Desde
como los 21 hasta los 40 tuve una salud bastante precaria. Agarré cuanto virus había
en el ambiente y fui objeto de varios cuchillazos (como ocho, mayores y
menores, si mal no recuerdo). No tengo ya algunas piezas que vinieron de
fábrica (apéndice, vesícula, media lola, etc.). Tengo el cuerpo hecho un
crucigrama, lo cual no me ha impedido jamás ponerme bikini. En esos años
aprendí a detestar a los médicos y a sentir repelús ante cualquier cercanía a clínicas
y hospitales. Tengo muchos amigos que han dedicado su vida entera al ejercicio
de esa noble profesión y los quiero
mucho. Pero si los veo de bata blanca, me entra una sensación de sofoco.
Cuando
me convertí en cuarentona, todo mejoró significativamente. Yo soy de esos
extraños y poco frecuentes seres que piensa que el paso de los años lo único
que trae es beneficio para el cuerpo, el intelecto, el alma y el espíritu. Mi
vida mejoró en todo sentido.
La
mía – me refiero a María, como cariñosamente he bautizado a mi menopausia - no
ocurrió siguiendo los dictámenes de la madre naturaleza. La mía vino como
regalito de órdenes dictadas por un matasanos. Por razones que no viene al caso
explicar, luego de acuchillarme recetó una pastilla que desencadenó un proceso
para el cual, aclaro, no estaba en modo alguno preparada, ni física ni
emocionalmente. Así que todo me tomó desprevenida. Me faltaban cuatro años para
cumplir los cincuenta y, a pesar que según todos los libros ya estaba “estadísticamente
en edad”, mi historia familiar decía lo contrario. Las mujeres de mi clan la
habían tenido mucho más tarde. Y mis amigas todavía andaban comprando toallas
sanitarias y tomando anticonceptivos.
Detesto
las explicaciones técnicas (porque soy intrínsecamente incapaz de entenderlas),
así que le pedí a mi médico que me las ahorrara. Tampoco me zambullí en la internet
en la búsqueda de pormenorizados reportes. Entonces caminé de la mano de María
sin conocimiento alguno de lo que me habría de ocurrir.
Toda
mi vida fui friolenta. Jamás he dormido con medias (porque me espanta y es un
golpe de estado contra la líbido) pero sí con un magnífico edredón. Para el
trabajo me vestía de traje y nunca en ese estilo playero que algunas mujeres tan
inadecuadamente acostumbran para las oficinas. María, mi menopausia, me trajo
unos calorones insospechados. Pase que ocurrieran en casa cuando podía
desvestirme para refrescarme. Pero el asunto se convirtió en grave cuando
estando en una reunión de trabajo o de índole social yo en lo único en lo que
pensaba era en convertirme en stripper e ir arrancándome la ropa.
A
ello se sumó una cosa horrorosa que ha sido bautizada como “el vaporón”. De un
segundo a otro es como si uno entrara de sopetón en un baño turco. Dura poquísimo,
pero lo que le falta en tiempo lo tiene en intensidad. El pelo termina ensopadoy
la gente cree que uno ha caminado bajo un intenso aguacero. Más de una vez he tenido que desvestirme y
volverme a vestir antes de salir.
La
parte emocional fue la más extravagante de todas. A mí no me ha dado por el
llantén. Todo lo contrario, por cualquier cosa me da un ataque de risa
incontrolable. Me convertí en una comiquita. Muy bueno para las fiestas, pero
muy inconveniente para las reuniones de trabajo, sobre todo si a una la ven
como una persona seria que da opiniones serias sobre cuestiones particularmente
serias. Ir a velorios se me convirtió en un tormento. Segura estaba que en el
medio de dar el pésame a los afligidos deudos se me iba a escapar una sonora
carcajada.
Tengo
ganas de bailar, lo cual es bastante inconveniente considerando que vivimos en
un país donde cualquier acceso de alegría es muy mal visto y una es acusada de
frívola. Máxime cuando buena parte del trabajo de una es en el área de
política. El otro día me descubrí cantando y bailando en el mercado con el hilo
musical. Poco me faltó para invitar a bailar a un señor que tarareaba un
merengue de Juan Luis Guerra mientras escogía unos tomates.
La
semana pasada fui a hacerme un chequeo ginecológico de rutina y el médico que
me estaba examinando me dijo: “si yo no supiera que ya eres menopaúsica, diría
que estás ovulando”, a lo cual le respondí: “¡Pana, sería el Anticristo!”.
Pero
creo que de todas las consecuencias de mi menopausia, la más inesperada es sin
duda la velocidad en la que parece funcionar mi cerebro. Ahora estoy a millón.
Así se debe sentir la gente que se mete drogas. Mis dedos no responden con la
rapidez que necesito y ya se me ha vuelto rutina creer que he dicho algo cuando
ni he abierto la boca. Todas las computadoras me parecen insoportablemente
lentas. Leo simultáneamente dos o tres libros y no consigo dormir más de cinco
o seis horas al día. Pero estoy altamente productiva y creativa. Como si mi
cerebro juntara conocimiento, experiencia, persistencia y energía.
Pensé
que cuando me suspendieran el medicamento, volvería a la normalidad. Que esto
sería un episodio transitorio. Qué va. Nada que ver. Ya va más de un año y
medio sin tomar la fulana pastilla y todo sigue igual. La loca que soy ahora llegó
para quedarse. Está en su apogeo. Para bien.
No
tengo ni la más remota idea de si lo que me sucede a mí le pasa a todas las
mujeres que transitan por la menopausia. Pero hago pública mi situación no para
buscar solidaridad gremial sino para hacer mi pequeña contribución al mundo de
la medicina de los asuntos de la mujer. Para mí la menopausia tiene muy mala
publicidad. Pero yo creo que tiene sus ventajas.
María,
mi menopausia, parece tenerme cariño. Y yo a ella. Más nos vale porque como que
seremos amigas y compinches por muchos años.
p.s.: Cuando
decidimos casarnos, hablé con un cura cercano a mi afectos y le pregunté cuál
sería la penitencia que pagaría mi marido por casarnos. El había estado casado
antes (yo también pero no por la iglesia lo cual a efectos técnicos significaba
que no me había casado nunca). La respuesta del cura fue: “fácil y difícil,
tendrá dos suegras, una ex mujer y a ti… Dios no lo puede castigar más”.
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