A él
no le gustaría que estas fueran unas tristes líneas para despedirlo. Así que,
aun a riesgo de sonar irrespetuosa, escribiré lo que a él le gustaría escuchar
allá en esa nube donde se sentó a ver para abajo.
Decir
que fue un estupendo profesor significaría quedarme muy corta. Porque una clase
con él era una maravillosa aventura por el saber y el entendimiento. Un
enciclopedista, era capaz de disertar sobre cualquier tema, regar sus palabras
con cuatro o cinco anécdotas y soltar frases que quienes fuimos sus alumnos corríamos
a copiar para evitar que se nos perdieran en la maraña de conocimientos.
Pero
su sapiencia no era su única cualidad. Hay que añadir tres: 1. Un glorioso
sentido del humor rociado del más sutil e inteligente sarcasmo; 2. Una disposición
total a escuchar las preguntas que le hicieran, por muy tontas que fueran o
descabelladas que sonaran; 3. Una franqueza y una altura moral que quedaba al descubierto
incluso en los momentos más comprometedores.
Tuvo
cientos de alumnos. Yo me di el lujo de ser una de ellos en varias asignaturas.
Todos los que pasamos por sus clases salíamos encantados y deseando que llegara
en breve el momento de encontrarlo de nuevo. Antonio Cova era un hombre sin desperdicio.
Si verlo en televisión, escucharlo en la radio o leerlo en las páginas de opinión
era un regalo para el intelecto, tenerlo en vivo y en directo en un aula o
compartiendo una tertulia era, como alguna vez le dije, una experiencia
sociológica inolvidable.
Antonio
me regaló muchas reflexiones. Y muchos ataques de risa. El entendía como pocos
el alma del venezolano. Nuestros modos nunca le eran ajenos. Nuestras angustias
las diseccionaba y diagnosticaba. Nuestros sueños encontraban en él nutritivo
aliciente.
Era
de esos cuyas insolencias estaban más que justificadas. Las soltaba a granel
sin perder un ápice de caballerosidad y elegancia. Nos queríamos un montón.
Chateábamos todo el tiempo. Y siempre estaba dispuesto para la consulta. Desde que
nos conocimos hace un montón de años me llamó “Chiquitica”.
No
pudo cumplir su deseo: meterse desnudo en la fuente de la plaza Venezuela
cuando cayera este gobierno por votos. Logramos los votos pero seguimos
peleando para que nos los reconozcan.
Le
fascinaba la música. Adoraba el Bolero de Ravel. Decía que era una magnífica
demostración de que la repetición, cuando bien hecha, no es un defecto sino una
virtud. “Menos en política”, decía él, “porque ahí sí aburre”.
Copio
a seguir su último tuit: "Los cambios pueden tener lugar despacio, pero lo
importante es que tengan lugar (Para los desesperados... entre quienes me
cuento)"
Allá
en la esquina entre dos nubes, allí está el, escuchando el Bolero y diciendo:
“¡qué vaina tan buena!”.
Chao,
profe. Te quise mucho. Y te seguiré queriendo.
miércoles,
15 de mayo de 13
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