viernes, 10 de mayo de 2013

La cúpula dorada del republicanismo


Acaso su sobrecogedora belleza pasa inadvertida para quienes carecen de los conocimientos y el buen gusto necesarios para poder apreciarla. Aunque encargada su construcción por quien de democracia sabía lo que yo de arameo antiguo, nuestro Capitolio, ubicado en pleno casco histórico de la capital, es un edificio imponente con el cual su arquitecto/ingeniero, Luciano Urdaneta (a saber, hijo del general Rafael Urdaneta) se propuso dar a nuestra república uno de sus mejores espacios.

Allí han jurado presidentes, se han desarrollado asambleas constituyentes (varias, porque en este país al parecer nos encanta hacer constituciones), se han dirigido discursos sobresalientes, se han redactado excelentes leyes, se han procurado incluyentes acuerdos y también se han pronunciado loas adulantes y producido vergonzosas reyertas cual si fuere un lupanar.

Hubo una época en la que se podía acudir allí para conocerlo, sin más limitación que la de anotarse a la entrada previa muestra de algún documento de identificación y un tácito compromiso de respeto. Había amables guías que mostraban cada salón y explicaban magistralmente sus detalles históricos y artísticos. Fueron muchos los extranjeros a quienes llevé a conocerlo. Quedaban extasiados. Los sábados, en medio del clásico bullicio del centro, entrar allí era como penetrar a una suerte de declaratoria de sosiego. Si el tiempo no andaba de lluvias, podía observarse el transitar de ardillas saltando de rama en rama y de árbol en árbol. Destaco la preciosa fuente, fabricada por la compañía británica “The Crumlin Works & Co.¨. En ella muchos hallaron inspiración para buenas leyes. Hoy el patio de la legalidad democrática está vedado a los ciudadanos de a pie que no estén dispuestos a inclinar la cerviz ante unos mandones que han confundido el ejercicio del poder con la actuación de un ejército de ocupación.

La instrucción de Guzmán Blanco a Urdaneta fue clara y precisa: “… quiero sentir que estoy en Francia”. Al presidente, el Ilustre Americano como lo bautizó la historia, (quien no ha sido jamás santo de mi devoción, pero a quien empero reconozco el buen gusto) le apasionaba todo lo de allá y sentía que afrancesar a Caracas, amén de una meta de belleza, tenía un propósito civilizatorio. De estilo neoclásico, comenzose su construcción el 21 de septiembre de 1872. La inauguración de su primera etapa ocurrió el 19 de febrero de 1873, un claro ejemplo de eficiencia y demostración de que cuando se quiere se puede. Guzmán Blanco declaró ese día que “este edificio es el emblema de la Revolución de Abril”. Se emplearon técnicas muy innovadoras. Originalmente hospedó al poder Ejecutivo, luego a la Corte Federal y posteriormente se convirtió en sede del poder Legislativo. En una pared del lado norte fue colocada una placa en la que se leía: “Los obreros del Capitolio premian el arte, el ingenio y el talento dedicando esta losa al Ing. Luciano Urdaneta”. Su ampliación estuvo bajo la batuta del genial Malaussena.

Nuestro Capitolio alberga obras de arte esplendorosas, que no sé en qué estado se hallan. Entre ellas, la Firma del Acta de la Independencia el 5 de julio de 1811 de Juan Lovera, la Batalla de Carabobo y la Batalla de Boyacá de Tovar y Tovar, la Batalla de Junín y la Batalla de Ayacucho de Herrera Toro, el Tríptico Bolivariano de Tito Salas, Venezuela recibiendo los símbolos del Escudo Nacional, de Centeno Vallenilla. Debe haber además muchas otras que ilustran a héroes de nuestra gesta emancipadora y una estupenda y valiosísima colección de retratos de nuestro Libertador. Debe haber, según mis registros ya desactualizados, una centena de piezas de arte, además de una nutrida biblioteca en la que destacan incluso incunables.

