En
la boca, el agridulce de dos noticias. Una, dulce, el ocaso de un salvaje, Mario
Silva, personaje deleznable y sociópata que durante años a través de diversos
medios y con un lenguaje barbárico y criminal se dedicó a perpetrar con
impunidad toda suerte de delitos contra la decencia, la moral y las buenas
costumbres y, además, a crear un ambiente de linchamiento que por años habremos
de lamentar. Yo le pido a Dios que me dé vida suficiente como para ver a ese
individuo juzgado por tribunales serios y pagando años de cárcel como responde
a la gravedad de sus actos.
La
otra noticia, agria, la angustia por lo que ocurre en Globovisión, canal de
noticias al cual algunos, con pérfidas intenciones, desean convertir en una
insípida, incolora e inodora Bobovisión.
Me
invade un pálpito, una sospecha: se está escribiendo el obituario profesional
de quienes le resultamos incómodos al régimen. No es dato menor que el desguace
de Globovisión ocurra casi como elegía y epitafio al cierre de RCTV y a 34 emisoras
de radio de la cadena CNB. Aquello le cobró duro políticamente a la revolución.
Entonces –pues perversamente hábiles son- aprendieron nuevas maneras menos
onerosas de aplastarnos. Ernesto Villegas, oh insensato, es el verdugo ejecutor
de la sentencia de muerte. Si hoy él piensa que se sienta en su oficina a disfrutar
el paso de los cadáveres, acaso debería pensar que si algo hacen bien las
revoluciones es tragarse a sus hijos. Antes que revolucionario -y mucho más
importante que declararse rojo rojito- Ernesto debería recordar que es
venezolano y periodista y que esas dos condiciones le obligan a incómodos pero
muy loables compromisos adquiridos, que al ser respetados producen una
incomparable satisfacción personal y hace que uno pueda verse en el espejo y no
sentir verguenza.
Para
el momento que escribo estas líneas, varios colegas ya han salido del canal,
sea porque han sido despedidos -o cancelados sus contratos- o porque han
decidido poner su renuncia ante su decisión de no tolerar los abusos y la
imposición de censuras. O porque prefieren irse y no darles el gusto de que los
boten. Ciertamente, los excluidos le resultaban incómodos a los nuevos
propietarios del canal, unos individuos que del negocio de hacer periodismo
televisivo saben lo que yo de física cuántica y que intuyo han mantenido en
reserva sus verdaderas intenciones al comprar un canal de las características y
circunstancias de Globovisión. Si de “éxito” hablamos, ya contabilizan en su
haber gerencial la pérdida de varios cientos de miles de seguidores en twitter
y Facebook y un rechazo que se expresa a viva voz entre la audiencia. Le
seguirá una caída estrepitosa del rating y una estampida de los anunciantes,
asunto que quizás no les “quita el sueño”, persuadidos como acaso estén de que
contarán con nuevos anunciantes con tal sólo levantar el teléfono y marcar los
números de Miraflores o la Asamblea Nacional.
Muchos
–entre gerentes y anclas del canal- buscan afanosamente la manera de arreglar los
entuertos generados por la nueva tropa de dueños. Los inspiran las mejores
intenciones. No es cosa tonta el saber que todo esto puede conducir a poner en
la calle a un montón de buenos profesionales en un país donde las fuentes de
empleo para periodistas honestos son cada vez más escasas. Sin referirme a
rumores, creo sí que hay más en el plan de pase por la trituradora. Porque en
el canal habitan muchos “incómodos”. Baste ver a los voceros oficialistas
pasando aceite cuando son entrevistados en vivo y en directo.
Tanto
los que se fueron -o “los fueron”- como los que aún están se han convertido en
la noticia. Mal estamos cuando la noticia son los periodistas. Créanme que es
una situación delicada y dolorosa, que está demandando coraje, hidalguía y
aplomo. Es un enfrentamiento entre el más indecoroso poder político/económico y
unos profesionales que están defendiendo los derechos que están consagrados en
la Constitución y todos los tratados internacionales y sus irrenunciables
deberes profesionales. Es el poder del mastodonte contra la gallardía de las
hormigas.
Hacer
periodismo de calidad no se limita a un relato de lo que ocurre. No basta
abordar el qué, quién, cómo, cuándo y dónde. Esos son datos que, sin el debido y
profundo análisis, pasan a engrosar el grueso expediente de la inutilidad y jamás
se convierten en información. Al reporterismo, que es sólo una fase del
periodismo, hay que sumar la búsqueda del porqué y el para qué, hay que
adicionar investigación y opinión e incluso prospección. Buscar las causas y
las consecuencias. Desentrañar las madejas, quitar las tapaderas, iluminar la
escena para que la sociedad pueda ver con claridad. Todo ello tiene que estar
pringado de ética y moral, de altísimos grados de responsabilidad. Esta no es
una profesión inocua. Se puede hacer mucho daño al callar, al silenciar, al
informar a medias, al manipular los datos y al usar los medios como armas de
guerra al servicios de bajas ambiciones.
Pero
una cosa sabemos: el silencio es una daga directo al corazón de la sociedad. Es
precisamente la sociedad la que más pierde cuando el periodismo se convierte en
“pasquinerismo”, en “palangrismo” y en “propagandismo”, que son los tres
pecados del mal periodismo, de ese periodismo vulgar que se transa en los burdeles
del poder. Por eso hay que ponerse de pie y enfrentar con valentía a los
silenciadores de oficio, a esos que quieren ponerle veto a nuestras conciencias
y convertirnos en complacientes meretrices. Y en estos momentos en los que una
peligrosa lluvia radioactiva cae sobre nuestras espaldas, hay que tragar grueso
y entender que si somos incómodos para los poderosos, entonces estamos
ejerciendo bien la profesión.
Yo
ejercito aquello de “Escribe, que algo queda”, como decía Kotepa. Nunca nadie
podrá acusarme de silencios cómplices. Me complace poder afirmar que no estoy
sola en esta lucha. Por cada periodista indigno, arrastrado y castrado que
presta sus servicios a bastardos propósitos, hay cientos cuya dignidad no está
en venta ni su ética en alquiler. Somos los incómodos.