una sensación de sofoco.

Cuando me convertí en cuarentona, todo mejoró significativamente. Yo soy de esos extraños y poco frecuentes seres que piensa que el paso de los años lo único que trae es beneficio para el cuerpo, el intelecto, el alma y el espíritu. Mi vida mejoró en todo sentido.

La mía – me refiero a María, como cariñosamente he bautizado a mi menopausia - no ocurrió siguiendo los dictámenes de la madre naturaleza. La mía vino como regalito de órdenes dictadas por un matasanos. Por razones que no viene al caso explicar, luego de acuchillarme recetó una pastilla que desencadenó un proceso para el cual, aclaro, no estaba en modo alguno preparada, ni física ni emocionalmente. Así que todo me tomó desprevenida. Me faltaban cuatro años para cumplir los cincuenta y, a pesar que según todos los libros ya estaba “estadísticamente en edad”, mi historia familiar decía lo contrario. Las mujeres de mi clan la habían tenido mucho más tarde. Y mis amigas todavía andaban comprando toallas sanitarias y tomando anticonceptivos.

Detesto las explicaciones técnicas (porque soy intrínsecamente incapaz de entenderlas), así que le pedí a mi médico que me las ahorrara. Tampoco me zambullí en la internet en la búsqueda de pormenorizados reportes. Entonces caminé de la mano de María sin conocimiento alguno de lo que me habría de ocurrir.

Toda mi vida fui friolenta. Jamás he dormido con medias (porque me espanta y es un golpe de estado contra la líbido) pero sí con un magnífico edredón. Para el trabajo me vestía de traje y nunca en ese estilo playero que algunas mujeres tan inadecuadamente acostumbran para las oficinas. María, mi menopausia, me trajo unos calorones insospechados. Pase que ocurrieran en casa cuando podía desvestirme para refrescarme. Pero el asunto se convirtió en grave cuando estando en una reunión de trabajo o de índole social yo en lo único en lo que pensaba era en convertirme en stripper e ir arrancándome la ropa.

A ello se sumó una cosa horrorosa que ha sido bautizada como “el vaporón”. De un segundo a otro es como si uno entrara de sopetón en un baño turco. Dura poquísimo, pero lo que le falta en tiempo lo tiene en intensidad. El pelo termina ensopadoy la gente cree que uno ha caminado bajo un intenso aguacero.  Más de una vez he tenido que desvestirme y volverme a vestir antes de salir.

La parte emocional fue la más extravagante de todas. A mí no me ha dado por el llantén. Todo lo contrario, por cualquier cosa me da un ataque de risa incontrolable. Me convertí en una comiquita. Muy bueno para las fiestas, pero muy inconveniente para las reuniones de trabajo, sobre todo si a una la ven como una persona seria que da opiniones serias sobre cuestiones particularmente serias. Ir a velorios se me convirtió en un tormento. Segura estaba que en el medio de dar el pésame a los afligidos deudos se me iba a escapar una sonora carcajada.

Tengo ganas de bailar, lo cual es bastante inconveniente considerando que vivimos en un país donde cualquier acceso de alegría es muy mal visto y una es acusada de frívola. Máxime cuando buena parte del trabajo de una es en el área de política. El otro día me descubrí cantando y bailando en el mercado con el hilo musical. Poco me faltó para invitar a bailar a un señor que tarareaba un merengue de Juan Luis Guerra mientras escogía unos tomates.

La semana pasada fui a hacerme un chequeo ginecológico de rutina y el médico que me estaba examinando me dijo: “si yo no supiera que ya eres menopaúsica, diría que estás ovulando”, a lo cual le respondí: “¡Pana, sería el Anticristo!”.

Pero creo que de todas las consecuencias de mi menopausia, la más inesperada es sin duda la velocidad en la que parece funcionar mi cerebro. Ahora estoy a millón. Así se debe sentir la gente que se mete drogas. Mis dedos no responden con la rapidez que necesito y ya se me ha vuelto rutina creer que he dicho algo cuando ni he abierto la boca. Todas las computadoras me parecen insoportablemente lentas. Leo simultáneamente dos o tres libros y no consigo dormir más de cinco o seis horas al día. Pero estoy altamente productiva y creativa. Como si mi cerebro juntara conocimiento, experiencia, persistencia  y energía.

Pensé que cuando me suspendieran el medicamento, volvería a la normalidad. Que esto sería un episodio transitorio. Qué va. Nada que ver. Ya va más de un año y medio sin tomar la fulana pastilla y todo sigue igual. La loca que soy ahora llegó para quedarse. Está en su apogeo. Para bien.

No tengo ni la más remota idea de si lo que me sucede a mí le pasa a todas las mujeres que transitan por la menopausia. Pero hago pública mi situación no para buscar solidaridad gremial sino para hacer mi pequeña contribución al mundo de la medicina de los asuntos de la mujer. Para mí la menopausia tiene muy mala publicidad. Pero yo creo que tiene sus ventajas.

María, mi menopausia, parece tenerme cariño. Y yo a ella. Más nos vale porque como que seremos amigas y compinches por muchos años.


p.s.: Cuando decidimos casarnos, hablé con un cura cercano a mi afectos y le pregunté cuál sería la penitencia que pagaría mi marido por casarnos. El había estado casado antes (yo también pero no por la iglesia lo cual a  efectos técnicos significaba que no me había casado nunca). La respuesta del cura fue: “fácil y difícil, tendrá dos suegras, una ex mujer y a ti… Dios no lo puede castigar más”.

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