El Capitolio tiene enorme trascendencia histórica para los venezolanos. A qué dudarlo. Fue declarado Patrimonio Nacional en 1997, en mi humilde juicio tardíamente. Nunca nadie ha logrado explicarme por qué no ocurrió antes. No es tan lejana la época en la que no se hubiera permitido que los parlamentarios comieran en las sesiones. Hoy, engullen alimentos que destilan grasa y salsa como si estuvieran en un chiringuito cualquiera. No falta quien habla con la boca llena y de bolsas salen a relucir cuantas chucherías pueda uno imaginar. Y qué decir del espanto que produce el ver la colección de vasos y botellines de plástico que quedan esparcidos sobre escritorios y curules y como decorado en el piso. Advierto que en el Capitolio hay una hermosa vajilla, sencilla y sin exageraciones, que cuenta (o contaba) con suficientes tazas para uso de los parlamentarios, así como los correspondientes vasos de cristal. Pero eso no parece importarle a quienes dirigen la institución.

Durante muchos años hubo un respeto enorme por el protocolo en el vestir, tanto para los empleados y visitantes como para los hombres y mujeres elegidos por el pueblo para allí representarlo. Años ha, las sesiones de cámaras exigían a los caballeros el uso de traje y corbata. De allí que para aquellos parlamentarios que no contaren con un guardarropa indicado, florecieron en el centro tiendas y ventorrillos que ofrecían a precios módicos una amplia gama de “fluxes”, a los cuales se les llamaba “puyaos” pues debían ‘puyarse’ de una estantería alta valiéndose de un palo de escoba al cual en una punta se le había adosado un garfio o gancho. No fue sino hasta tiempos relativamente recientes cuando se permitió a las damas usar pantalones y sandalias, elementos de indumentaria femenina que lucían poco apropiados para la investidura del local y por tanto inadecuados para la altura republicana que allí debía privar. Con esta normativa en modo alguno se perseguía el fin de banalizar con modas y fruslerías los recintos sino, antes bien, respetar al pueblo allí representado. Hoy, en una confusión de la sencillez con la vulgarización, abundan quienes asisten a las sesiones -incluso las especiales y solemnes- trajeados de cualquier modo, hasta de franelillas, bluyines y chancletas, como si estuvieran en una tarde de gallera.

Como ‘estructura modela comportamiento’, no puede sorprendernos que actúen en consonancia con sus lamentables atuendos. El tema, que puede sonar trivial (seguro me acusarán de “pequeña burguesa”), sin embargo no lo es. Algo desastroso ocurrió cuando los parlamentarios decidieron que las formas no importan. Baste verlos en las sesiones en pantalones arrugados, camisolas y franelas, chaquetas de malandro y gorras y mascando chicle cual rumiantes o escarbándose las interioridades bucales con mondadientes. Más de un vez hemos visto a las señoras diputadas despeinadas o calzadas con cholas de playa. Recuerdo una sesión en la que una de ellas curucuteó su cartera hasta hallar un bote de pintura de uñas y a seguir procedió a retocarse la manicura. Esto es un irrespeto al recinto, a la investidura de los cargos, a los ciudadanos a quienes se supone representan. Relajar el vestir habla de indisciplina y genera por consecuencia igual relajo del proceder, el verbo, la gestualidad, la labor. Y así andamos. Cuánto bien le haría a algunos diputados y diputadas tomarse el tiempo para leer el Manual de Carreño.

Es bueno recordar que este país ha tenido parlamentarios con voz sensata, entereza, visión de país, notable discursiva y hasta con brillante sentido del humor. Debe existir un archivo completo de todo lo que se ha dicho, debatido y discutido en el parlamento. Ojalá en el afán de reescribir la historia, no les haya dado también por destruir esos legajos que condensan el tránsito de los venezolanos por la vida republicana.

Hay una diferencia abismal entre la ponderación de hombres como José Antonio “el Negro” Pérez Díaz -por sólo nombrar uno y sin desmérito de muchos otros por demás honorables que han ocupado posiciones de dirección- y quienes han sido las autoridades recientes en el Parlamento.

Esa cúpula dorada que se avista desde casi cada esquina del centro de Caracas debería inspirar pluralismo, sensatez, decoro y talante democrático. El Capitolio es patrimonio de la Nación, pero sus autoridades son las responsables de su cuidado, mantenimiento y protección. Los diputados deben entender que han sido elegidos para servir, no para ser servidos. Su desempeño y conducta debe estar bajo constante escrutinio de nosotros los ciudadanos, los únicos e incontestables soberanos de Venezuela. Es evidente que algunos hoy atrincherados en el Palacio Federal Legislativo tienen los errores muy confundidos. Hay que corregirles.

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